Read El misterioso Sr Brown Online
Authors: Agatha Christie
—¿Adonde voy?
—¡Detrás de él, tonto! ¿Qué te parece la idea?
—Del estilo de lo que se lee en las novelas. Sin embargo, creo que en la vida real debe uno sentirse algo estúpido si permanece durante horas en la calle sin nada que hacer. La gente se preguntará qué estoy haciendo.
—En la ciudad no. Todo el mundo tiene prisa. Lo más probable es que ni siquiera reparen en ti.
—Es la segunda vez que haces esa clase de comentarios. No importa, te perdono. De todas formas será divertido. ¿Qué vas a hacer esta tarde?
—Había pensado en sombreros, en medias de seda. O puede que...
—Frena —le aconsejó Tommy—. ¡Las cincuenta libras tienen un límite! Pero podemos ir a cenar y luego a disfrutar de algún espectáculo.
—No está mal.
El día transcurrió agradablemente y la noche todavía más. Ahora dos de los billetes de cinco libras habían desaparecido.
Se encontraron a la mañana siguiente tal como habían convenido y se dirigieron al centro. Tommy permaneció en la acera de enfrente mientras Tuppence entraba en el edificio.
El muchacho paseó hasta el extremo de la manzana y luego regresó. Cuando pasaba por delante del edificio vio que Tuppence cruzaba la calzada a la carrera.
—¡Tommy!
—Sí, ¿qué ocurre?
—La oficina está cerrada. No he conseguido que me abriera nadie.
—¡Qué extraño!
—¿Sí, verdad? Sube conmigo e intentémoslo de nuevo.
Tommy la siguió y, cuando llegaron al tercer piso, un joven empleado salió de un despacho. Vaciló un instante y al fin se dirigió a Tuppence.
—¿Buscan Esthonia Glassware Co.?
—Sí.
—Está cerrada desde ayer tarde. Dicen que ha quebrado. No es que me lo hayan dicho a mí, pero de todas formas el despacho está por alquilar.
—Gra... gracias —tartamudeó Tuppence—. Supongo que no sabrá usted la dirección del señor Whittington.
—Me temo que no. Se marcharon un tanto de improviso.
—Muchísimas gracias —dijo Tommy—. Vamos, Tuppence.
Volvieron a salir a la calle y se miraron el uno al otro, desconcertados.
—Esto ha terminado —afirmó Tommy.
—Y yo sin sospechar nada —gimió Tuppence.
—Anímate, no tiene remedio.
—¿Que no? —La joven alzó la barbilla desafiante—. ¿Tú crees que esto es el fin? Si así es, te equivocas. ¡Es solo el principio!
—¿El principio de qué?
—¡De nuestra aventura! Tommy, ¿no comprendes que si se ha asustado lo bastante como para salir corriendo, eso demuestra que debe haber mucho más de lo que imaginamos en el asunto de esa tal Jane Finn? Bien, tenemos que llegar hasta el fondo. ¡Los perseguiremos! ¡Seremos sabuesos incansables!
—Sí, pero no ha quedado nadie conocido a quien seguirle la pista.
—No, por eso tendremos que empezar de nuevo. Dame un pedazo de papel. Y tu lápiz. Gracias. Aguarda un momento y no interrumpas. ¡Ya está!
Tuppence le devolvió el lápiz y repasó satisfecha lo que había escrito.
—¿Qué es esto?
—Un anuncio.
—¿No pensarás ponerlo después de todo?
—No. Este es distinto.
Le tendió el papel y Tommy leyó en voz alta:
«Se desea cualquier información sobre Jane Finn. Escribir a Y.A.»
El día siguiente transcurrió con lentitud. Era preciso restringir los gastos. Cuidadosamente administradas, las cuarenta libras podían durar mucho. Por suerte el tiempo era bueno y «pasear es barato», sentenciaba Tuppence. Pasaron la tarde en un cine.
El día de la desilusión había sido el miércoles. El jueves se publicó el anuncio. Era de suponer que el viernes llegarían las cartas a las habitaciones de Tommy.
