Read El misterioso Sr Brown Online
Authors: Agatha Christie
Acercó una silla y la muchacha se dirigió a la puerta.
—Espere un momento. Hay muchísimas cosas que quisiera preguntarle, Annette. ¿Qué hace usted en esta casa? No me diga que es la sobrina o la hija de Conrad, porque no podré creerlo.
—Soy la doncella, monsieur. No soy pariente de nadie.
—Ya. Sabe de sobras lo que acabo de preguntarle. ¿Ha oído alguna vez ese nombre?
—Creo que he oído hablar alguna vez de Jane Finn.
—¿No sabe dónde está?
Annette meneó la cabeza.
—¿No está en esta casa, por casualidad?
—¡Oh, no, monsieur! Ahora debo marcharme, me están esperando.
Salió a toda prisa y cerró con llave.
—Me pregunto quiénes la estarán esperando —musitó el joven mientras devoraba el pan—. Con un poquitín de suerte esa chica podría ayudarme a salir de aquí. No parece de la banda.
A la una, Annette reapareció con otra bandeja, pero esta vez acompañada de Conrad.
—Buenos días —dijo Tommy en tono amistoso—. Ya veo que no ha utilizado el jabón.
Conrad lanzó un gruñido amenazador.
—El mundo está mal repartido, ¿verdad, viejo? Vaya, vaya, no siempre consigue uno ser inteligente y además ser bien parecido. ¿Qué tenemos para comer? ¿Estofado? ¿Que cómo lo sé? Elemental, mi querido Watson, su aroma es inconfundible.
—Hable cuanto quiera —gruñó el hombre—. Es muy probable que le quede poco tiempo para hacerlo.
El comentario era desagradable por lo que daba a entender, pero Tommy no hizo caso y se sentó a la mesa.
—Retírese, lacayo —dijo con un gesto—. Y no hable con sus superiores.
Aquella tarde, Tommy, sentado en la cama, meditó profundamente. ¿Volvería Conrad a acompañar a la muchacha? En caso contrario, ¿se arriesgaría a tratar de convertirla en su aliada? Decidió no dejar piedra por remover. Su situación era desesperada.
A las ocho, el sonido familiar de la llave le hizo ponerse en pie de un salto. La muchacha entró sola.
—Cierre la puerta —le ordenó—. Quiero hablar con usted.
Ella obedeció.
—Escúcheme, Annette, quiero que me ayude a salir de aquí.
—¡Imposible! Hay tres hombres en el piso de abajo.
—¡Oh! —Tommy le agradeció secretamente la información—. Pero ¿me ayudaría si pudiera?
—No, monsieur.
—¿Por qué no?
La muchacha vacilaba.
—Me temo que... son los míos. Usted los ha espiado. Hacen bien en tenerlo encerrado aquí.
—Son un hatajo de malvados, Annette. Si me ayudara, yo la libraría de ellos y probablemente ganaría un buen montón de dinero.
Pero la joven se limitó a menear la cabeza.
—No me atrevo, monsieur, les tengo miedo.
Se volvió para marcharse.
—¿No haría nada por ayudar a otra joven? —exclamó Beresford—. Tiene su misma edad. ¿No la salvaría de sus secuestradores.
—¿Se refiere a Jane Finn?
—Sí.
—¿Es a ella a quién vino a buscar?
—Sí.
La muchacha lo miró y luego se pasó la mano por la frente.
—Jane Finn. Siempre oigo ese nombre y me resulta familiar.
—Probablemente debe saber algo de ella.
La muchacha se alejó con un movimiento brusco.
—No sé nada, solo el nombre.
Fue hasta la puerta y de pronto lanzó un grito.
Tommy se sobresaltó. Había visto el cuadro que él descolgara la noche anterior y, por un momento, sus ojos lo miraron aterrorizados. Luego, cuando hubo recobrado su expresión habitual se marchó sin que Tommy pudiera impedírselo. ¿Es que acaso imaginó que había intentado atacarla? No. Volvió a colgar el cuadro muy pensativo.
