El misterioso Sr Brown (19 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: El misterioso Sr Brown
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Tommy detuvo la carrera de Conrad con un buen directo que le alcanzó en plena mandíbula y lo hizo caer como un saco. El segundo hombre tropezó con él y cayó a su vez. Desde lo alto de la escalera partió un disparo y la bala rozó la oreja de Tommy, haciéndole comprender que si quería conservar la vida era conveniente salir de la casa lo antes posible. En cuanto a Annette no podía hacer nada. Se había librado de Conrad, lo cual era una satisfacción, y el directo fue muy bueno.

Corrió hacia la puerta, salió y la cerró de un golpe. La plaza estaba desierta y, ante la casa, había una camioneta de reparto. Sin duda habían pensado sacarle de Londres en aquel vehículo y, de ese modo, su cadáver hubiera aparecido a muchas millas de la casa del Soho. El chófer saltó a la acera, tratando de cerrarle el paso y de nuevo Tommy hizo uso de sus puños y el hombre se desplomó sobre el pavimento.

Tommy puso pies en polvorosa, aunque no demasiado deprisa. La puerta de la casa acababa de abrirse y una ráfaga de balas le siguió. Por suerte ninguna hizo blanco y logró doblar la esquina de la plaza.

No pueden seguir disparando, pensó Tommy. Si lo hacen acudirá la policía. No comprendo cómo se han atrevido.

Oía los pasos de sus perseguidores a sus espaldas y aumentó la velocidad. Una vez hubiera conseguido salir de aquellas callejuelas estaría a salvo. Tenía que haber un policía en alguna parte. No es que en realidad deseara su ayuda, de ser posible debería evitarlo, pues hubiera sido necesario darle demasiadas explicaciones. Un segundo después tenía motivos para bendecir su suerte. Tropezó contra una figura acostada en el suelo que, tras lanzar un grito de alarma, echó a correr calle abajo. Tommy se refugió en el quicio de una puerta y tuvo el placer de ver a sus perseguidores, uno de los cuales era el alemán, continuar corriendo tras el señuelo.

Tommy se sentó en un escalón para descansar y recobrar el aliento. Luego echó a andar con tranquilidad en dirección contraria. Miró su reloj. Era un poco más de las cinco y media y estaba amaneciendo a toda prisa. Al llegar a la esquina, pasó ante un policía que lo miró receloso. Tommy se sintió ligeramente ofendido y, luego, pasándose la mano por la cara se echó a reír. ¡No se había lavado ni afeitado por espacio de tres días! ¡Qué aspecto debía de tener! Sin más tardanza se dirigió a un establecimiento de baños turcos que permanecía abierto toda la noche y, al volver a salir a la calle, se sintió el mismo de siempre, dispuesto a hacer proyectos.

Lo primero era comer, ya que no había probado bocado desde el día anterior. Entró en uno de los almacenes de la cadena ABC y pidió unos huevos con beicon y café. Mientras comía leyó el periódico de la mañana. De pronto contuvo la respiración. Había un artículo muy extenso sobre Kramenin, a quien describían como «el hombre que en Rusia respaldaba el bolchevismo» y que acababa de llegar a Londres como enviado extraoficial, según se creía. Esbozaban ligeramente su carrera afirmando que él, y no los renombrados cabecillas, había sido el verdadero promotor de la Revolución rusa.

En el centro de la página aparecía su retrato.

—De modo que este es el Número Uno —dijo Tommy con la boca llena—. No cabe la menor duda, debo darme prisa.

Pagó el desayuno y se fue a Whitehall. Allí dio su nombre y dijo que traía un mensaje urgente. Pocos minutos después se hallaba en presencia del hombre que no era conocido en Whitehall como «señor Carter» y que le miró con el entrecejo fruncido.

—Escuche, no tiene derecho a venir aquí a verme como lo ha hecho. Creí que lo había dejado bien sentado.

—Así fue, señor. Pero me pareció que era importante no perder ni un minuto.

Tan brevemente como le fue posible le relató las experiencias vividas en los últimos días.

