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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

El libro de las ilusiones (21 page)

BOOK: El libro de las ilusiones
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Su padre no había sido siempre así, explicó. Cuando sus hermanas y ella eran pequeñas, su padre parecía una persona diferente, y resultaba difícil reconocerle ahora, difícil recordar lo que había sido en aquella época. O'Fallon el Pelirrojo, el Relámpago del Noroeste. Patrick O'Fallon, marido de Mary Day. Papi O'Fallon, emperador de las niñas. Pero pensando en los últimos seis años, añadió Nora, teniendo en cuenta todo lo que había sufrido, quizá no fuese tan extraño que su mejor amigo fuese un tal Jameson: aquel tipo lúgubre y silencioso que vivía con él en el piso de arriba, atrapado en todas aquellas botellas de líquido ambarino. El primer golpe vino con la pérdida de su madre, muerta de cáncer a los cuarenta y cuatro años. Eso ya había sido bastante duro, añadió Nora, pero luego siguieron ocurriendo cosas, una conmoción familiar después de otra, un puñetazo en el estómago y luego otro en la cara, una serie de calamidades que poco a poco le fueron dejando para el arrastre. Menos de un año después del entierro, Deirdre se quedó embarazada, y como no quería casarse a la fuerza con el marido que su padre le había buscado O'Fallon la echó de casa. Pero con eso también se puso a Brigid en contra, apuntó Nora. Su hermana mayor estaba en el último año en el Smith, justo al otro extremo del país, pero cuando se enteró de lo que había pasado, escribió a su padre y le dijo que no le dirigiría la palabra nunca más si no dejaba que Deirdre volviera a casa. Aquello no le sentó bien a O'Fallon. Estaba pagando los estudios de Brigid, ¿quién se creía que era para decirle lo que debía hacer? Brigid se pagó ella misma el último semestre, y después, cuando se licenció, se fue derecha a California para hacerse escritora. Ni siquiera pasó por Spokane para ir a verlos. Era tan obstinada como su padre, afirmó Nora, y Deirdre era el doble de testaruda que su padre y su hermana juntos. No importaba que Deirdre ya estuviera casada y hubiese dado a luz otro niño. Seguía sin querer hablar con su padre, lo mismo que Brigid. Entretanto, Nora se fue a estudiar a Pullman. Se mantuvo en contacto periódico con sus dos hermanas, pero Brigid era la mejor corresponsal, y raro era el mes que Nora no recibía al menos una carta de ella. Entonces, cuando Nora empezaba el penúltimo año de carrera, Brigid dejó de escribir. Al principio, no parecía un motivo de preocupación, pero al cabo de tres o cuatro meses de prolongado silencio, Nora escribió a Deirdre preguntándole si había tenido noticias de Brigid últimamente. Cuando Deirdre le contestó diciéndole que no sabía nada de ella desde hacía seis meses, Nora empezó a inquietarse. Habló con su padre, y el pobre O'Fallon, desesperado por enmendar las cosas, abatido por los remordimientos de lo que había hecho a sus dos hijas mayores, se puso inmediatamente en contacto con el Departamento de Policía de Los Angeles. Asignaron el caso a un inspector llamado Reynolds. La investigación se puso rápidamente en marcha, y al cabo de unos días ya se habían establecido varios hechos esenciales: que Brigid había dejado el trabajo en la revista, que había acabado en el hospital después de un intento de suicidio, que estaba embarazada, que se había marchado de su apartamento sin dejar dirección, que efectivamente había desaparecido. Por sombrías que fuesen las noticias, por terrible que fuese pensar en lo que implicaban tales hechos, parecía que Reynolds se encontraba a punto de descubrir lo que le había pasado realmente a su hermana. Entonces, poco a poco, la pista se fue enfriando.

