Entontecido por el calor y el fragor me alejaba en dirección al campo, pensando para mí cuán locos y bufones eran mis semejantes al llamar fiestas y diversiones a esos ataques de furor colectivo, capaces únicamente de herir los oídos, de echar a perder el estómago, de martirizar el cerebro, de impedir el sueño y de multiplicar las enfermedades nerviosas. Sentía necesidad de soledad y silencio.
Pero cuando estaba ya dejando atrás la ciudad entreví a mi derecha, en el término de una callecita breve, que había allí una placita donde estaban algunas personas en pie; parecían escuchar y mirar a alguien que yo no podía distinguir. No partía de allí ruido alguno, y quise conocer las causas de aquel prodigio.
Más que plaza parecía ser un gran patio rodeado por edificios altos, oscuros y leprosos, ennegrecidos y descortezados por el aire salino. Se aproximaba el crepúsculo, y el conjunto causaba una impresión de ambiente misterioso y embrujado. Había en la placita una especie de escenario abierto que tenía a los costados colgaduras negras a modo de bastidores. En el tablado, y a poca distancia una de otra, se veían dos mesas de abeto, sin pintura, y detrás de cada una estaba de pie un viejo, ambos de elevada estatura, de largas barbas blancas y de rasgos severos. Uno de ellos vestía una garnacha de terciopelo turquí, el otro tenía puesta una túnica castaño que le daba el aspecto de un fraile.
Una de las mesas estaba ocupada por objetos que brillaban a los últimos reflejos del sol; la otra estaba llena de botellas de tamaños diversos.
El viejo vestido de turquí levantó uno de los objetos brillantes y lo enseñó a las pocas personas presentes. Era un espejo redondo.
—Éste —dijo—, es el espejo revelador del tiempo pasado; en él podréis ver a vuestro gusto las imágenes de vuestros difuntos padres, de los antepasados más lejanos de vuestra familia.
Luego, el viejo vestido de castaño levantó una botella de color hiel y exclamó:
—Esta botella contiene un licor portentoso. Bastan unas pocas gotas para devolver la vida a un moribundo o a un cadáver. Pero debo advertir que esa resurrección no puede durar más de veinticuatro horas.
El otro viejo tomó de su mesa otro espejo, de forma oval y dijo así:
—Éste es el espejo de la belleza desconocida. Todo el que se mire en él después de haberse purificado con un baño, se verá a sí mismo bellísimo, aun cuando sea un monstruo deforme o una bruja repugnante.
El viejo de castaño enseñó otra botella, pequeña y transparente.
—En esta botella está contenida una esencia oriental que inspira ternura y voluptuosidad. Bastará que la hagáis oler a la mujer que se os resiste, y os amará. Pero debo confesar que su milagroso efecto no dura más de doce horas. Sin embargo, en doce horas un enamorado audaz puede obtener mucho de lo que desea.
El viejo de turquí, a su vez, mostró otro espejo grande y cuadrado.
—Éste se llama el espejo de las verdades futuras. Mirándolo atentamente por espacio de muchas horas sin cansaros, veréis desfilar los hechos notables de vuestra vida futura hasta la hora de la muerte. Cada uno de vosotros podrá conocer anticipadamente lo que le sucederá, tanto lo bueno como lo malo.
El viejo de castaño alzó otra botella, grande y de color verde.
—Escuchad, señores. Esta es una de las bebidas más prodigiosas entre todas las que se pueden ofrecer a los hombres y sobre todo a las mujeres. Cada gota os hará retroceder un año, veinte gotas os quitarán veinte años de edad. Pero se advierte que la juventud así recuperada desaparece al cabo de dos días. Mas, ¿quién no querrá comprar por dos libras esterlinas dos días de fresca y altiva juventud?
El viejo de turquí mostró al público otro espejo, esta vez triangular.
—Con este espejo se supera y vence cualquier dificultad para leer escrituras indescifrables o extranjeras. Poned mirando hacia el mismo una carta llena de abreviaturas o de manchas, la página de un libro escrito en árabe o japonés, y todo lo podréis leer y comprender en inmejorable inglés.
El otro empuñó una de sus botellas, parecida a un frasco de medicinas, y afirmó:
—La emulsión contenida en esta botella es una de las más prodigiosas que puedo ofrecer a mis oyentes ingerida en ayunas, y bastan dos cucharadas de sopa; proporciona improvisadamente al bebedor el genio político. Se recomienda especialmente a los diputados, a los ministros, a los secretarios de partidos políticos y también a los simples consejeros comunales; desgraciadamente, el efecto dura muy poco, tan sólo cuarenta minutos. Pero en cuarenta minutos un político puede tomar decisiones capaces de cambiar la suerte de una nación y hasta de todo un continente.
