Read El libro de las ilusiones Online

Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

El libro de las ilusiones (24 page)

BOOK: El libro de las ilusiones
6.82Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Sólo tuvo algún problema la primera vez, o justo antes de la primera vez, cuando aún no estaba seguro de si estaría a la altura de las circunstancias. Afortunadamente, Sylvia había concertado aquella representación para un público compuesto por un solo hombre. Eso lo hizo soportable en cierta medida: mostrarse en público de forma privada, con sólo dos ojos fijos en él, y no veinte o cincuenta, o incluso cien. En aquella ocasión, los ojos eran de Archibald Pierson, un juez jubilado de setenta años, que vivía solo en un caserón estilo Tudor en Highland Park. Sylvia ya había ido una vez con Al, y cuando ella y Hector subieron a un taxi en la noche de marras y se dirigieron a su destino en los barrios residenciales, le advirtió que probablemente tendrían que hacerlo dos veces, incluso tres quizá. El vejestorio se había encaprichado de ella, le dijo. Llevaba semanas llamándola, desesperado por saber cuándo volvía, y poco a poco ella fue regateando el precio hasta conseguir doscientos cincuenta dólares por polvo, el doble de la ultima vez. Yo no soy manca cuando se trata de sacar pasta, declaró con orgullo. Si dejamos satisfecho a ese primo, mi querido Hermie, nos vamos a llenar los bolsillos.

Resultó que Pierson era un anciano tímido y nervioso, delgado como el punzón de un zapatero, con una abundante y repeinada cabellera blanca y enormes ojos azules. Se había puesto para la ocasión una chaqueta de esmoquin de terciopelo verde, y mientras acompañaba a Hector y a Sylvia al salón, no hacía más que aclararse la garganta y alisarse la parte delantera de la chaqueta, como si se sintiera incómodo con aquel atuendo de petimetre.

Primero les ofreció cigarrillos y una copa (que ambos declinaron), y luego les anunció que como acompañamiento a su representación pensaba poner en el fonógrafo un disco del
Sexteto de cuerda número uno en si bemol
de Brahms. Sylvia soltó una risita tonta al oír la palabra sexteto, sin saber que se refería al número de instrumentos de la composición, pero el juez no hizo comentario alguno.

Pierson felicitó entonces a Hector por la máscara —que Hector se había puesto antes de entrar en la casa— y dijo que la encontraba fascinante, un toque magistral. Creo que me va a gustar, afirmó. La felicito, Sylvia, por la elección de su pareja. Este es infinitamente más apuesto que Al.

Al juez le gustaban las cosas sencillas. No le interesaban ni los vestidos provocativos, ni los diálogos sensuales ni las escenas artificialmente dramáticas. Lo único que quería era mirar sus cuerpos, les dijo, y una vez acabada la conversación preliminar, les ordenó que fueran a desnudarse a la cocina. Durante su ausencia, puso la música, apagó las luces y encendió velas en media docena de sitios diferentes de la estancia. Era teatro sin teatro, una cruda representación de la vida misma. Hector y Sylvia tenían que entrar desnudos en la habitación, y luego dedicarse directamente al asunto en la alfombra persa. Eso era todo.

Hector haría el amor con Sylvia, y cuando llegara el momento culminante, debía retirarse de ella y eyacular sobre sus pechos. A eso se reducía todo, comentó el juez. El chorro era esencial, y cuanto más distancia recorriera por el aire, más satisfecho quedaría.

Cuando se hubieron desnudado en la cocina, Sylvia se acercó a Hector y empezó a pasarle las manos por el cuerpo. Le besó en el cuello, le echó hacia atrás la máscara para besarle en el rostro y, ahuecando la mano, le cogió el fláccido pene y lo acarició hasta que se puso tieso. Hector se alegró de que se le hubiera ocurrido lo de la máscara.

Le hacía menos vulnerable, le daba menos vergüenza exhibirse ante el anciano, pero seguía nervioso, y acogió con alivio el cálido contacto de Sylvia, agradeciendo que intentara quitarle la crispación. Por muy estrella que fuera, sabía que la carga de la prueba recaía sobre él. Hector no podía fingir como ella; no podía limitarse a repetir los gestos de un placer simulado y hacer como que disfrutaba. Tenía que emitir algo tangible al final del espectáculo, y a menos que se entregara a ello con auténtica convicción, no tendría la menor posibilidad de conseguirlo.

Aparecieron en el salón cogidos de la mano, dos salvajes desnudos en un jungla de espejos con marco dorado y escritorios Luis XV. Pierson ya estaba instalado en su butaca al fondo de la estancia: un enorme sillón de orejas, de cuero, que parecía engullirlo, haciéndole aún más delgado y más seco de lo que era. A su derecha tenía el fonógrafo, con el sexteto de Brahms dando vueltas en el plato. A su izquierda, un mueble bajo, de caoba, cubierto de cajas lacadas, estatuillas de jade y otros costosos objetos chinos.

Era una habitación llena de nombres y objetos inamovibles, un enclave de pensamientos. Nada podía haber resultado más incongruente en aquella atmósfera que la erección que Hector llevaba con él, que el espectáculo de verbos que de pronto empezó a desarrollarse a tres metros del sillón del juez.

