El misterioso Sr Brown (22 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: El misterioso Sr Brown
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¿Y si la encontraban muerta, asesinada por la mano del señor Brown?

Al minuto siguiente se reía de sus fantasías. El doctor abrió la puerta de una habitación. En la cama blanca yacía una muchacha con la cabeza vendada. En cierto modo parecía una escena irreal y daba la impresión de haber sido escenificada a la perfección.

La muchacha miró a cada uno de los recién llegados con sus grandes ojos ausentes. Sir James habló primero.

—Señorita Finn —le dijo—, este es su primo, el señor Julius P. Hersheimmer.

Un ligero rubor coloreó el rostro de la joven, mientras Julius se adelantaba para estrecharle la mano.

—¿Cómo estás, prima Jane? —dijo en tono alegre.

Pero Tommy captó el temblor de su voz.

—¿Eres tú realmente el hijo de tío Hiram? —le preguntó.

Su voz, con el cálido acento del Oeste, tenía un matiz casi emocionante y a Tommy le resultó vagamente familiar, aunque lo consideró imposible.

—Pues claro.

—Solíamos leer cosas de tío Hiram en los periódicos —continuó la muchacha con su voz grave—. Pero nunca pensé que llegaría a conocerte. Mi madre se figuraba que tío Hiram nunca haría las paces con ella.

—El viejo era así —admitió Julius—. Pero creo que la nueva generación es distinta. No sirven de nada las peleas familiares. Lo primero en que pensé, al terminar la guerra, fue en venir a buscarte.

El rostro de la joven se ensombreció.

—Me han estado contando cosas... cosas terribles: que he perdido la memoria y que hay años que no recordaré nunca, años de mi vida perdidos.

—¿No te diste cuenta?

—Pues no. Me parece como si no hubiese pasado nada desde que subimos a los botes. ¡Lo veo como si estuviera sucediendo ahora!

Cerró los ojos con un estremecimiento.

Julius miró a sir James, que hizo un gesto de asentimiento.

—No te atormentes más. No vale la pena. Ahora escucha, Jane, hay algo que quiero que me digas. A bordo iba un hombre que era portador de un documento importante y los grandes personajes de este país dicen que te lo entregó a ti. ¿Es cierto?

La muchacha vacilaba, mirando ora a uno, ora a otro.

Julius comprendió.

—El señor Beresford está autorizado por el gobierno británico para devolver este documento a su país. Sir James Peel Edgerton es miembro del Parlamento inglés y podría ser un cargo del gabinete si quisiera. Gracias a él hemos conseguido dar al fin contigo. De modo que puedes contarnos toda la historia. ¿Te dio Danvers los papeles?

—Sí. Dijo que yo tenía más posibilidades de salvarme, ya que primero embarcaban las mujeres y los niños.

—Lo que habíamos imaginado —dijo sir James.

—Dijo que eran muy importantes, que podrían hacer que todo cambiara para los aliados. Pero si ha pasado tanto tiempo y la guerra ha terminado, ¿qué puede importar ahora?

—Imagino que la historia se repite, Jane. Primero se armó un gran alboroto y se lamentó la pérdida de esos papeles, pero luego eso se fue apaciguando. Ahora ha vuelto al surgir de nuevo toda esa cuestión por distintas razones. Entonces, ¿puedes entregárnoslos enseguida?

—No puedo.

—¿Qué?

—No los tengo.

—¿Que tú no los tienes? —Julius recalcó las palabras.

—No. Los escondí.

—¿Los escondiste?

—Sí. Estaba intranquila. Me parecía que me vigilaban, me asusté muchísimo —Se llevó la mano a la cabeza—. Es casi lo último que recuerdo antes de despertarme en el hospital.

—Continúe —dijo sir James—. ¿Qué es lo que recuerda?

Jane se volvió hacia él, obediente.

—Estaba en Holyhead. Vine por ahí, pero no recuerdo por qué.

—Eso no importa. Continúe.

—Me escurrí entre la confusión del muelle. Nadie me vio. Tomé un taxi y le dije al conductor que me llevara fuera de la población. Cuando llegamos a la carretera, miré si nos seguía algún coche, pero no era así. Vi un camino al otro lado de la carretera y le dije al taxista que esperara.

Hizo una pausa y continuó:

—El camino llevaba al acantilado y bajaba hasta el mar entre grandes arbustos amarillentos que eran como llamas doradas. Miré a mi alrededor. No se veía ni un alma y precisamente a la altura de mi cabeza había un hueco en la roca bastante pequeño. Solo me cabía la mano, pero era profundo. Cogí el envoltorio impermeable que llevaba colgando del cuello y lo introduje lo más adentro que me fue posible. Luego arranqué unos matojos... ¡cómo pinchaban!, pero cubrían el agujero tan bien que nadie hubiera imaginado que allí había una cavidad. Entonces grabé en mi memoria aquel lugar para que me fuera posible volver a encontrarlo. Precisamente había una piedra muy curiosa que parecía un perro sentado pidiendo limosna.