El otro viejo, sin dejar pasar un instante tomó un enorme espejo hexagonal y dijo así:
—Señores y amigos: con este espejo podréis descubrir a vuestro gusto lo que está sucediendo lejos de vosotros, de vuestra casa y de vuestra ciudad. Podréis ver qué es lo que hace vuestra mujer amada, cómo se comporta vuestro hijo en la universidad o en el buque en el que viaja por los mares, podréis ver lo que sucede en la corte del emperador y en las casas de vuestros amigos. Su nombre es: el espejo de las realidades aproximadas.
Aún no había concluido de hablar cuando su compañero tendió hacia el escaso auditorio otra botella; voluminosa y de color azul.
—Sin duda alguna sabéis que cada uno de nosotros no está viviendo por vez primera, que hemos tenido otras existencias, otras vidas en otras edades. Quien bebe un sorbo del liquido contenido en esta botella podrá verse a sí mismo tal cual fue en los siglos pasados, con otros aspectos externos y otros destinos. Pero este milagro tiene una duración mínima: cinco minutos. Recordaréis que los moribundos pueden repasar en poquísimos instantes toda su existencia, del mismo modo aquí. Apresuraos, ciudadanos, porque ésta es la última de mis botellas.
Atónitos y dudando, los pocos presentes no decían palabra, ninguno compraba y los dos viejos no demostraban tener prisa en vender. El crepúsculo se acentuaba más y más, la plaza se hacía más negra y siniestra. Los dos viejos hablaban en voz baja. Abandoné aquel lugar y marché hacia las afueras a lo largo de un camino arbolado. Pero después de dar unos centenares de pasos, pensé:
—¿Y si todo fuera verdad?… ¿Si aquellos charlatanes no fueran charlatanes?
Repentina e irresistible me sobrevino la tentación de comprar todos los espejos y las botellas. Con pocas libras esterlinas me quitaría la curiosidad. Los españoles suelen decir:
¡¿Quién sabe?!
Volví lentamente sobre mis pasos y hallé la placita, pero aquel lugar estaba desierto y silencioso, la gente había desaparecido, el escenario y sus colgaduras no se veían, los dos viejos se habían desvanecido. Solamente estaban firmes las casas negras, altas, leprosas, apretadas.
(DE WILLIAM BLAKE)
Aberdeen, 5 de septiembre.
Entre los manuscritos inéditos de la colección Everett hay uno que a pesar de su brevedad es de los más importantes, según me lo confirmó un
scholar
de Cambridge: es de William Blake, el visionario poeta autor de
El matrimonio del Cielo y el Infierno.
Según parece, el fragmento que tengo ante mis ojos debió ser el esbozo de un poema que hubiera tenido por título
El Paraíso hallado nuevamente,
titulo que recuerda al
Paradise Regained,
de John Milton, pero tanto el tono como el contenido son muy diversos.
Blake comienza diciendo que el Edén del que habla la Biblia no puede haber desaparecido de la faz de la tierra, porque Dios es por esencia creador, y ciertamente no ha querido destruir una de sus obras maestras. Así pues, es necesario buscar ese Paraíso, cosa que ya intentaron muchos hombres durante los siglos de las luces o sea durante la Edad Media. El último navegante que se esforzó por hallar el Paraíso Terrenal fue Cristóbal Colón, quien marchando hacia Occidente se proponía llegar al Oriente, lugar donde Dios habría preparado el jardín de delicias para su primer huésped. Pero, por desgracia, el místico genovés halló tierras que se interponían entre Europa y Asia, y que resultaron ser cebo y barrera. Con él concluyó la Edad Media y terminó la búsqueda del Edén.
Blake imagina ser él mismo el nuevo peregrino que pretende recorrer, afanosamente, el camino seguido por los dos exilados: por nuestro primer padre y por nuestra primera madre. Por espacio de largos años viaja por estepas y bosques, atraviesa cadenas de montañas y multitud de ríos, recorre valles fertilísimos y selvas terroríficas, marcha por las dunas del mar y los senderos herbáceos de los altiplanos. Encuentra llanuras verdes y jardines florecidos, bosques donde mora la alegría de los pájaros y frescos oasis de palmeras y fuentes, pero en ningún sitio halla al verdadero Paraíso Terrenal, por doquiera reinan el gemido del sufrimiento y las sombras de la muerte.
