Este episodio sor Beatrice no se lo había contado a nadie, y se mostraba más bien evasiva si le pedían informaciones más detalladas sobre ese muchachito aparecido misteriosamente de la nada y confiado temporalmente a las monjas de Santo Stefano degli Ulivi. Ella lo llevaba siempre consigo, tratándolo, a decir de muchos, con excesivo afecto.
—Una madre frustrada, ni que decir tiene, que se desahoga con los niños abandonados —había comentado una vez con ironía el boticario de la esquina de la calle. Pero este tenía fama de racionalista, leía a Aristóteles y a Boecio de Dacia, ordenaba los pensamientos como las hierbas medicinales en los estantes de su tienda. Si de él hubiera dependido, las estrellas del cielo estarían dispuestas en círculo, en grupos de cuatro, alrededor de la estrella polar. El hecho de que, por el contrarío, estuvieran desperdigadas sin ningún orden geométrico aparente solo podía significar que o bien el mundo está mal hecho o bien que Dios no siente especial predilección por los
Elementos
de Euclides.
G
iovanni y Bernard habían salido hacia Bolonia casi enseguida, el tiempo que necesitó el de Lucca para persuadir al francés, que habría preferido no moverse de Rávena hasta que no hubieran encontrado los últimos trece cantos del poema. Giovanni solo logró convencerlo cuando le puso al corriente del hurto que había tenido lugar en la casa de Alighieri: si los ladrones habían encontrado ya los últimos cantos de la
Comedia,
se corría el riesgo de que se perdieran para siempre, puesto que, al parecer, los asesinos querían borrar el poema de la historia de la humanidad. Con este argumento había logrado que Bernard tuviera tantas ganas de partir que no habría podido retenerlo aunque hubiera querido.
Para viajar más seguros se habían unido a una comitiva de mercaderes florentinos, con una decena de carros y una pequeña formación de caballeros, y no habían avanzado a ritmo forzado. Tras un día de viaje estaban en Imola, donde habían pasado la noche para salir a la mañana siguiente. Bernard había atado su caballo a un carro, en la parte trasera del cual, con los brazos cruzados y las piernas colgando, se había estado todo el tiempo absorto en quién sabe qué pensamientos. Giovanni, por su parte, había cabalgado durante dos días al lado de un tal Meuccio da Poggibonsi, negociador de una
commenda
—es decir, era el encargado de viajar y su socio quien invertía el capital—, un pequeño comerciante de tejidos rollizo y afable, pero con ojos astutos de aspecto etrusco, que regresaba con los demás de las ferias de la Champaña y de hacer gestiones en Lombardía. Negocios magros, según contaba el mercader, pues las ferias languidecían; ya no era como antes, había pocos intercambios reales y ahora se trataba, eso dijo, más de especulaciones que de auténtico mercado. Vacas flacas para el comercio y gordas para los banqueros, pero él se preguntaba hasta cuándo…
—Si sigue así —afirmó—, dentro de no mucho explotará una de esas crisis que harán que nosotros, los pequeños mercaderes, nos quedemos tiesos.
En efecto, los negocios parecían languidecer, el rey de Francia había franqueado las ferias de París, que ahora iban bien, pero desde que el Hermoso se había apoderado de los bienes de los templarios, también se había liberado en parte de los banqueros italianos, y además Felipe el Largo, su hijo, acaso con razón, desconfiaba mucho de los italianos en general. «De lombardos y judíos vete tú a fiar», decía un refrán de ese tiempo.
Los grandes banqueros jugaban a devaluar la plata respecto al oro, pues ellos cobraban en oro y pagaban en plata, de modo que los precios aumentaban en los pequeños intercambios y permanecían estables en las grandes inversiones, con ventaja de los ricos y desventaja de los pobres. Los florentinos habían invadido los mercados con sus letras de cambio, los cheques, los seguros…, papel sobre papel, y hacían préstamos al rey de Inglaterra, a los municipios italianos, a la propia ciudad de Florencia. En resumen, mientras que para los artesanos que trabajaban la lana y para los mercaderes que la vendían las órdenes de pago disminuían año tras año, los Bardi y los Peruzzi de Florencia ahogaban al rey de Inglaterra con intereses desorbitados.
—Los güelfos negros, que Dios nos guarde de ellos, que administran las arcas del papa y son los enemigos invisibles del emperador alemán…
Al día siguiente la conversación había acabado, no se sabe cómo, tocando también el tema de Dante, a quien Meuccio conocía por su fama y por haber leído un par de cantos del
Infierno.