Él había prometido no abrir ninguna, si es que llegaban, y llevarlas a la National Gallery, donde su colega le esperaría a las diez.
Tuppence fue la primera en acudir a la cita. Se sentó en uno de los sillones de terciopelo rojo y contempló abstraída los cuadros de Turner, hasta que vio aparecer a su amigo.
—¿Bien?
—¿Bien? —repitió Beresford en tono provocador—. ¿Cuál es tu cuadro favorito?
—No seas malo. ¿Hay alguna respuesta?
Tommy meneó la cabeza con una exagerada expresión de melancolía.
—No quisiera decepcionarte, compañera, diciéndotelo de golpe. Mala suerte. Hemos malgastado el dinero —Suspiró—. Bueno, aquí tienes. El anuncio se ha publicado y ¡solo hemos recibido dos respuestas!
—¡Tommy, eres un demonio! —casi gritó Tuppence—. Dámelas. ¿Cómo puedes ser tan ruin?
—¡El léxico, Tuppence, vigila tu léxico! Son muy exigentes en la National Gallery. Ya sabes, es una institución del gobierno. Y recuerda que, como ya te he indicado muchas veces, como hija de un arcediano...
—¡Debería estar en un pedestal! —terminó Tuppence.
—No es precisamente lo que iba a decir. Pero si estás segura de que has disfrutado plenamente de la alegría después del desaliento, que con tanta generosidad te he proporcionado gratis, pasemos a despachar nuestra correspondencia.
Tuppence le arrebató los dos preciosos sobres sin ceremonias y los estudió con suma atención.
—Este es de papel de hilo; da la sensación de riqueza. Lo dejaremos para el final y abriremos el otro primero.
—Tienes razón. ¡A la una, a las dos y a las tres!
Tuppence abrió el sobre y extrajo su contenido:
Muy señor mío,
Con referencia a su anuncio aparecido en el periódico de esta mañana, quizá pueda serle de utilidad. Si tiene la bondad de venir a visitarme le espero en la dirección que figura más arriba, mañana, a las once.
Suyo afectísimo,
A. CARTER
—Carshalton Gardens, número veintisiete —dijo Tuppence leyendo la dirección—. Eso está en la carretera de Gloucester. Tenemos tiempo de sobra para ir allí si tomamos el metro.
—Lo inmediato es un plan de campaña —afirmó Tommy—. Ahora me toca a mí asumir la ofensiva. En cuanto esté delante del señor Carter, él y yo nos daremos los buenos días como es costumbre. Entonces él dirá: «Por favor, siéntese, señor». A lo cual yo responderé rápida y significativamente: «Señor Whittington». El señor Carter se pondrá como la grana y exclamará: «¿Cuánto?». Me embolsaré las cincuenta libras de rigor, me reuniré contigo en la calle y nos dirigiremos a la dirección siguiente para repetir la operación.
—No seas absurdo, Tommy. Ahora abre la otra carta. ¡Oh, esta es del Ritz!
—¡Pediré cien libras en vez de cincuenta! —Yo la leeré.
Muy señor mío,
Referente a su anuncio, celebraría verle hoy a la hora de comer.
Suyo afectísimo,
JULIUS P. HERSHEIMMER
—¡Aja! —exclamó Tommy—. ¿Huelo a boche, o se tratará de un millonario norteamericano de desgraciado abolengo? De todas formas, acudiremos a la cita. Una hora excelente que a menudo conduce a una comida gratis para dos.
Tuppence asintió.
—Ahora a por Carter. Tendremos que darnos prisa.
Carshalton Terrace resultó ser una impecable muestra de lo que Tuppence llamaba «casas de aspecto señorial». Tocaron el timbre del número 27 y una doncella muy pulcra les abrió la puerta. Su aspecto era tan respetable que a Tuppence le dio un vuelco el corazón. Cuando Tommy preguntó por el señor Carter, les llevó a un despacho de la planta baja donde los dejó. Apenas habría transcurrido un minuto cuando se abrió la puerta para dar paso a un hombre alto de rostro afilado y aspecto fatigado.
