—Tal vez —sugirió— vuestro padre ya había sufrido algún intento de robo, tal vez sabía que alguien quería destruir el
Paraíso.
De otro modo, ¿por qué iba a esconder los últimos cantos antes de partir? Con estos textos querría encomendar a quien los encuentre que conserve su memoria y su mensaje…
—O bien tiene razón ese templario —respondió Antonia—: mi padre formaba parte de una organización secreta y estos textos están destinados a alguien que sabe cómo interpretarlos…
Se ocultó la cara entre las manos. Había empezado a llorar, por primera vez en su vida conocía los mordiscos de la desesperación. La muerte de su padre la había desestabilizado. Por primera vez dudaba de todo, incluso de su decisión de hacerse monja. Quizá no tuviera vocación en absoluto. O quizá era la soledad que la esperaba la que la asustaba, ahora que la muerte de su padre había reunido accidentalmente a la familia para más tarde volver a separarla para siempre: Pietro se marcharía a Verona, su madre y Iacopo de nuevo a Florencia, y ella a custodiar la tumba y la memoria del poeta en Rávena hasta el final de sus días. La vida se le aparecía ahora como un gradual colapso de los sueños más bellos, un irse deshaciendo de los vínculos más significativos, una especie de cuento al revés: de la princesa de la fábula a nada, a personaje secundario. Los extraños sucesos del crimen y de la desaparición del poema incompleto le hacían alimentar sospechas incluso sobre su padre, la persona que más la había amado en el mundo. Y además… Levantó la cabeza de golpe y lo atravesó con la espada incandescente de su mirada.
—¡Ahora habladme de una vez de Gentucca! —dijo—. Puesto que sois de Lucca, seguro que conocéis a esa misteriosa mujer que habría hecho que mi padre amara vuestra ciudad…
Sí, Giovanni la conocía, es más, la conocía muy bien.
—Su familia —explicó— recibió una vez al poeta durante su estancia en la ciudad, justo después del exilio.
—¿No era, pues, una amante de mi padre nacida en Lucca? —preguntó Antonia.
Giovanni contuvo la risa para no ofenderla.
—No —contestó—. Gentucca ahora tiene unos treinta años. Cuando Dante fue a Lucca era solo una adolescente. Fue en aquella ocasión cuando conocí al maestro…
—Pues ya ha llegado la hora —exigió entonces ella— de decirme quién sois realmente. Lo sospecho desde que os vi en el velatorio y no puedo pensar en otra cosa. Ya es hora de explicar la tercera columna del cuadrado de versos que hay en la estera situada en el cabezal de mi padre. En la primera línea está el episodio del conde Ugolino con sus cuatro hijos, y se puede leer la preocupación de mi padre después de la condena, que conoce y calla para no entristecer más a sus hijos. Sin embargo mi padre, hasta que se demuestre lo contrario, tenía tres hijos y no cuatro, y el conde dos. En la segunda línea aparece el nombre de Gentucca, y después dos versos del
Purgatorio
en los que están Beatrice y los tres apóstoles (Pietro, Iacopo y Giovanni) que Jesús llevó consigo para que asistieran a su propia transfiguración. Parece como si en esta columna el poeta hablara también de sí mismo, de sus sentimientos como padre, y, en efecto, sor Beatrice, Pietro y Iacopo somos sus tres hijos. Pero aquí aparecen cuatro nombres, así que el cuarto hijo tendría que llamarse Giovanni. Por otro lado, todo lo relacionado con Giovanni, junto a lo que se refiere a Gentucca, parece con toda probabilidad una historia situada en Lucca… Así pues, ¿es lo que pienso desde que te conocí? ¿Debería abrazarte y llamarte «hermano mío»? Si mi deducción es correcta, tú eres el misterioso cuarto hijo de mi padre… Pero ¿quién es entonces tu madre? Si tu madre no es Gentucca, ¿se puede saber por qué aparece esa mujer o niña de Lucca en estos versos? Habla, y por favor haz un esfuerzo para no mentir…
Giovanni sintió que la sangre se le helaba en las venas. Se acercó a Antonia y le acarició despacio la cabeza, después le apretó una mano. Se quedó algunos minutos en silencio, como para ordenar sus ideas. No se decidía a contarlo ni sabía cómo. Se apartó de ella y le dio la espalda. Luego se volvió de nuevo. Finalmente se decidió a hablar, y su voz salió despacio, como un crujido de hojas secas…
N
o lo sé, Antonia, ni siquiera yo lo sé. Había venido a preguntárselo, es por eso por lo que estoy aquí, en Rávena. Según los papeles, soy
Iohannes filius Dantis Alagherii de Florentia,
soy su hijo, sí, en los documentos oficiales. En cambio, no sabré nunca si realmente soy su hijo. Solo mi madre, si hubiera querido, me lo habría podido decir, pero ya no es posible. Y él habría podido al menos descartarlo con certeza. Por lo que a mí respecta, lo único que puedo contarte es cómo sucedieron realmente las cosas.