También él, Alighieri, había sido víctima de la perfidia de los güelfos negros, esto se sabía muy bien. A los güelfos negros no les gustan los poetas. Y hacía bien Dante en tomarla con la maldita loba, la avidez de ganancias sin fin, la religión del dinero que había contaminado la sociedad de los municipios de Italia, la bestia insaciable que después de comer tiene más hambre que antes de empezar. Antes o después los nudos vendrían al peine, dijo, y como una burbuja de jabón crecían los intereses sobre las deudas que aumentaban, y antes o después estallarían, y todos pagarían un precio, tanto los inocentes como los culpables. Pero los culpables más, pues habrían descubierto demasiado tarde que su tóxica existencia, inclinada a escribir números sobre hojas de papel Fabriano, no habría sido menos estúpida que la de un asno que ha transcurrido su existencia entera en el palo, haciendo girar la muela para moler el grano.
—De la harina al menos se saca el pan. De esos ni siquiera jabón con la grasa de su barriga.
A Bolonia llegaron a última hora de la tarde del día siguiente, y Giovanni y Bernard encontraron una posada donde pasar la noche. Iría a casa de Bruno a la mañana siguiente, antes de que saliera a visitar a sus clientes. Pero Bernard no se fue a la cama enseguida, sino que decidió dar antes una vuelta. Entró en una taberna de la Garisenda y se sentó en una mesa atestada de gente medio borracha. Había pedido una copa de vino tinto, lo había bebido a sorbos muy lentamente y, aunque molesto por el alboroto de una mesa de estudiantes achispados que cantaban
bibet ille, bibet
illa,
se había sumido intermitentemente en sus pensamientos más oscuros. Ese día estaba melancólico, después de un viaje durante el que había tenido mucho tiempo para reflexionar, y ahora la alegría inconsciente y bulliciosa de esos jóvenes lo entristecía aún más. Pensaba en sus cincuenta años, en lo deprisa que habían llegado, en la vida insensata que le parecía haber llevado. Si no se hubiera despertado jamás en casa de Ahmed, su existencia habría sido breve, cierto, pero habría tenido un sentido completo: habría muerto como mártir en Tierra Santa, solo eso. Se acordó de sus ideales de muchacho, de la gloria que había soñado, de las grandes empresas de heroico caballero de la fe cuyas gestas los charlatanes un día habrían narrado en las plazas de las ciudades de Europa, en las fiestas populares, en las ferias atestadas de mercaderes italianos, franceses, alemanes, flamencos… Había soñado con convertirse en un modelo, un caballero como Roland o Perceval. En cambio, todo había naufragado deprisa, en ese terrible viernes de mayo en San Juan de Acre. La primera batalla ya había sido la derrota definitiva de sus sueños, sin apelación posible. Su mundo había muerto allí, y él había sobrevivido quién sabe cómo. El resto de su vida había sido el viaje de un extranjero que se pasea como un espectro por países cuya lengua no conoce. Si al menos no lo hubiera salvado precisamente Ahmed… Ahora ni siquiera creía ya que matar musulmanes fuera una buena estrategia para ser feliz en el más allá. ¿Para qué demonios había combatido? Sin embargo había seguido observando los votos de la orden por inercia, incluso al inicio se jactaba de ello. Más que nada, le había pesado la castidad. Esos chicos de la taberna, que visiblemente creían ser el centro del mundo, quién sabe qué sueños tenían. Convertirse en notarios quizá, ganar mucho dinero y divertirse lo más posible. Si les hubiera contado cómo le habían ido las cosas a él, simplemente hubieran pensado que era un viejo bobo. Europa había cambiado, o tal vez había sido siempre así; además, él qué sabía, si había nacido en Outremer.
Y mientras tanto un estudiante alemán se había puesto a cantar
Dulce solum natalis patrie,
y todos los versos que lo seguían, con especial énfasis en los últimos cuartetos sobre la mente afligida por las penas de Venus. «Tantas como las abejas hybleas
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, tantas como los árboles de Dodona, tantas como los peces en el océano, así son las penas en que el amor abunda…».
Había una mujer que se paseaba entre las mesas moviéndose con la elegancia de un leopardo. Evidentemente era la prostituta de la taberna, unos treinta años, ojos y cabellos oscurísimos, la tez en cambio blanquísima, el pecho voluminoso y duro asomando por el vistoso escote del vestido ajustado sobre los generosos promontorios de las dos caderas, donde después la falda se ensanchaba como el chorro de una fuente. Se mantenía lejos de la mesa de los estudiantes, demasiado jóvenes para ella, o porque por lo general estaban pelados. De vez en cuando se sentaba al lado de un parroquiano y le acariciaba la cabeza, parloteaba, sonreía con complicidad. Era muy guapa, o al menos eso le pareció a Bernard. Los chicos le lanzaban epítetos vulgares y bromas obscenas. En cierto momento la perdió de vista, desapareció a su espalda y después, de golpe, se la encontró en sus rodillas.
Se puso rígido como un bloque de toba.
—¿Qué haces aquí tan solo, amor mío? Tienes que dejar de pensar…
Él no contestó. Ella se levantó, le cogió la mano y empezó a atraerlo hacia ella. Se levantó también él, dejándose arrastrar hacia las escaleras que llevaban al piso superior.