—¿El señor Y. A.? —dijo con una sonrisa muy atractiva—. Por favor, siéntense.
Obedecieron. Él ocupó una silla frente a Tuppence y le sonrió para animarla. Había algo en aquella sonrisa que hizo que la joven perdiera sus habituales reflejos.
Como al parecer no estaba dispuesto a iniciar la conversación, Tuppence se vio obligada a comenzar.
—Querríamos saber... es decir, ¿tendría usted la bondad de decirnos lo que sabe de Jane Finn?
—¿Jane Finn? ¡Ah! —Carter pareció reflexionar—. Bueno, la cuestión es, ¿qué saben ustedes de ella?
Tuppence se irguió.
—No veo que eso tenga nada que ver con el tema.
—¿No? Pues lo tiene, ¿sabe? —Volvió a sonreír con su aire cansado y continuó pensativamente—: De modo que volvemos a lo mismo. ¿Qué saben de Jane Finn?
Al ver que Tuppence permanecía callada, se inclinó hacia adelante y su voz adquirió un tono persuasivo.
—Vamos. Tienen que saber algo para poner ese anuncio. Supongamos que me dicen...
Había cierto magnetismo en la personalidad del señor Carter, y Tuppence se libró de él con un esfuerzo mientras decía:
—No podemos hacerlo, ¿verdad, Tommy?
Pero, ante su sorpresa, su compañero no la secundó. Tenía los ojos fijos en Carter y su tono, cuando habló, denotaba una deferencia desacostumbrada.
—Me parece que lo poco que sabemos no va a servirle de nada, señor. Pero se lo diremos con mucho gusto.
—¡Tommy! —exclamó Tuppence, sorprendida.
Carter miró a Tommy. Sus ojos formularon una pregunta.
Tommy asintió.
—Sí, señor, le he reconocido enseguida. Le vi en Francia cuando servía en Inteligencia. En cuanto le vi entrar en la habitación supe que...
Carter levantó una mano.
—Nada de nombres, por favor. Aquí me conocen por el señor Carter. A propósito, es la casa de mi prima. Ella me la presta algunas veces cuando se trata de trabajar en algún caso de forma extraoficial. Bien, ahora —miró a los jóvenes—, ¿quién va a contarme la historia?
—Adelante, Tuppence —le animó Tommy—. Cuéntala tú.
—Bien, señorita. La escucho.
Obediente, la joven refirió toda la historia desde el momento en que se fundó Jóvenes Aventureros, Sociedad Limitada.
Carter la escuchaba en silencio con su aire cansado. De vez en cuando, se pasaba la mano por la cara como si quisiera ocultar una sonrisa. Cuando ella acabó, asintió con gravedad.
—No es gran cosa, pero resulta sugerente... muy sugerente. Perdonen lo que voy a decirles, pero son ustedes una pareja muy curiosa. No sé, es posible que tengan éxito donde otros han fracasado. Yo creo en la suerte, siempre he creído, ¿saben?
Hizo una pausa y continuó:
—Bien, ¿qué les parece? Ustedes van en busca de aventuras. ¿Les gustaría trabajar para mí? De modo extraoficial, claro. Todos los gastos pagados y un modesto salario anual.
Tuppence le miraba con los labios entreabiertos y los ojos desorbitados.
—¿Qué tendremos que hacer?
Carter le dedicó una sonrisa.
—Pues continuar lo que están haciendo ahora. Buscar a Jane Finn.
—Sí, pero ¿quién es Jane Finn?
Carter asintió con gesto grave.
—Sí, creo que tienen derecho a saberlo.
Se echó hacia atrás en la silla, cruzó las piernas, juntó las yemas de los dedos y comenzó en tono monótono:
—La diplomacia secreta, que dicho sea de paso casi siempre es una mala política, no les concierne a ustedes. Será suficiente decirles que, en los primeros días de 1915, se redactó un documento. Era el resumen de un acuerdo secreto o un tratado, como quieran llamarlo.