»Nací en Lucca el mismo año en que mi madre se trasladó a esta ciudad. Venía de Florencia ya embarazada a casarse (para enmendar la juvenil ligereza de la que soy fruto) con un mercader viudo de mediana edad que tenía otros dos hijos de su primer matrimonio. El mayor, el heredero, se llamaba y se llama Filippo, y la hija Adelasia. El marido de mi madre era mercader y cambista, y estaba casi siempre en Francia, entre Troyes y Dijon, en cuyas ferias vendía sus sedas, especulaba con el cambio y frecuentaba a sus amantes borgoñesas. Raramente regresaba a Lucca, aunque tuvo otros dos hijos con mi madre: Lapo y Matilde. Nadie sabe cuántos tenía en Francia. Yo no era su hijo y llegué a los veinte años sin identidad. Me llamaba Giovanni, Giovanni y nada más, sin patronímico, o como mucho con el apellido materno, como todos los bastardos de esa zona. Yo era un joven brillante. Escribía sonetos, aunque ya los he quemado todos, y trabajaba como aprendiz con un médico muy respetado en la ciudad. Sin embargo, como lamentablemente no tenía padre, no era heredero de nadie, por lo que nadie se iba a querer casar conmigo. Yo servía de amigo y confidente; según cómo, incluso de amante, en alguna aventura de amor furtivo, y punto en boca para el resto de la vida. Pero conocía los poemas de Dante, las rimas
Tanto gentile e tanto honesta pare
y
Donne ch'avete intelletto d'amore
("Tan gentil y tan honesta parece…" y "Mujeres que tenéis intelecto de amor"), que él había escrito para Beatrice y yo leía pensando en Gentucca.
»Que después Gentucca hiciera que a Dante le gustara mi ciudad quizá fue la consecuencia de un gesto suyo nobilísimo, con el cual quiso darme a mí aquello que a su vida le había sido negado siempre; al menos eso fue lo que creí durante años. Gentucca era bella, de una belleza que no puede expresarse con palabras. Cruzarse con sus ojos provocaba terremotos subterráneos y deslizamiento de escombros en el alma, una explosión de magma irracional como la que se da en el cráter de un volcán. A los quince años no llevaba aún la venda de las novias, le había pedido a su familia más tiempo. Debía reflexionar aún, tenía que decidir si iba a dedicar su vida a un hombre y a tener hijos o, en cambio, elegir, como has hecho tú, el camino de Cristo. Estaba seria el día que hablamos. Yo había entrado en su casa con su hermano, que era mi mejor amigo. Nos miramos a los ojos y le dije que preferiría tener celos de Cristo, dado que yo no era hijo de nadie y nunca podría casarme con ella, pues no tenía un padre que pudiera ir a ver al suyo, como era la costumbre, para fijar la dote.