A mitad de su relato, Carter lo interrumpió para dar unas órdenes por teléfono. De su rostro había desaparecido toda muestra de disgusto y asintió en señal de aprobación cuando Tommy acabó el relato.

—Muy bien. Tenía usted razón. Cada minuto es precioso. De todos modos temo que lleguemos demasiado tarde. Ellos no aguardarán y levantarán el vuelo enseguida. No obstante, quizá dejen algún rastro que nos sirva de pista, ¿Dice usted que ha reconocido al Número Uno y que es Kramenin? Eso es importante. Necesitamos alguna prueba contra él para evitar que el gabinete caiga limpiamente en sus redes. ¿Y qué me dice de los otros? ¿Dice que dos de ellos le eran familiares? ¿Cree que uno es laborista? Mire estas fotografías y vea si puede identificarlo.

Un minuto más tarde Tommy levantaba una fotografía y Carter demostró cierta sorpresa.

—¡Ah, Westway! Debería haber sospechado. Y en cuanto al otro individuo, creo que sé quién es —Y le tendió una fotografía que, al verla, le hizo lanzar una exclamación—. Entonces tenía razón. ¿Quién es? Irlandés. Un prominente miembro del Parlamento. Claro que solo eran suposiciones. Lo sospechábamos, pero no lográbamos conseguir pruebas. Sí, se ha portado usted muy bien, jovencito. Usted dice que el veintinueve es la fecha señalada. Eso nos deja muy poco tiempo... muy poco.

—Pero... —Tommy vacilaba.

Carter adivinó sus pensamientos.

—Podemos contener la amenaza de huelga general. Nos dará mucho trabajo, pero es nuestra oportunidad. Si ese convenio aparece, estamos perdidos. Inglaterra se precipitará en la anarquía. Ah, ¿qué hay? ¿El coche? Vamos, Beresford, iremos a echar un vistazo a esa casa.

Dos agentes estaban de guardia ante la casa del Soho y un inspector fue a informar a Carter en voz baja.

Este último se volvió a Tommy.

—Los pájaros han volado como pensábamos. Será mejor que entremos.

Al recorrer la casa desierta, Tommy creyó estar viviendo un sueño. Todo estaba igual que antes: la habitación donde lo encerraron con las pinturas descoloridas, el cántaro roto en el ático y la sala de reuniones con su larga mesa. Pero ahora no se veía ni rastro de papeles. Todos habían sido destruidos o se los llevaron al abandonar la casa. Tampoco encontraron a Annette.

—Lo que me ha dicho de esa muchacha me ha intrigado —dijo Carter—. ¿Usted cree que volvió con ellos deliberadamente?

—Eso me pareció, señor. Echó a correr escaleras arriba mientras yo abría la puerta.

—¡Hum! Entonces debe pertenecer a la banda pero, siendo una mujer, no debió de agradarle ver morir a un hombre tan joven. Sin duda es de la banda o de otro modo no hubiera vuelto con ellos.

—Me cuesta creer que esté de su lado, señor. Parecía tan distinta.

—¿Atractiva, supongo? —dijo Carter con una sonrisa que hizo que Tommy enrojeciera hasta la raíz de sus cabellos.

Admitió bastante avergonzado que Annette era muy bonita.

—A propósito —preguntó Carter—. ¿Ha visto ya a la señorita Tuppence? No ha cesado de enviarme cartas hablándome de usted.

—¿Tuppence? Temía que se hubiera asustado. ¿Avisó a la policía?

Carter meneó la cabeza.

—Entonces no comprendo cómo me descubrieron.

Como Carter lo miraba extrañado, Tommy se lo explicó.

—Cierto, es bastante curioso. A menos que mencionara el Ritz, casualmente.

—Es posible, señor. Pero de todas formas algo debieron averiguar sobre mí.

—Bueno —dijo Carter mirando a su alrededor—, aquí ya no hacemos nada. ¿Qué le parece si comemos juntos?