»Estaba listo para ser firmado por diversos representantes y se guardaba en Estados Unidos, que entonces era un país neutral. Fue enviado a Inglaterra con un mensajero especial escogido para ese fin: un joven llamado Danvers. Se esperaba que todo aquel asunto se mantuviera en secreto y que nada trascendería. Con esa clase de esperanza muy a menudo se sufre una decepción. ¡Siempre hay alguien que habla!
»Danvers embarcó para Inglaterra en el Lusitania. Llevaba los preciosos papeles en un envoltorio impermeable. Durante aquel viaje, el Lusitania, como saben, fue torpedeado y hundido.
»Danvers estaba en la lista de los desaparecidos. Al fin su cadáver apareció en la playa y fue identificado sin ningún género de dudas. ¡Pero el paquete había desaparecido!
»La pregunta era: ¿se lo habían quitado, o él mismo lo entregó a alguien para que lo custodiara? Había algunos indicios que sustentaban esta última teoría. Después de que los torpedos alcanzaran el barco, y durante los momentos en que fueron arriados los botes salvavidas al mar, Danvers fue visto hablando con una jovencita norteamericana. A mí me parece muy probable que le confiara el sobre creyendo que ella, por ser mujer, tenía muchas más probabilidades de llevarlo a tierra.
»Pero de ser así, ¿dónde está esa muchacha y qué ha hecho del sobre? Según las últimas noticias de Estados Unidos parece ser que Danvers fue seguido muy de cerca. ¿Es que acaso esa joven estaba asociada a sus enemigos? ¿O tal vez también fue seguida, engañada, o quizá obligada a entregar el preciado documento?
»Nos dispusimos a buscarla, cosa que resultó en extremo difícil. Su nombre era Jane Finn y aparecía en la lista de supervivientes, pero es como si se hubiera desvanecido en el aire. Sus antecedentes nos han ayudado muy poco. Era huérfana y había sido maestra de párvulos en una escuela del Oeste de Estados Unidos. Se le había expedido un visado para París, donde iba a trabajar en un hospital. Se había ofrecido voluntaria y, después de cumplir los trámites de rigor, fue aceptada. Como aparecía en la lista de supervivientes del Lusitania, en el hospital se extrañaron mucho de que no se presentara, ni supieran de ella.
»Pues bien, se hizo todo lo posible por encontrarla, pero todo fue en vano. Le seguimos la pista a través de Irlanda, pero la perdimos en el momento en que pisó Inglaterra.
»Nadie ha utilizado el documento, como hubieran podido hacer con toda facilidad y, por tanto, llegamos a la conclusión de que Danvers, después de todo, lo habría destruido. La guerra entró en otra fase, el aspecto diplomático cambió y el tratado no volvió a mencionarse nunca. Los rumores de su existencia fueron desmentidos. La desaparición de Jane Finn cayó en el olvido y el asunto quedó archivado.
Carter hizo una pausa y Tuppence intervino, impaciente:
—¿Por qué ha vuelto a surgir ahora? La guerra ha terminado.
En el rostro de Carter apareció una expresión de alerta.
—Porque parece ser que el documento no fue destruido y podría reaparecer en la actualidad con una nueva y fatal importancia.
Tuppence le miró asombrada y Carter asintió.
—Sí, cinco años atrás ese tratado era un arma en nuestras manos; hoy se ha vuelto contra nosotros. Fue una equivocación enorme. Si se hiciera público, podría significar un desastre y posiblemente otra guerra. Y esta vez no contra Alemania. Es una posibilidad extrema y yo no creo en ella, pero ese documento implica, sin duda alguna, a un buen número de nuestros hombres de Estado que no pueden ser desacreditados en estos momentos. Como propaganda para los laboristas sería irresistible y, en mi opinión, un gobierno laborista en este momento sería una desgracia para el comercio británico, pero eso es una minucia comparado con el verdadero peligro.