El resultado le impresionó. La estera y los versos del arcón señalaban la misma serie numérica, y se trataba de una serie que debía de tener algún significado especial. Treinta y tres no era un número cualquiera, era el número clave del poema de Dante: 33, las sílabas de un terceto compuesto por tres endecasílabos; 33, los cantos para cada cantiga. Era el número sagrado de la edad de Cristo, y el número de la teodicea, de la justicia divina, dado que el once es el número de la justicia y tres el de lo divino. Y el paso del uno de las centenas a las decenas y a la unidad parecería casi una representación numérica del camino a través de los tres reinos del más allá, del caos plural del mundo al uno de la razón, de los últimos seres de la creación al motor inmóvil, sustancia primera y Creador. Las profecías del lebrel y del dogo se realizan pues en el cielo de Júpiter, en el águila que representa la unidad de la justicia. Quizá no se refieren a hechos concretos, sino solo al necesario satisfacerse del orden cósmico, la unidad futura de la cristiandad, el refluir de las
nationes
en el poder central único de la sagrada
Respublica
fundada por Carlomagno.
Lo que no lograba captar era el significado de la insistencia repetida de estos números, el uno y dos veces el cinco, que volvían también en el canto de Trajano y Rifeo, donde David, pupila del águila, está rodeado por cinco piedras volcánicas, cinco espíritus justos. Estaba excitado por el descubrimiento, pero también insatisfecho. ¿Por qué Dante habría tenido que esconder un mensaje tan críptico en su poema? ¿Y qué tenía que ver todo esto con su muerte?
E
ster, así se llamaba la mujer, hizo entrar a Bernard en su habitación, situada en el primer piso, y le indicó la cajita sobre la mesa por cuya ranura podía meter a partir de diez monedas, si quería poner más mejor que mejor: tres eran para cubrir los gastos, el alquiler diario de la habitación y otros conceptos, dos por la prestación en sí y cinco a modo de fianza
una tantum
para las eventuales consecuencias. La habitación era grande, había un brasero encendido y una olla de agua encima, hirviendo. En el suelo, un barreño medio lleno de agua fría, y en una esquina, una cama con una colcha de fieltro mancillada por sucias manchas.
Che di pel macolato era coverta
(«de piel manchada todo recubierto»), le vino a la cabeza: el lomo de Dante de piel jaspeada, el símbolo de la inmunda lujuria. Una señal clara: debía marcharse de ese lugar de perdición mientras estuviera a tiempo. Pero vio su propia mano meter las monedas en la cajita y no dijo nada, siguió mirando a su alrededor asombrado de lo que le sucedía, como si le estuviera ocurriendo a otro.
Una antorcha en la pared iluminaba una esquina de la habitación, proyectando largas sombras que ondeaban sobre la pared opuesta. Le recordó la sombra del poeta sobre la llama que quema a los lujuriosos en el Purgatorio: otra señal. Cuando oyó el último repiqueteo de las monedas, Ester se quitó mecánicamente la ropa con dos gestos rápidos y se quedó con las enaguas largas hasta la cintura, mostrando el pecho lozano y la sinuosidad de las caderas que resaltaban sobre un cuerpo magro. Era una visión que paralizaba la razón y Bernard permaneció inmóvil, atónito, petrificado. Se le acercó, y lentamente empezó a desnudarlo. Así vio el medallón con el emblema de los templarios y la gran cicatriz bajo el hombro derecho. Se detuvo pensativa, bajando la cabeza.
—Es la primera…, la primera vez… —balbuceó Bernard en voz tan baja que ni siquiera él consiguió entender qué había dicho. Repitió más fuerte—: Es la primera vez que estoy con una prostituta…
—Yo no soy una prostituta —respondió ella con aire ofendido, volviéndose de golpe y alejándose algunos pasos.
—¿No…? Eh…, perdona, creía… —dijo él cada vez más cohibido.
—Hago esto porque estoy sola y tengo dos hijos pequeños que mantener —prosiguió triste mientras se acercaba a la cama—. Soy una madre pobre, eso es…, más que una prostituta.
Quitó la colcha de lana basta y la tiró en una esquina del suelo, abrió un baúl y cogió una tela de lana tejida. Bernard lo entendió enseguida y la ayudó a extenderla sobre la cama. Después se metió bajo el cubrecama limpio, en el lado derecho, dejándole a él el espacio de la izquierda. Bernard se quitó los calzones y él también se quedó en ropa interior. Se metió bajo la tela en el lado vacío. Ester apoyó delicadamente los cabellos y después la cabeza sobre la cicatriz, un seno le rozaba el brazo. Olía bien, a lavanda. Con el brazo derecho le ciñó el otro hombro. Él estaba quieto, más avergonzado que excitado.