»Luego regresé a la carretera donde me aguardaba el taxi y, una vez de regreso, cogí el tren algo avergonzada por mi exceso de imaginación; pero poco a poco vi que un hombre sentado ante mí guiñaba un ojo a una mujer, que estaba sentado a mi lado, y volví a sentirme asustada y me alegré de haber puesto a salvo los papeles. Salí al pasillo a tomar un poco de aire y con la idea de trasladarme a otro vagón. Pero aquella mujer me llamó diciéndome que se me había caído no sé qué y, cuando me agaché para mirar, algo me golpeó aquí.

Señaló con la mano la parte posterior de su cabeza.

Hubo una pausa.

—Gracias, señorita Finn —manifestó sir James—. Espero que no la hayamos cansado demasiado.

—¡Oh! No tiene importancia. Me duele un poco la cabeza, pero por lo menos me encuentro bien.

Julius, adelantándose, volvió a estrecharle la mano.

—Hasta la vista, prima Jane. Voy a estar ocupado hasta que encuentre esos papeles, pero volveré en un abrir y cerrar de ojos, y haré que pases la temporada más divertida de tu vida en Londres antes de que regresemos a Estados Unidos. Te lo prometo, de modo que date prisa en ponerte buena.

Capítulo XX
-
Demasiado tarde

En la calle sostuvieron una especie de consejo de guerra. Sir James había sacado un reloj de su bolsillo.

—El tren que enlaza con el transbordador que va a Holyhead se detiene en Chester a las doce y catorce. Si se marchan enseguida, creo que podrán alcanzarlo.

Tommy lo miró extrañado.

—¿Es necesaria tanta prisa, señor? Hoy solo es día veinticuatro.

—Creo que siempre es conveniente madrugar —dijo Hersheimmer antes de que el abogado tuviera tiempo de replicar—. Iremos enseguida a tomar el tren.

Sir James frunció ligeramente el entrecejo.

—Ojalá pudiera acompañarlos. Pero tengo que hablar en una reunión a las dos. Es una lástima.

Era evidente su contrariedad, así como la satisfacción de Julius al verse libre de su compañía.

—Creo que no se trata de nada complicado —observó—. Solo de jugar al escondite.

—Eso espero —replicó sir James.

—Seguro. ¿Qué otra cosa iba a ser si no?

—Es usted muy joven todavía, señor Hersheimmer. Cuando llegue a mi edad, es probable que haya usted aprendido una lección: «Nunca desprecies a tu enemigo».

La gravedad de su tono impresionó a Tommy, aunque causó poco efecto en Julius.

—¡Usted cree que el señor Brown va a venir a meter las narices! Si lo hace, me encontrará preparado —Se palpó el bolsillo—. Llevo revólver. La pequeña Willie va conmigo a todas partes —Sacó una automática que acarició con cariño antes de devolverla a su sitio—. Pero esta vez no voy a necesitarla. No hay nadie que pueda avisar al señor Brown.

El abogado se alzó de hombros.

—Nadie podía avisar al señor Brown de que la señora Vandemeyer iba a traicionarlo y, sin embargo, la señora Vandemeyer murió sin decir ni una palabra.

Julius guardó silencio y sir James añadió:

—Solo quiero ponerles en guardia. Adiós y buena suerte. No corran riesgos innecesarios una vez tengan el documento en su poder. Si tienen algún motivo para creer que los han seguido, destrúyanlo en el acto. Les deseo buena suerte. Ahora la partida está en sus manos.

Les estrechó la mano a los dos.

Diez minutos más tarde los dos jóvenes se hallaban sentados en un compartimiento de primera clase en route para Chester.

Durante un buen rato no habló ninguno y, cuando al fin Julius rompió el silencio, fue con un comentario totalmente inesperado.

—Oiga —observó pensativo—, ¿alguna vez se ha enamorado usted como un tonto de una chica?

Tommy, tras reponerse de su asombro, se esforzó en recordar.

—No sabría decirlo. Por lo menos ahora no lo recuerdo. ¿Por qué?

—Porque durante los dos últimos meses, me he convertido en un sentimental por culpa de Jane. Desde el primer momento en que vi su fotografía, el corazón me dio todos esos vuelcos de que hablan en las novelas. Me avergüenza confesarlo, pero vine decidido a encontrarla y convertirla en la esposa de Julius P. Hersheimmer.

—¡Oh! —exclamó Tommy, asombrado.

Julius continuó refiriendo la cuestión con notoria brusquedad:

—¡Eso demuestra lo tonto que puede llegar a ser uno! ¡Una sola mirada a una chica de carne y hueso, y me he curado!

—¡Oh! —exclamó Tommy de nuevo al no saber qué decir sobre la cuestión.

—No es que desprecie a Jane —continuó el otro—. Es una muchacha encantadora y capaz de enamorar a cualquiera.

—La encuentro muy atractiva —dijo Tommy recobrando al fin el habla.

—Claro que lo es. Pero no se parece en nada a la fotografía. Bueno, en cierto sentido sí, puesto que la reconocí enseguida. De haberla visto en medio de una multitud, hubiese dicho sin dudar: «Esa cara la conozco». Pero había un algo en la foto —Julius exhaló un largo y significativo suspiro—. ¡El amor es algo muy extraño!