Transcurrieron tres días más en aquella terrible inactividad. Tommy sentía que aquella tensión iba haciendo mella en sus nervios. No veía más que a Conrad y Annette. Pero la muchacha había enmudecido. Solo le hablaba en monosílabos y sus ojos lo miraban con recelo. El muchacho era consciente de que, si continuaba mucho tiempo en aquel encierro, terminaría por volverse loco. Supo por Conrad que esperaban órdenes del señor Brown. Tommy pensó que tal vez estuviera en el extranjero o se hubiese ausentado de Londres y se vieran obligados a esperar su regreso.
Pero en la noche del tercer día tuvo un rudo despertar.
Eran apenas las siete cuando oyó ruido de pasos en el pasillo. Al minuto siguiente se abrió la puerta y entró Conrad acompañado del Número Catorce. A Tommy se le paró el corazón al verlos.
—Buenas noches —dijo aquel hombre—. ¿Tiene la cuerda, camarada?
El silencioso Conrad sacó una cuerda larga y muy delgada, y el Número Catorce empezó a atarle de pies y manos.
—¿Qué diablos...? —empezó a decir Tommy.
La lenta y macabra sonrisa de Conrad le heló las palabras en los labios.
El Número Catorce concluyó su tarea y Tommy quedó hecho un paquete y sin poder moverse. Al fin, Conrad habló.
—Creíste habernos engañado, ¿verdad? Con lo que sabías y lo que no sabías. ¡Haciendo tratos! ¡Y todo eran baladronadas! Sabes menos que un gatito. Pero ahora te hemos descubierto, cerdo.
Tommy guardó silencio. ¿Qué podía decir? Había fracasado. De una manera u otra el omnipotente señor Brown había adivinado sus falsedades. De pronto tuvo una idea.
—Un bonito discurso, Conrad —dijo en tono de aprobación—. Pero ¿para qué tantos rodeos? ¿Por qué no deja que este caballero me corte el cuello sin más tardanza?
—Se lo diré —dijo el Número Catorce inopinadamente—. ¿Cree que somos tan estúpidos como para deshacernos de usted aquí y que la policía venga a meter las narices? Hemos pedido el carruaje de su señoría para mañana por la mañana, pero entretanto no queremos correr riesgos, ¿comprende?
—Está clarísimo. Y tiene tan mal aspecto como su rostro.
—No se mueva —le ordenó el Número Catorce.
—Con mucho gusto. Pero sepa que está cometiendo un grave error. En definitiva, será usted quien perderá.
—No volverá a engañarnos —dijo el Número Catorce—. Habla como si todavía estuviera en el Ritz.
Tommy no contestó, preocupado en imaginar cómo el señor Brown había descubierto su identidad. Al fin decidió que Tuppence, presa de la ansiedad, habría acudido a la policía, haciéndose pública su desaparición, y la banda había atado cabos enseguida.
Los dos hombres habían cerrado la puerta. Tommy quedó a solas con sus pensamientos, muy poco agradables, por cierto. Sus miembros se iban entumeciendo y no veía la menor esperanza por ningún lado.
Había transcurrido cosa de una hora cuando oyó girar la llave lentamente y la puerta se abrió. Era Annette.
A Tommy el corazón empezó a latirle más deprisa. Se había olvidado de la muchacha. ¿Era posible que acudiera en su ayuda?
De pronto se oyó la voz de Conrad.
—Sal de ahí, Annette. Hoy no quiere cenar.
—Oui, oui, je sais bien. Pero tengo que recoger la otra bandeja. Necesitamos los platos.
—Bien, date prisa —gruñó Conrad.
Sin mirar a Tommy, la muchacha se inclinó sobre la mesa para recoger la bandeja y luego apagó la luz.
—¡Maldita seas! —Conrad se llegó hasta la puerta—. ¿Por qué la apagas?