»Me convertí en Giovanni Alighieri a los veinte años, cuando él, tu padre, vino a Lucca y frecuentaba a los Malaspina en Lunigiana. Entraba en la ciudad seguido del marqués Moroello y, ya solo por el hecho de entrar a caballo, parecía un hombre muy respetable. Él conocía a mi madre porque su nombre figuraba junto al de otras jóvenes florentinas en un poema (en concreto un
serventese)
que había compuesto para celebrar su belleza, aunque la verdad es que se avergonzaba de aquel poema… En cierta ocasión vino a visitarla y me conoció. Se enteró de mi historia y me regaló su apellido para que, al menos yo, pudiera casarme con la mujer que amaba.
»Yo había leído a los quince años su primera obra famosa, la
Vita nuova,
y me había resultado de gran ayuda. A esa edad se vive un momento extraño, hasta el día anterior eres un niño que juega con caballos de madera, pero al día siguiente un demonio se adueña de tu cuerpo, notas que te sube como un escalofrío de fuego en la carne y no sabes aún qué quiere de ti. Los adultos no te cuentan nada. Quizá ellos tampoco hayan entendido nunca demasiado bien qué sucede a los quince años.
»Había leído la
Vita nuova
y había encontrado a un verdadero amigo. No a un estúpido compañero de juegos que presume de haber impresionado a la que te gusta para ver si te sienta mal y descargar así durante dos minutos sobre ti el numen del que también él está poseído. La
Vita nuova
no, la
Vita nuova
es honesta, cuenta la historia de un chico que conoce a una chica y no sabe qué decir, tiembla, enmudece, porque ella le parece la más bella del mundo. Cuenta que en su presencia él se siente un insignificante grumo de materia delante de una inteligencia angélica. Pero de este sentimiento no se defiende, con lo que muestra su auténtico valor. Le da también un nombre: amor. Y dice que es una fuerza poderosa, como solo una energía de origen divino puede serlo. Es una parte de esa energía la que impregna el mundo y gracias a ella todo se mueve en el universo: el Sol, las estrellas, los planetas…
»¡Qué emocionado estaba yo cuando vino a hablar conmigo! ¡Qué curiosidad sentía por conocer al muchacho de la
Vita nuova
ahora que se había convertido en hombre para ver qué había quedado de él! Quería saber en qué se transforma uno si no puede amar a Beatrice o a Gentucca. Le conté lo importante que había sido para mí la
Vita nuova
y me dijo que se alegraba mucho, y que a él en su momento le había pasado lo mismo con los poemas de Guido Guinizzelli. ¡Con cuántas flechas le habían alcanzado esos poemas! Había versos que tenía siempre en la cabeza,
Come
calore in clarità di foco
("Como el calor en la claridad del fuego"), por ejemplo. Hacía años que no se quitaba de la cabeza esos versos. No fui prudente, tenía mi obsesión; le dije que no podía más, que había pensado en el suicidio, que no soportaba la idea de que ella sería de otro, que había llegado al punto de no creer ya ni tan siquiera en Dios. Entonces me dijo: "Te lo presentaré".
»Estábamos sentados en el jardín de casa, había un sol que agrietaba la tierra y la hierba sedienta brotaba con dificultad en el ralo prado. Me dijo que mirara el cielo y preguntó: "¿Qué ves?". "Luz —contesté—, una luz que ciega". "Bien —me dijo—, ahora cierra los ojos". Yo los cerré. Él prosiguió: "¿No notas el calor que te entra en el cuerpo, que te calienta los miembros hasta los huesos?". "Claro —respondí—, ¿cómo no iba a notarlo?". "Es la misma luz que antes veías —me dijo—, que te invade, del mismo modo que lo invade todo. Si se abstrae del engaño de los sentidos, que hace que la percibamos como luz con la vista y como calor con el tacto, se concluye que es una sola cosa, como dice Guinizzelli". "¿El qué?", le pregunté. "Amor —me respondió—, la energía que atraviesa la creación, lo que mueve el Sol, la Luna y los planetas, lo que te penetra, el alma del mundo que alimenta tu alma y la mía. Es todo lo que sabemos de Dios en esta periferia del universo. El amor que sientes no es más que una chispa de este amor cósmico…
»"Y yo, Dante Alighieri —prosiguió después, adoptando en broma un tono solemne—, florentino de nacimiento, no de costumbres, declaro, frente al alma divina del mundo que apenas nos ha rozado la piel, que tú, Giovanni da Lucca, eres mi hijo de espíritu, si no de sangre, y te podrás casar con la mujer que amas. Por descontado, solo en el caso de que ella así lo quiera".