—¿Eres un caballero?
—Lo fui…
—¿Y la herida?
—En San Juan de Acre… —Pero no explicó cómo.
En cambio, le pidió que le hablara de ella y de su historia. Entonces ella le contó que de jovencita era muy guapa, pero también muy necia, y que se había dejado seducir, siendo ella de condición humilde, por el soberbio hijo de un conde. Había sido una estúpida. Por presunción había confiado en su propia belleza y había creído que el hijo del conde, al final, incluso se casaría con ella, en lugar de con aquella gorda dinosauria de archiduquesa, o vizcondesa, a la que estaba prometido desde pequeño con contrato, firmas y sellos de lacre. «Escapémonos juntos, marchémonos de aquí, amor mío, tú y yo solos», le decía siempre, además de otras trivialidades parecidas. Pero había bastado con el primer hijo y él no volvió a dejarse ver. «Intenta arreglártelas sola», le había dicho, y le había dado un poco de dinero, que apenas bastaba para mantener al niño durante un año…
Se las arregló sola, pero las cosas no fueron bien, no había trabajo o, si había, estaba mal pagado. Empezó así para saldar las deudas.
—Y ahora, como ves, aquí estoy —concluyó.
El segundo hijo podía ser de cualquiera, de un soldado de paso, de un juez, de un cura… Había sido castigada, y se lo merecía, por su vanidad. Estaba allí para pagar el castigo, pues había creído que su belleza era un don divino, que siempre la preservaría de los males del mundo. Había sido una creída y ahora lo pagaba, con el desprecio de los demás, las humillaciones que sufría en el ejercicio de su… profesión. Nadie se casaría con ella, con los hijos del pecado y ese feo nombre con el que incluso Bernard la había llamado… Pero sus dos guapos varoncitos no sabrían
nunca
cuál era su oficio. Estaba ahorrando dinero, y cuando tuviera bastante, se marcharía para siempre de Bolonia, a un lugar con mar, donde nadie la conociera, a empezar una nueva vida. Nadie volvería a llamarla puta, como había hecho él…
—Bueno, a decir verdad yo…
Bernard se preguntó por qué se dejaría llevar precisamente en ese momento por su maldito instinto de caballero; no creía que fuera oportuno, allí donde estaba, su impulso de proteger muchachas indefensas. Aunque se había sentido un poco culpable por haberla llamado prostituta. Le acarició los cabellos, la apretó fuerte contra su cuerpo. Pasaron casi una hora abrazados, hablando. Él también le contó su historia.
—Sal de aquí —le dijo también—, tengo algunos ahorros, podremos empezar una vida.
Entonces la excitación había empezado a vencer a la timidez. Le había quitado las enaguas largas, había empezado a acariciarle las caderas, la cara interna de los muslos, los pechos. De las manos le subían pequeños temblores, escalofríos de emoción que se descargaban en cada parte de su cuerpo. Nunca había experimentado nada semejante. Y ahora, a los cincuenta años… Había empezado a relajarse también él cuando alguien, probablemente borracho, empezó a llamar con furia a la puerta de la habitación.
—¡Me toca a mí! —se oía a voz en grito en el pasillo—. ¡Me toca a mí! ¡Es el turno de mi minga…! Hace más de media hora que espero, Estercita.
La mujer puso cara de disgusto:
—Qué lástima, Bernard —dijo—, tu tiempo ya ha pasado. Tendrá que ser en otra ocasión… —Al fin y al cabo no le disgustaban los que eran como él, los clientes un poco sentimentales. Había aprendido a reconocerlos al primer vistazo; aunque le hacían perder mucho tiempo y en teoría dividir el pago de una hora de trabajo, tenían la ventaja de acabar a menudo en blanco, y las cinco monedas de fianza eran ganancia limpia. Ella prefería no correr riesgos: ahora que había conseguido unos ahorros, no quería para nada otro hijo.
Y mientras tanto, el otro llamaba:
—¡Estercita! —lloriqueba—. ¡Estercita!
Bernard se levantó y, tal y como estaba, con los calzoncillos medio desabrochados, se precipitó amenazador hacia la puerta. Estaba dispuesto a cantarle las cuarenta a ese asqueroso putero.
—Pardonnez moi, madame…
—Pero cuando abrió la puerta este cayó entre sus brazos antes de que Bernard moviera un dedo: estaba completamente ido. Era pequeño y olía a fondo de tonel. Le metió las manos debajo de las axilas y, sujetándolo de esta guisa, lo alejó de sí para verle la cara.
—¡Por Jerusalén! —exclamó cuando lo reconoció.