—Siempre la apago. Debiera habérmelo dicho. ¿Vuelvo a encenderla, monsieur Conrad?
—No, sal de ahí ya.
—Le beau petit monsieur —exclamó Annette, deteniéndose junto a la cama en la oscuridad—. ¿Le han atado bien, hein? ¡Está como un pollo relleno!
El franco regocijo de su rostro sorprendió al muchacho, que en aquel preciso momento notó que una mano palpaba su brazo hasta depositar un objeto pequeño y frío en la palma de su mano.
—Vamos, Annette.
—Mais me voila.
Se cerró la puerta y Tommy oyó a Conrad que decía:
—Cierra y dame la llave.
Los pasos se fueron alejando. Tommy permaneció como petrificado por el asombro. El objeto que Annette deslizara en su mano era un pequeño cortaplumas con la hoja abierta. Por el modo en que evitó mirarlo y el hecho de haber apagado la luz, llegó a la conclusión de que la habitación estaba vigilada. Debía de haber alguna mirilla en las paredes. Al recordar su comportamiento, comprendió que probablemente estuvieron observándolo todo el tiempo.
¿Habría dicho algo que lo delatara? Reveló su deseo de escapar y de encontrar a Jane Finn, pero nada que les pudiera dar una pista sobre su identidad. Cierto que su pregunta a Annette probaba que no conocía en persona a Jane Finn, pero él nunca pretendió lo contrario. Ahora la cuestión era, ¿sabría Annette más de lo que quiso confesar? ¿Acaso sus negativas fueron intencionadas para despistar a los que escuchaban? Al llegar a este punto no supo qué conclusión sacar.
Pero había una cuestión vital que borraba todas las demás. ¿Conseguiría, atado como estaba, cortar las ligaduras? Con muchas precauciones intentó frotar la hoja de la navaja contra la cuerda que rodeaba sus muñecas.
Era bastante difícil y lanzó una queja de dolor cuando la hoja cortó su carne. Pero, poco a poco, a costa de diversas lesiones, consiguió cortar la cuerda. Con las manos libres, el resto fue fácil.
Cinco minutos más tarde se puso en pie con alguna dificultad debido al entumecimiento de sus miembros. Lo primero que hizo fue vendar sus muñecas y luego se sentó a la mesa para pensar. Conrad se había llevado la llave, de modo que no podía esperar más ayuda de Annette. La única salida de aquella habitación era la puerta; en consecuencia, solo le cabía esperar que los dos hombres volvieran a buscarle, pero cuando lo hicieran... ¡Tommy sonrió! Moviéndose con infinitas precauciones en la oscuridad, encontró y descolgó el cuadro famoso. Sintió un inmenso placer de no haberlo desperdiciado con el primer plan. No le quedaba más que esperar y eso hizo.
La noche fue transcurriendo lentamente. Tommy vivió unas horas que le parecieron eternas, pero al fin oyó ruido de pasos. Alzó los brazos, contuvo el aliento y sujetó el cuadro con fuerza.
La puerta se abrió, dejando entrar una tenue claridad. Conrad fue directo hacia la luz de gas para encenderla. Tommy lamentó que fuese él quien entrase primero. Hubiera sido un placer acabar con él. Lo siguió el Número Catorce y, cuando pisó el interior de la habitación, Tommy dejó caer el cuadro sobre su cabeza con todas sus fuerzas. El Número Catorce se desplomó entre un estrépito de cristales rotos. Un segundo después Tommy había salido.
La llave estaba en la cerradura y cerró cuando ya Conrad se abalanzaba sobre la puerta con una salva de maldiciones.
Tommy vaciló un instante. Alguien se movía abajo y la voz del alemán llegó a sus oídos.
—Gott im Himmel! Conrad, ¿qué ha sido eso?
Tommy sintió que lo cogían de la mano. Annette estaba a su lado indicándole una escalerilla destartalada que al parecer llevaba a un desván.
—¡Subamos, deprisa!