Una noche, cansado y afligido se duerme el peregrino sobre el musgo de una caverna. Tiene un sueño en el que se le aparece un gigante de cabello blanco, un gigante que lo mira con ojos fulgurantes e imperiosos; el peregrino cree reconocer en él al Creador pintado por Miguel Angel en la capilla Sixtina. El anciano habla así al desesperado viandante:
—En vano recorres la tierra buscando el lugar donde estuvo el Jardín destinado a ser morada de Adán. Como premio a tu fe y tu constancia te revelaré la verdad que fue adivinada únicamente por rarísimos santos. El Paraíso Terrenal es toda la tierra, nada más que la tierra con todas sus regiones, con sus alturas y sus aguas. Adán y Eva no fueron expulsados de un lugar cerrado, sino que fueron cegados. Las espadas llameantes de los Querubines cambiaron la visión de sus ojos, los obnubilaron y no reconocieron el asilo de las delicias y jamás lo volvieron a reconocer. Sus ojos ofuscados vieron malezas y espinas donde había flores esplendorosas, vieron piedras escabrosas donde había gemas refulgentes, zonas desiertas donde en realidad había extensiones alfombradas de hierbas olorosas, lugares nebulosos donde brillaban cielos resplandecientes, horrendos abismos donde había valles bendecidos por la sonrisa del sol. El mundo ha quedado tal cual fue en su creación desde el primer día, pero los hombres, debido a la alteración de su mirada, ven en el Paraíso, ya un doloroso Purgatorio, ya un horrendo Infierno.
»Y también su facultad auditiva fue alterada por el fragor de las espadas, y dejaron de comprender el lenguaje de los animales y los armoniosos mensajes de las plantas. Si el hombre pudiera recuperar la limpidez de sus pupilas obcecadas y la virtud perfecta de sus oídos, entonces todo se le aparecería como es en la realidad, como se le apareció el primer día, antes del pecado.
El anciano extendió su diestra y tocó los ojos del durmiente, luego sopló con su boca en sus oídos. Al percibir aquella sensación el peregrino se despertó sobresaltado, sacudido por un gozoso terror, y salió de la caverna. Ya amanecía, y Blake comprobó que el Señor no le había engañado: lo que en la tarde anterior le había parecido una tierra pedregosa y estéril, la veía ahora como una multicolor fiesta de hierbas y flores, de arbustos cargados con bayas maduras, por doquiera veía ovejas pastando. Extasiado de estupor, comprendió de golpe los razonamientos que se decían gorjeando los mirlos y las alondras, alegrándose con él por la recuperada felicidad.
«Y yo —concluye diciendo Blake— después de agradecer al Señor con un canto nuevo, regresé a mi ciudad, a mi pobre casita, y me di cuenta de que hasta mi reducida huerta de Londres era un rincón, hasta entonces ignorado, del Edén omnipotente y eterno».
GIOVANNI PAPINI (Florencia, 1881 - 1956). Escritor y poeta italiano. Fue uno de los animadores más activos de la renovación cultural y literaria que se produjo en su país a principios del siglo
XX
, destacando por su desenvoltura a la hora de abordar argumentos de crítica literaria y de filosofía, de religión y de política.
Nacido en una familia de condiciones humildes y de formación autodidacta, fue desde muy joven un infatigable lector de libros de todo género y asiduo visitante de las bibliotecas públicas, donde pudo saciar su enorme sed de conocimientos. Obtuvo el título de maestro y trabajó como bibliotecario en el Museo de Antropología de Florencia, pero a partir de 1903, año en que fundó la revista
Leonardo
, se volcó con polémico entusiasmo en el periodismo.
Esta publicación se convirtió enseguida en un instrumento de lucha contra el positivismo que imperaba en el pensamiento filosófico italiano y, al mismo tiempo, contribuyó a difundir el pragmatismo. Ese mismo año se convirtió en redactor jefe del diario nacionalista
Regno
, mientras que en 1908, finalizada ya la andadura de
Leonardo
, empezó a colaborar activamente en
La Voce
, convirtiéndose en uno de los representantes más inquietos y ruidosos del movimiento filosófico y político que surgió en Florencia alrededor de esa revista.
Más tarde fundó también
Anima
(1911) y
Lacerba
(1913), de orientación más literaria y donde durante un tiempo defendió las tendencias futuristas de F.T. Marinetti. Agnóstico, anticlerical, pero no obstante siempre abierto a nuevas experiencias espirituales, su actividad periodística le permitió dar rienda suelta a su afición de sorprender y escandalizar a los lectores y de arremeter contra personajes más o menos famosos.