»Me llevó ante un notario, lo hizo poner por escrito y yo desde entonces me llamo Giovanni
filius Dantis Alagherii de Florentia.
De modo que fuimos juntos a ver al padre de Gentucca, y en definitiva accedió a hablar también con ella. "Mi hijo Giovanni —le dijo entonces— está enamorado de ti, y quizá tú también de él. Pero sobre todo piénsalo bien, es tan raro en estos tiempos de ceguera que una mujer se case con el hombre que ama y que este a su vez la ame como Dios a sus criaturas…". Gentucca lloró de alegría, incluso se asustó de su propia felicidad. De la conversación con ella, mi nuevo padre salió satisfecho. A mí, que evidentemente estaba ansioso por saber el resultado, me dijo suspirando: "Lucca es una gran y bella ciudad, hijo mío. Tal vez sea por el Santo Rostro que se venera en San Martino, el caso es que en Lucca los milagros son posibles…".
»Sin embargo los milagros no eran posibles ni siquiera en Lucca. Se formalizó la promesa de matrimonio (tu padre incluso me asignó unos bienes que Malaspina le había dado como recompensa por sus servicios y se calculó la dote de ella proporcionalmente), pero la boda no se celebró. Se opuso Filippo, el heredero del marido de mi madre. Argumentó que Gentucca le correspondía a él, pues era el primogénito. Filippo tenía amigos importantes entre los que contaban, entre los güelfos negros de Santa Zita. El mismo Bonturo Dati (cuyos negocios, tanto lícitos como ilícitos, en Lucca en aquellos tiempos lo decidían todo) accedió a echarle una mano en ese loco proyecto de casarse con Gentucca, por la arrogancia de robármela por despecho, para que quedara claro que él iba antes que yo en la jerarquía de la vida. Salió precisamente entonces la ordenanza del municipio que prohibía a los desterrados florentinos quedarse en la ciudad, y yo me acababa de convertir en desterrado florentino sin haber estado nunca en Florencia, dado que la condena de la ciudad de la flor de lis afectaba a Dante y a sus hijos mayores de edad. El maestro fue obligado a marcharse y yo tuve que elegir entre seguir siendo tu hermano y marcharme yo también de Lucca, o bien romper el documento que certificaba que era hijo de Dante. Tanto en uno como en otro caso, la proposición de matrimonio con Gentucca quedaba invalidada. Fue Filippo en persona quien se ocupó de ello, con la ayuda de otro notario, quien a cambio de dinero transformó en un no el sí que nos habíamos prometido.
»Me despedí de ella una noche escalando la pared de su casa en la ciudad, subí a su balcón, la llamé a través de las contraventanas, le dije que me iría a Bolonia a ampliar mis estudios, me dijo que se reuniría conmigo en cuanto encontrara el modo de escapar de Lucca. Le pedí que se marchara conmigo, pero sabía bien que no era prudente, que nos seguirían y nos encontrarían fácilmente. "No te cases con Filippo", le dije. "No pienso hacerlo de ninguna de las maneras", respondió. Nos abrazamos y nos besamos por primera vez en el momento de decirnos adiós, con lágrimas en los ojos. Tres años después, cuando el emperador Enrique VII llegó a Italia y Bonturo y los güelfos negros escaparon de Lucca, regresé a la ciudad, a la cabecera de la cama de mi madre moribunda. Fue allí donde volví a ver a Filippo, que había sobrevivido a las convulsiones políticas y que era más poderoso que nunca, tras haber heredado la actividad de su padre, muerto en la Borgoña. Junto a él estaba su mujer, y esta no era Gentucca. Me contaron que tras mi marcha había entrado como novicia en el monasterio de las clarisas; después se había marchado con las monjas a un peregrinaje a Roma y no había vuelto.