Giovanni había pasado la noche en blanco, meditando sobre lo que había descubierto. Las hojas halladas en el arcón y los versos citados en la estera colgada en la cabecera de la cama de Dante diseñaban un complejo enigma numerológico cuyo sentido a pesar de todo se le escapaba. Solo sabía que era una pista a seguir, pero ¿para llegar a qué? Quizá revelara un escondite, y se limitara a proporcionar la clave para encontrar los últimos trece cantos. Sin embargo, le invadía la sospecha de que lo que se ocultaba era algo muy distinto, pues el criptograma estaba escondido entre los propios versos del poema, accesible a todos, y por otro lado precisamente en los fragmentos más misteriosos. Por primera vez se planteó seriamente lo que había dicho Bernard durante su primer encuentro. El nuevo Templo, los eneasílabos…, todo eso le había parecido tan absurdo que ni siquiera le había pedido explicaciones. Pero allí había con toda evidencia un mensaje que tenía todo el aspecto de estar codificado, y el poeta, antes de partir hacia Venecia, tal vez sabiendo que estaba en peligro, dejó la casa llena de pistas que remitían a él. El cuadrado numérico contenido en su poema representaba la clave numerológica cifrada, aunque quizá nadie podría descifrarlo sin las pistas diseminadas por el propio Dante en su casa. La hipótesis que en primer lugar le vino a la mente fue que sus hijos fueran los destinatarios del mensaje, a menos que…
Cuando vio regresar a Bernard agotado ya era por la mañana. Hubiera querido ponerlo al corriente de su descubrimiento nocturno.
—Creo que he entendido dónde… Pero Bernard lo interrumpió:
—Rápido, rápido… Tenemos que irnos. Tienes que venir enseguida conmigo, he encontrado a uno de los sicarios…
Mientras él se vestía, el excruzado le contó la historia, omitiendo evidentemente algunos detalles… Había estado en una taberna de la Garisenda y se había cruzado con el fraile bajo de la abadía de Pomposa. Se llamaba Ceceo y venía de Lanzano, de los Abrazos, como el amigo boloñés de Giovanni. Bruno quizá lo conocía, de vista o por haber oído hablar de él. No llevaba ya las ropas de fraile, pero lo había reconocido igualmente. Lo había interrogado y este se le había desmayado entre los brazos. Lo había acompañado a su habitación, que estaba en la misma posada, situada encima de la taberna, pero, aparte del oscuro dialecto que hablaba, estaba en un estado tal que de él no se podía sacar demasiada información. Exceptuando la identidad de su compañero, el de la cicatriz en forma de ele invertida: era un tal Terino da Pistoia, debía haber cobrado de no se sabe quién el dinero por un trabajo hecho y después dividirlo con Ceceo, pero le había perdido la pista. Habían llegado juntos a Bolonia, después Terino había ido a tratar con el jefe y ya no había vuelto. Ceceo pensaba que se había marchado con el dinero a Florencia, donde tenía una compañera, Checca di San Frediano. No hacía más que repetir que se había equivocado confiando en él, mientras Bernard le quitaba los zapatos y le ayudaba a tumbarse. Bernard se había ido después cerrando la habitación por fuera con llave, de modo que no pudiera salir, y había venido a llamar a Giovanni. Cuando se despertara Ceceo, estaría un poco más lúcido y podrían interrogarlo mejor.
En menos que canta un gallo llegaron a la posada de la Garisenda, que no estaba demasiado lejos de la suya, situada en la zona del
Studium.
Por el camino se había levantado un viento muy fuerte, penetrante, casi frío. Entraron en la taberna y subieron a los pisos superiores. En el rellano del primer piso había un mostrador, pero nadie detrás. Bernard lo rodeó y abrió un cajón situado en la parte de dentro:
—La llave la puse aquí… —Rebuscó un buen rato, con aspecto cada vez más agitado—. ¡Ya no está, alguien la ha cogido, rápido!
Subieron velozmente al segundo piso; Giovanni siguió a Bernard hasta la puerta de la habitación, que estaba abierta, con la llave aún metida en la cerradura, por fuera. La habitación estaba vacía y no había ni rastro de Ceceo. Aprovecharon para registrarla, pero no había nada, aparte de un gran fardo en el suelo, en una esquina, que contenía todas sus cosas, muy desordenadas. Lo único relevante que encontraron dentro fue una pequeña botella semivacía, con las huellas en el fondo de un polvito blanco, y un medallón parecido al que tenía Bernard, dos caballeros sobre un solo caballo, el emblema de los templarios. Giovanni se lo mostró a su compañero, que arrugó la frente irritado.
—Templarios desviados —balbuceó, casi para sus adentros.