Pasó un mes, pasaron tres meses, después ocho, y Reynolds no tenía nada nuevo de que informar. Hablaron con todos los que la conocían, prosiguió Nora, hicieron todo lo humanamente posible, pero cuando la pista los condujo al Fitzwilliam Arms, tropezaron con un muro. Frustrado por aquella falta de progresos, O'Fallon decidió dar un impulso a las cosas contratando los servicios de un detective privado. Reynolds recomendó a un tal Frank Stegman, y de momento O'Fallon recobró las esperanzas. Sólo vivía para la investigación, explicó Nora, y siempre que Stegman informaba del más mínimo dato nuevo, del más leve indicio de una pista, su padre cogía el primer tren con destino a Los Angeles, viajando toda la noche si era preciso, para llamar a la puerta del despacho de Stegman a primera hora de la mañana. Pero el detective se había quedado ya sin ideas, y estaba dispuesto a abandonar. Hector ya lo había oído. A eso venía la llamada de teléfono, insistió ella, y nadie podía verdaderamente reprocharle que quisiera dejarlo. Brigid estaba muerta. Ella lo sabía, Reynolds y Stegman lo sabían, pero su padre seguía sin aceptarlo. Se echaba la culpa de todo, y a menos que tuviera algún motivo de esperanza, a menos que pudiera hacerse la ilusión de creer que iban a encontrar a Brigid, no podría ya vivir en paz consigo mismo. Era así de sencillo, concluyó Nora. Se moriría. Sería demasiado dolor para él, y simplemente se vendría abajo y se moriría.

A partir de aquella noche, Nora empezó a contárselo todo. Era natural que quisiera compartir sus problemas con alguien, pero entre toda la gente que había en el mundo, de todos los posibles candidatos entre los que podía haber elegido, Hector fue el que consiguió el puesto.

Se convirtió en el confidente de Nora, en el depositario de la información sobre su propio crimen, y todos los martes y jueves por la noche, sentado junto a ella en el salón hasta que acababa la dura clase, sentía que el cerebro se le desintegraba un poco más en la cabeza. La vida era un sueño febril, descubrió, y la realidad un universo sin fundamento, un mundo hecho de fantasías y alucinaciones, donde todo lo imaginario se hacía real. ¿Sabía él quién era Hector Mann? Una noche, Nora le hizo efectivamente esa pregunta. Stegman había establecido una nueva teoría, anunció, y después de haber abandonado el asunto dos meses antes, el detective había llamado un fin de semana a O'Fallon para pedirle otra oportunidad. Acababa de descubrir que Brigid había escrito un artículo sobre Hector Mann. Once meses después, Mann había desaparecido, y se preguntaba si era simple coincidencia que la desaparición de Brigid se hubiera producido en la misma época. ¿Y si había una relación entre aquellos dos asuntos sin resolver? Stegman no estaba en condiciones de prometer resultados, pero al menos ahora tenía algo para trabajar, y con el permiso de O'Fallon deseaba seguir esa pista. Si podía demostrar que Brigid había seguido viendo a Mann después de escribir el artículo, habría motivos para ser optimista.

No, contestó Hector, nunca había oído hablar de él.