Lo arrastró escaleras arriba. Momentos después se encontraban en un desván polvoriento lleno de maderas. Tommy miró a su alrededor.
—Esto no nos servirá de nada. Es una trampa. No hay escape posible.
—¡Silencio! Espere.
La muchacha se llevó un dedo a los labios y, agachándose junto a la escalerilla, se puso a escuchar.
Los golpes que daban en la puerta eran terribles. El alemán y otro individuo trataban de echarla abajo. Annette le explicó en un susurro:
—Creerán que todavía está usted dentro. No pueden entender lo que les dice Conrad. La puerta es demasiado maciza.
—Yo creí que podían oír lo que ocurría en la habitación.
—Hay una mirilla en la habitación de al lado. Fue usted muy inteligente al suponerlo. Pero no se acordarán. Ahora únicamente lo que pretenden es derribar la puerta y entrar.
—Sí, pero mire aquí.
—Déjeme hacer a mí.
Se inclinó y, ante su asombro, Tommy vio que estaba atando el extremo de un cordel largo al asa de un cántaro. Lo hizo con sumo cuidado y luego se volvió al joven.
—¿Tiene la llave de la puerta?
—Sí.
—Démela.
Se la entregó.
—Voy a bajar. ¿Cree que podrá deslizarse detrás de la escalera de modo que no lo vean?
Tommy asintió.
—Hay un gran armario en la penumbra del descansillo. Escóndase detrás. Coja el extremo de este cordel y cuando yo haya sacado a los otros tire de él.
Antes de que tuviera tiempo de preguntarle nada más, se había deslizado por la escalerilla y se plantaba en medio del grupo con una gran exclamación.
—Mon Dieu! Mon Dieu! Qu'est-ce qu'il y a?
El alemán se volvió a ella con una maldición.
Con sumo cuidado, Tommy se deslizó por detrás de la escalerilla. Mientras ellos no se volvieran todo iría bien. Se metió detrás del armario. Ellos estaban entre él y la escalera.
—¡Ah! —Annette simuló agacharse para recoger algo del suelo—. Mon Dieu, voila la clef!
El alemán se la arrebató para abrir la puerta y Conrad salió lanzando juramentos.
—¿Dónde está? ¿Lo habéis cogido?
—No hemos visto a nadie —dijo el alemán, palideciendo—. ¿A quién te refieres?
Conrad soltó otra maldición.
—Se ha escapado.
—Imposible, lo hubiéramos visto.
En aquel momento, Tommy, sonriendo, tiró del cordel. En el desván se oyó gran estrépito de cacharros rotos. En un periquete los tres hombres subieron por la escalerilla y desaparecieron en la oscuridad.
Rápido como el rayo, Tommy salió de su escondite y bajó la escalera a todo correr, llevándose a la muchacha. En el recibidor no había nadie. Descorrió cerrojos y cadenas hasta que la puerta se abrió al fin. Se volvió, pero Annette había desaparecido.
Tommy se quedó de una pieza. ¿Es que habría vuelto a subir? ¿Qué locura se había apoderado de ella? Ardía de impaciencia pero no dio un paso. No se iría sin ella.
De pronto oyó grandes gritos, una maldición del alemán y luego la voz clara de Annette exclamando:
—Ma foi! ¡Se ha escapado! ¡Y muy deprisa! ¿Quién lo hubiera pensado?
El joven seguía inmóvil. ¿Era una orden para que se marchara? Así lo imaginó. Y luego, con voz aún más alta, llegaron hasta él las palabras:
—Esta casa es horrible. Quiero volver con Marguerite. Con Marguerite. ¡Con Marguerite!
Tommy había vuelto junto al pie de la escalera. ¿Es que acaso deseaba que la dejase? Pero ¿por qué? A toda costa debía intentar llevársela de allí. En aquel momento se le paralizó el corazón. Conrad comenzaba a bajar la escalera y lanzó un grito terrible al verlo. Tras él siguieron los otros.