—Muchísimas gracias, señor. Pero creo que será mejor que vaya a ver a Tuppence.

—Por supuesto. Le da recuerdos de mi parte y dígale que la próxima vez no crea que es tan fácil matarle.

Tommy sonrió.

—Escapé por los pelos, señor.

—Ya me doy cuenta —replicó Carter en tono seco—. Bien, adiós. Recuerde que ahora es un hombre marcado y debe andar con precaución.

—Gracias, señor.

Detuvo un taxi, que lo llevó al Ritz, disfrutando de antemano con la sorpresa que daría a Tuppence.

¿Qué habrá estado haciendo? Vigilando a Rita, supongo. A propósito, Annette debió de referirse a ella cuando mencionó a una tal Marguerite. Entonces no lo comprendí.

Aquel pensamiento lo entristeció un tanto, ya que parecía probar que la señora Vandemeyer y la joven se conocían bastante bien.

El taxi se detuvo ante el Ritz. Tommy entró en el sagrado vestíbulo. Pero su entusiasmo sufrió un rudo golpe. Le comunicaron que la señorita Cowley había salido un cuarto de hora antes.

Capítulo XVIII
-
Un telegrama

Tommy, contrariado, entró en el restaurante y ordenó que le sirvieran una opípara comida. Sus cuatro días de encierro le habían enseñado a apreciar el valor de los buenos alimentos.

Estaba a punto de engullir un exquisito bocado de solé a la Jeannette cuando vio entrar a Hersheimmer. Tommy le hizo señales con la carta del menú y consiguió atraer su atención. Al ver al muchacho, Julius abrió tanto sus ojos que parecían a punto de salírsele de las órbitas y, dirigiéndose hacia él, le estrechó la mano con innecesario vigor.

—¡Por todos los diablos! ¿Es usted de verdad?

—Pues claro. ¿Por qué no había de serlo?

—¿Que por qué no? Oiga, ¿es que no sabe que lo hemos dado por muerto? Creo que dentro de pocos días le hubiésemos ofrecido un solemne responso.

—¿Quién pensaba que yo había muerto? —quiso saber Tommy.

—Tuppence.

—Supongo que debió de recordar el refrán: «Todos los buenos mueren jóvenes». Pero debe quedar aún en mí algo malo para haber sobrevivido. A propósito, ¿dónde está ella?

—¿No está aquí?

—No, en conserjería me dijeron que acababa de salir hace poco.

—Habrá ido de compras. Yo la traje aquí en el coche hará cosa de una hora. Pero, oiga, ¿por qué no abandona su flema de una vez? ¿Qué diablos ha estado usted haciendo todo este tiempo?

—Si quiere que se lo cuente —replicó Tommy—, será mejor que pida alguna cosa. Va a ser una historia bastante larga.

Julius le pidió algo frugal al camarero y se sentó. Luego se volvió hacia Tommy.

—Empiece. Imagino que habrá vivido algunas aventuras.

—Una o dos —replicó Tommy con modestia, pasando a relatárselas.

Julius lo escuchaba hechizado, olvidándose de comer, y al fin exhaló un profundo suspiro.

—¡Bravo! ¡Parece una de esas novelas baratas!

—Y ahora, ¿qué me cuenta usted del frente hogareño? —dijo Tommy que alargó la mano para coger del frutero un melocotón.

—Pu... pues —tartamudeó Julius—. No tengo inconveniente en confesar que también hemos tenido nuestras aventuras.

Le tocó el turno de convertirse en narrador. Empezó por sus infructuosas pesquisas en Bournemouth; luego le habló de su regreso a Londres, la compra del coche, la creciente ansiedad de Tuppence, la visita a sir James y los sensacionales acontecimientos de la noche anterior.

—¿Quién la mató? —preguntó Beresford—. No lo comprendo.

—El doctor insinuó la posibilidad de que se hubiera suicidado —replicó en tono seco.

—¿Y sir James? ¿Qué opina?

—Además de ser una lumbrera como abogado, es una ostra humana —replicó Julius—. Yo diría que «se reserva su opinión».