¿Quién era aquel Hector Mann? Nora tampoco sabía mucho acerca de él. Un actor, explicó ella. Había hecho unas comedias mudas algunos años atrás, pero ella no había visto ninguna. En la facultad no había tenido mucho tiempo para ir al cine. No, convino Hector, él tampoco iba muy a menudo. Costaba dinero, y una vez había leído en alguna parte que era malo para los ojos. Nora dijo que se acordaba vagamente del caso, pero que lo había seguido con atención en su momento. Según Stegman, Mann llevaba casi dos años desaparecido. ¿Y por qué se había marchado?, quiso saber Hector. Nadie sabía nada, contestó Nora. Simplemente desapareció un día, y desde entonces no se había vuelto a tener noticias de él. No parecía haber muchas esperanzas, observó Hector. Nadie puede estar escondido durante tanto tiempo. Si no lo han encontrado ya, es que a lo mejor está muerto. Sí, probablemente, convino Nora, y Brigid quizá estuviera muerta también. Pero había rumores, prosiguió ella, y Stegman iba a comprobarlos. ¿Qué tipo de rumores?, preguntó Hector. Que quizá haya vuelto a Sudamérica, contestó Nora. Era de allí. Brasil, Argentina, ya no recordaba de qué país, pero era increíble, ¿verdad? ¿Cómo increíble?, preguntó Hector. Que Hector Mann procediese de la misma parte del mundo que él. ¿Qué había de raro en eso?, preguntó Hector. Se olvidaba de que Sudamérica era muy grande. Había sudamericanos por todas partes. Sí, ya lo sabía, insistió Nora, pero, aun así, ¿no sería increíble que Brigid se hubiera ido allí con él? Sólo con pensarlo se sentía feliz. Dos hermanas, dos sudamericanos. Brigid en un sitio con el suyo, y ella en otro con el suyo.

No habría sido tan terrible si ella no le hubiera gustado tanto, si una parte de él no se hubiera enamorado de ella el primer día que la vio. Hector sabía que le estaba vedada, que incluso contemplar la posibilidad de tocarla habría sido un pecado imperdonable, y sin embargo siguió acudiendo a su casa todos los martes y jueves por la noche, muriendo un poco cada vez que ella se sentaba a su lado en el sofá y recostaba su cuerpo de veintidós años en los cojines de terciopelo color vino. Qué fácil habría sido extender el brazo, acariciarle la nuca, cogerla del hombro, volverse hacia ella y besarle las pecas de la cara. Por grotescas que a veces fuesen sus conversaciones (Brigid y Stegman, el deterioro de su padre, la búsqueda de Hector Mann), vencer esos impulsos le resultaba aún más difícil, y tenía que emplear todas sus fuerzas para no pasarse de la raya. Tras dos horas de tormento, muchas veces iba directamente de la clase al río, cruzando la ciudad a pie hasta un pequeño barrio de casas ruinosas y hoteles de dos pisos donde podían comprarse mujeres durante veinte minutos o media hora. Era una solución deprimente, pero no tenía alternativa. Menos de dos años antes, las mujeres más atractivas de Hollywood se peleaban por acostarse con Hector. Ahora él tenía que pagar por ello en los barrios bajos de Spokane, derrochando el jornal de medio día por unos minutos de alivio.

En ningún momento se le ocurrió a Hector que Nora pudiera sentir algo por él. Era un personaje lamentable, un tipo que no merecía consideración, y si ella estaba dispuesta a dedicarle tanto tiempo, sólo sería porque le daba lástima, porque era una persona joven y apasionada que se tomaba por salvadora de almas perdidas. Santa Brígida, como la había llamado su hermana, la mártir de la familia. Hector era el salvaje desnudo de África, y Nora la norteamericana misionera que se había abierto camino a través de la selva para mejorar su suerte. Nunca había conocido a una persona tan ingenua, tan confiada, tan ignorante de las fuerzas oscuras que obraban en el mundo.

Unas veces, se preguntaba si no era simplemente estúpida.

Otras veces, parecía estar poseída de una sabiduría singular, refinada. Y en algunas ocasiones, cuando se volvía a mirarlo con aquella expresión intensa y obstinada en los ojos, Hector creía que se le iba a romper el corazón. En eso consistió la paradoja del año que pasó en Spokane.

Nora le hacía la vida intolerable, y sin embargo ella era lo único por lo que vivía, el único motivo por el que no había hecho la maleta para largarse.

La mitad del tiempo, tenía miedo de confesárselo todo. La otra mitad, tenía miedo de que lo capturasen.