«Vade retro,
Satanás», dijo una voz en su cabeza, pero su cuerpo no, su cuerpo ya no obedecía a sus pensamientos. Se había convertido en un dócil instrumento sobre el que ella había establecido fácilmente su control. Desaparecieron por las escaleras. Uno de los estudiantes lanzó hacia ellos, sin darles, un cuenco vacío.
—Gallina vieja da buen caldo, ¿verdad?
—
Ubi amor, ibi miseria,
diez monedas hoy, diez mañana, y ¿quién te paga después los gastos fijos?
En cambio Giovanni se había retirado enseguida a la habitación que habían cogido en la posada. Estaba cansado, se había tumbado en su jergón aún vestido, pero sin decidirse a apagar la lámpara de aceite. Y no había logrado cerrar los ojos, obsesionado como estaba con el nuevo misterio de esas cuatro hojas de pequeño formato que le había enseñado Antonia antes de marcharse, con el enigma del lebrel, del
quinientos diez y cinco,
del águila, de los vínculos —en parte transparentes, en parte ocultos— que se podían establecer entre los fragmentos de los versos de Dante hallados en el doble fondo del arcón. Vendrá el lebrel y matará a la loba. Una caza: un perro ágil y fuerte, y la avidez, los güelfos negros en los que se encarna, los señores del dinero cínicos y sin escrúpulos que han corrompido a la humanidad, serán empujados a los brazos de Lucifer, que los ha vomitado en el mundo. Vendrá un DUX, un Quinientos quince heredero del águila, y matará a la Prostituta, y el nuevo Goliat rescatará el altar y el trono profanados por los inmundos artificios de los males de hoy. Y las santas criaturas envueltas de luz en el cielo de Júpiter, donde se desvela finalmente el diseño, el orden de los cielos que se encarnará en la Tierra en una era de justicia en el delta de la historia, vuelan y cantan y se vuelven alfabeto. La Ley, la Ley de Moisés, la de Cristo, violada por la política y traicionada por los pastores, volverá al mundo. La historia se acabará, y el bien y el mal refluirán para siempre en el regazo del cordero. Pero ¿por qué esos mensajes, dirigidos a cada lector y repetidos obsesivamente en el poema, estaban transcritos en hojas escondidas en un lugar secreto? ¿Quién sería el destinatario del mensaje en el que había pensado Dante? ¿Y qué significaría para quien las encontrara?
Repentinamente se había acordado de la cita del
Liber abaci
que había encontrado en el viejo cuaderno del poeta. Quizá la clave del problema, se había dicho, era numérica, y residía en el distinto valor del uno —la
figura unitatis—
según su posición, siguiendo la moda árabe. El número romano DXV, el
quinientos diez y cinco,
en cifras arábigas se transcribe 5-1-5, como había dicho también Bernard. Pero en el canto del águila en el Paraíso, al componer el primer verso del
Libro de la sabiduría,
los espíritus se detienen en las tres primeras letras:
or D, or I, or L.
Las primeras tres letras de una palabra o de una frase son las que ciertos adivinos, por lo que sabía, transforman en cifras para someterlas a las interpretaciones numerológicas corrientes. Y las letras D + I + L son las del DLI, el número romano que corresponde al 551 arábigo, cinco-cinco-uno…
Se había levantado, había cogido un folio y la bolsita con la pluma y el tintero, se había sentado a la mesa y había escrito las letras y los números arábigos correspondientes… Claro que sí, la estera de detrás de la cama del poeta dibujaba la clave numérica del enigma. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Los versos del
Infierno
reproducidos en el cabezal de Dante eran, respectivamente, uno, cinco y cinco; los del
Purgatorio,
cinco, uno y cinco; los sacados del
Paraíso,
cinco, cinco y uno… Así pues…
? = 1-5-5
DXV = 5-1-5
DLI = 5-5-1
Después, finalmente, se acordó del extraño sueño en la selva, entre bestias luciferinas, las tres eles…
Lynx, Leo
y
Lupa,
más el
Vertragus,
el Lebrel… Las iniciales señalan una cifra romana, como en los otros casos: L+L+L+V, tres veces cincuenta más cinco, así pues el CLV que faltaba, que, como había hecho con los demás, transcribió en la numeración posicional: precisamente el 155. He aquí que entonces tuvo la serie completa, precisamente como el número de los versos en la estera:
LLLV = 1-5-5
Infierno
DXV = 5-1-5
Purgatorio
DLI = 5-5-1
Paraíso
Quizá esta fuera la clave de lectura: los tres fragmentos contenían las tres posibles combinaciones de estos tres números —un uno y dos cincos— en una secuencia que va desplazando, paso a paso, la unidad de la posición de la izquierda a la de la derecha: del cien al diez, del diez a la unidad. Casi la representación gráfica de la
reductio ad unum,
de lo múltiple que refluye en el uno, como había dicho Pietro aquella noche en casa de Dante. Además la suma de las cifras era siempre 11, y la suma de las sumas 33. Dibujó enseguida el cuadrado numerológico que se derivaba de todo esto.