Continuó relatando con detalle lo sucedido aquella mañana.

—Así que ha perdido la memoria, ¿no es eso? —dijo Tommy con interés—. Cielos, eso explica por qué me miraron tan extrañados cuando yo hablé de interrogarla. ¡Ese fue un pequeño desliz por mi parte! Pero no es algo que suceda muy a menudo.

—¿No le dieron ninguna pista sobre dónde puede estar Jane?

Tommy meneó la cabeza con pesar.

—Ni una palabra. ¿Sabe? Soy bastante tonto. Tendría que haberles sonsacado algún dato respecto a su paradero, como fuera.

—Yo creo que tiene usted suerte de poder estar aquí ahora. Consiguió engañarlos muy bien. ¡Cuando pienso en lo oportuno que estuvo, me hago cruces!

—Estaba tan apurado que tuve que pensar algo —dijo Tommy con sencillez.

Hubo unos momentos de silencio y, al cabo, Tommy volvió a referirse al tema de la muerte de Rita.

—¿No es posible que fuera otra cosa más que cloral?

—Creo que no. Por lo menos dijeron que murió de un ataque al corazón producido por una dosis excesiva de cloral. Está bien así. No queremos que nos molesten ahora abriendo una investigación. E imagino que Tuppence, e incluso el orgulloso sir James, han tenido la misma idea.

—¿El señor Brown? —insinuó Tommy.

—Seguro.

—De todas formas —dijo Tommy, pensativo—, el señor Brown no tiene alas y no veo cómo consiguió entrar y salir.

—¿Qué me dice de una fuerza extraordinaria para transmitir el pensamiento? Alguna influencia magnética que irresistiblemente impulsara a la señora Vandemeyer a suicidarse.

Tommy lo miró con deferencia.

—Bien, Julius. Muy bueno. Sobre todo la fraseología. Pero me deja frío. Yo busco al señor Brown de carne y hueso, y creo que los jóvenes detectives deben ponerse a trabajar, estudiando las entradas y salidas y golpearse la frente hasta dar con la solución de este misterio. Volvamos al escenario del crimen. Ojalá pudiera encontrar a Tuppence. El Ritz disfrutaría del atractivo espectáculo del feliz encuentro.

En la recepción le dijeron que Tuppence no había regresado todavía.

—De todas formas, creo que será conveniente mirar arriba —dijo Hersheimmer—. Pudiera estar en mi saloncito —Y desapareció.

De pronto un botones se acercó a Tommy para decirle:

—La señorita se ha ido en tren, según creo, señor —murmuró tímidamente.

—¿Qué? —Tommy se volvió en redondo.

El botones se puso como la grana.

—Le pedí un taxi, señor. Escuché que le decía al chófer que la llevara a la estación de Charing Cross y que fuera deprisa.

Tommy lo miró asombradísimo y el chico, envalentonándose, continuó:

—Eso es lo que deduje, puesto que había pedido una ABC y una Bradshaw .

Tommy lo interrumpió:

—¿Cuándo las pidió?

—Cuando le llevé el telegrama, señor.

—¿Un telegrama?

—Sí, señor.

—¿Cuándo fue eso?

—Cerca de las doce y media, señor.

—Cuéntame exactamente lo que ocurrió.

El botones tomó aliento.

—Subí un telegrama a la habitación ochocientos noventa y uno y allí estaba la señorita. Al abrirlo lanzó una exclamación y luego me dijo muy contenta: «Tráeme una ABC y una Bradshaw, y vigila, Henry». Yo no me llamo Henry, pero...

—No importa cómo te llames —dijo Tommy impaciente—. Continúa.

—Sí, señor. Se lo llevé y me dijo que aguardara, pero al mirar el reloj me ordenó: «Date prisa. Di que me busquen un taxi», y empezó a colocarse el sombrero delante del espejo, cosa que hizo en dos segundos. Luego la vi bajar la escalera, meterse en el taxi y gritarle al chófer lo que le he dicho.

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