Stegman siguió la pista de Hector Mann durante tres meses y medio antes de abandonar otra vez. Donde la policía había fracasado, el detective privado fracasó a su vez, pero eso no significaba que la posición de Hector fuese ahora más segura. O'Fallon había ido varias veces a Los Angeles en el otoño y el invierno, y parecía lógico suponer que en algún momento de esas visitas Stegman le hubiera enseñado fotografías de Hector Mann. ¿Y si O'Fallon hubiera notado el parecido entre su diligente empleado y el actor desaparecido? A principios de febrero, no mucho después de volver de su último viaje a California, O'Fallon empezó a mirar a Hector de otra manera. Parecía más atento, más curioso, en cierto sentido, y Hector no pudo evitar preguntarse si el padre de Nora estaba sobre su pista. Tras meses de silencio y desprecio apenas contenido, el viejo empezaba de pronto a prestar atención al humilde mozo que trabajaba sin descanso cargando cajas en el almacén de su tienda. Las indiferentes inclinaciones de cabeza se mudaron en sonrisas, y de cuando en cuando, sin motivo aparente alguno, daba a su empleado unas palmaditas en el hombro y le preguntaba qué tal le iba. Lo más extraño era que empezó a abrir la puerta de su casa cuando Hector llegaba para sus clases nocturnas. Le estrechaba la mano como si fuera un huésped bien recibido, y luego, con cierta torpeza, pero con evidente buena voluntad, se quedaba un momento por allí haciendo observaciones sobre el tiempo antes de subir al piso de arriba y retirarse a su habitación. En cualquier otra persona, ese comportamiento habría sido normal, el estricto mínimo exigido por la buena educación, pero en O'Fallon resultaba del todo desconcertante, y Hector no se fiaba. Había demasiado en juego para dejarse embaucar por unas cuantas sonrisas corteses y unas palabras amistosas, y cuanto más duraba aquella amabilidad fingida, más se iba asustando Hector. A mediados de febrero, se dio cuenta de que sus días en Spokane estaban contados. Le estaban tendiendo una trampa, y tenía que estar preparado para largarse de la ciudad en cualquier momento, para escaparse en plena, noche y no volver a aparecer por allí.

Pero al fin se aclararon las cosas. Justo cuando Hector pensaba en soltar su discurso de adiós a Nora, O'Fallon lo acorraló una tarde en la trastienda y le preguntó si le interesaría un aumento de sueldo. Goines se ha despedido, explicó. El subgerente se mudaba a Seattle para llevar la imprenta de su cuñado, y O'Fallon quería cubrir el puesto lo antes posible. Sabía que Hector no tenía experiencia en ventas, pero le había estado observando, le confesó, había estado viendo cómo cumplía con su trabajo, y no creía que tardara mucho tiempo en aprender sus nuevas funciones. Tendría más responsabilidad y un horario más largo, pero ganaría el doble de su sueldo actual. ¿Necesitaba tiempo para pensarlo, o estaba dispuesto a aceptar ya?

Hector estaba dispuesto a aceptar. O'Fallon le estrechó la mano, le felicitó por el ascenso y luego le dio el resto del día libre. Pero cuando Hector estaba a punto de salir de la tienda, O'Fallon le llamó y le dijo que volviera. Abra la caja y saque un billete de veinte dólares, le dijo el jefe.

Luego vaya al final de la manzana, a la sastrería Pressler, y cómprese un traje, camisas blancas y dos pajaritas. Ahora va a trabajar en la tienda, y debe estar más presentable.

Prácticamente hablando, O'Fallon había entregado a Hector el manejo del negocio. Le había dado el título de subgerente, pero el caso era que el sub estaba de más. Él era quien se ocupaba de la marcha de la tienda, y O'Fallon, gerente oficial de su propia empresa, no hacía absolutamente nada. El Pelirrojo pasaba muy poco tiempo en el local como para preocuparse de pequeños detalles, y cuando comprendió que aquel extranjero de espíritu dinámico era capaz de desempeñar las responsabilidades del nuevo puesto, a duras penas se molestaba siquiera en pasar por allí. Estaba tan harto del negocio, que jamás se aprendió el nombre del nuevo mozo de almacén.

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