—Debe serlo —dijo Tommy con frialdad—, cuando usted, estando enamorado de esa muchacha, pide a otra en matrimonio en menos de quince días.

Julius tuvo el pudor de ruborizarse.

—Pues verá, tuve una especie de presentimiento y creí que nunca lograría encontrar a Jane y, de todas formas, fue una tontería creerme enamorado de ella. Y luego... ¡Oh, bueno! Los franceses, por ejemplo, ven las cosas de un modo mucho más sencillo. Consideran que el amor y el matrimonio son cosas distintas.

Tommy enrojeció.

—¡Bueno, que me ahorquen! ¡Si eso es lo...!

Julius se apresuró a interrumpirlo.

—Escuche, no se precipite. No quise decir lo que usted ha entendido. Los norteamericanos tenemos una moral mucho más elevada que ustedes. Lo que he querido decir es que los franceses ven el matrimonio por el lado comercial, buscan una persona que les convenga, miran la cuestión económica y lo consideran con espíritu práctico.

—En mi opinión —replicó Tommy—, hoy en día somos demasiado materialistas. Siempre decimos: ¿me conviene? Los hombres somos bastante malos y las mujeres peores todavía.

—Cálmese, hombre. No se acalore.

—Pues lo estoy.

Julius, al contemplarle, decidió que lo mejor era no decir nada.

No obstante, Tommy tuvo tiempo de calmarse antes de llegar a Holyhead y, cuando llegaron a su destino, su alegre sonrisa había vuelto a su rostro.

Tras hacer un par de preguntas y con la ayuda de un mapa, decidieron el rumbo a seguir y, sin más dilación, tomaron un taxi que los condujo a la carretera que lleva a Treaddur Bay. Dijeron al conductor que fuera despacio y vigilaron con suma atención el recorrido, buscando el camino. Lo encontraron poco después de dejar la ciudad y Tommy hizo detener el taxi, preguntando en tono casual si ¡levaba hasta el mar. Al oír la respuesta afirmativa, lo despidió después de pagar el importe del viaje.

Momentos después, el coche regresaba lentamente a Holyhead. Tommy y Julius, tras perderlo de vista en un recodo, echaron a andar por el estrecho sendero.

—Supongo que será este —dijo Tommy sin convicción—. Debe de haber muchísimos parecidos por los alrededores.

—Seguro. Mire estos arbustos. ¿Recuerda lo que dijo Jane?

Tommy contempló los arbustos cuajados de florecillas doradas que bordeaban el camino y se convenció.

Bajaron el terraplén uno detrás del otro. Julius iba delante.

En dos ocasiones, Tommy volvió la cabeza intranquilo.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Julius.

—No lo sé. Debe de ser el viento. Pero tengo la impresión de que alguien nos sigue.

—No es posible —replicó Julius—. Lo hubiéramos visto.

Tommy tuvo que admitir que era cierto. Sin embargo, su inquietud se acentuó y, a pesar suyo, creía en el poder del enemigo.

—Casi preferiría que viniera ese individuo —comentó Julius, palpando su bolsillo—. ¡La pequeña Willie está deseando hacer ejercicio!

—¿Siempre la lleva consigo? —preguntó Beresford en voz alta, manifestando profunda extrañeza y evidente curiosidad.

—Casi siempre. Nunca se sabe lo que puede ocurrir.

Tommy guardó un respetuoso silencio. Se sentía impresionado por la pequeña Willie, que al parecer suprimía la amenaza del señor Brown.

El camino corría al lado del acantilado, paralelo al mar. De pronto Julius se detuvo tan bruscamente que Tommy tropezó con él.

—¿Qué ocurre? —quiso saber.

—Mire ahí. ¡Ahora ya no caben dudas!

Tommy miró donde le indicaba. En mitad del camino, casi bloqueando el paso, había una piedra que ciertamente recordaba la silueta de un perro mendigando.

—Bien —replicó Tommy sin participar del entusiasmo de Julius—, es lo que esperábamos, ¿no?

Julius lo miró con pesar y meneó la cabeza.

—¡La flema británica! Claro que lo esperábamos, pero de todas formas, me emociona verlo ahí, donde pensábamos encontrarlo.

Tommy, cuya calma era más aparente que real, golpeó el suelo con el pie.

—Siga. ¿Y el agujero?

Registraron el acantilado y Tommy dijo estúpidamente:

—Los matojos habrán desaparecido después de tanto tiempo.

—Supongo que tiene usted razón —replicó Julius con solemnidad.

De repente, Beresford señaló con mano temblorosa cierto punto.

—¿Esa cavidad de ahí?

—Esa es, seguro —dijo Julius con la voz alterada.

Se miraron.

—Cuando estuve en Francia —dijo Tommy—, siempre que mi asistente se olvidaba de llamarme, decía que había perdido la cabeza. Yo nunca lo creí, pero ahora comprendo que existe esa sensación. ¡Ahora la siento con mucha intensidad!

Miró a la roca con una especie de pasión arrebatadora.

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