Si el anciano disfrutaba de lo que veía, no mostraba signo exterior alguno de placer. Se puso en pie dos veces durante la representación para cambiar el disco, pero aparte de esas breves interrupciones mecánicas, permaneció todo el tiempo en la misma postura, sentado en su trono de cuero con una pierna cruzada sobre la otra y las manos en el regazo. No se tocó, no se desabotonó los pantalones, no sonrió, no hizo el menor ruido. Sólo al final, en el momento en que Hector se retiró de Sylvia y se produjo la deseada erupción, pareció que un leve y tembloroso eco contraía la garganta del juez. Casi como un sollozo, pensó Hector; o quizá, apenas nada en absoluto.

Esa fue la primera vez, dijo Alma, pero también fue la quinta y la undécima y la decimoctava y otras seis veces más, Pierson se convirtió en su cliente más fiel, y una y otra vez volvieron a la casa de Highland Park para revolcarse en la alfombra y recoger su dinero. Nada hacía a Sylvia más feliz que aquel dinero, según comprendió Hector, y al cabo de un par de meses había ganado con el espectáculo lo suficiente para dejar de vender sus encantos en el hotel White House. No todo iba a su bolsillo, pero incluso después de entregar el cincuenta por ciento al hombre que llamaba su protector, ganaba dos o tres veces más que antes. Sylvia era una paleta inculta, una arribista zafia y semianalfabeta que se expresaba en una confusión de incongruencias y alucinantes despropósitos, pero demostró tener buena cabeza para los negocios. Era ella quien contrataba las representaciones, negociaba con los clientes y se ocupaba de todas las cuestiones prácticas: el transporte hasta el lugar de trabajo y la vuelta, alquiler de vestuario, búsqueda de nuevos contratos. Hector nunca tenía que ocuparse de esos detalles. Sylvia le llamaba para comunicarle cuándo y dónde tenían que presentarse, y lo único que debía hacer era esperar que ella pasara por su apartamento a recogerlo en taxi. Aquéllas eran las normas tácitas, las fronteras de su relación. Trabajaban, follaban, ganaban dinero juntos, pero nunca intentaron hacer amistad, y excepto por las veces que tenían que ensayar un nuevo número, sólo se veían a la hora del espectáculo.

Desde el principio, Hector supuso que estaba a salvo con ella. No le hacía preguntas ni hurgaba en su pasado, y en los seis meses y medio que trabajaron juntos, nunca la vio mirar un periódico y menos aún interesarse por las noticias. Una vez, de manera indirecta, él mencionó de pasada al cómico del cine mudo que había desaparecido unos años atrás. ¿Cómo se llamaba?, preguntó, chasqueando los dedos y fingiendo buscar la respuesta en su memoria, pero cuando Sylvia reaccionó con aquella mirada suya, perdida e indiferente, Hector pensó que nunca había oído hablar del suceso. En cierto momento, sin embargo, alguien debió de contárselo. Hector nunca se enteró de quién había sido, pero sospechaba que era el novio de Sylvia, su presunto chulo, Biggie Lowe, una masa de ciento veinte kilos de peso que había empezado de gorila en una sala de baile de Chicago y ahora trabajaba de gerente nocturno del hotel White House. Quizá fue Biggie quien se lo propuso, llenándole la cabeza con historias de dinero fácil y planes infalibles de chantaje, o puede que Sylvia actuara por su cuenta y riesgo, tratando de sacarle unos cuantos dólares más. Fuera como fuese, la avaricia se apoderó de ella, y una vez que Hector descubrió lo que estaba planeando, no pudo hacer otra cosa que largarse.

Ocurrió en Cleveland, menos de una semana antes de Navidad. Habían ido en tren, invitados por un acaudalado fabricante de neumáticos, acababan de hacer el número de los libertinos franceses ante un público de unas tres docenas de hombres y mujeres (que se habían reunido en casa del industrial para participar en una orgía semestral privada) y estaban en el asiento trasero de la limusina de su anfitrión, de camino al hotel donde pararían a dormir unas horas antes de volver a Chicago la tarde siguiente.

Les habían pagado una suma sin precedentes: mil dólares por una sola sesión de cuarenta minutos. La parte de Hector debía sumar cuatrocientos dólares, pero cuando Sylvia contó el dinero del magnate de los neumáticos, sólo entregó a su socio doscientos cincuenta.

Eso es el veinticinco por ciento, objetó Hector. Todavía me debes un quince.

Me parece que no, replicó Meers. Eso es lo que te toca, Herm, y yo en tu lugar daría gracias por la suerte que tienes.

¿Ah, sí? ¿Y a qué se debe ese repentino cambio en la política fiscal, querida Sylvia?

Nada de política, tío. Se trata de dólares y centavos.

Resulta que tengo pruebas que acusan a cierto individuo, y si no quieres que empiece a darle a la lengua por toda la ciudad, te conformarás con el veinticinco. Se acabó el cuarenta. Esa época está muerta y enterrada.

Follas como una princesa, cariño. Entiendes la jodienda mejor que ninguna mujer que haya conocido, pero te encuentras con muchas carencias a la hora de pensar, ¿verdad? Que quieres establecer un nuevo acuerdo, pues vale.

Me lo dices y hablamos. Pero no cambies las normas sin consultarme primero.

Muy bien, mister Hollywood. Entonces deja de ponerte la máscara. Si te la quitas, a lo mejor reconsidero las cosas.

Ya veo. Así que a eso es a lo que vamos.

Cuando un tío no quiere que le vean la cara, es que tiene un secreto, ¿no? Y cuando una chica se entera de cuál es ese secreto, el panorama cambia totalmente. Yo hice un trato con Herm. Pero al final resulta que no es Herm, ¿verdad? Se llama Hector, y ahora tenemos que empezar otra vez desde el principio.

Ella podía empezar de nuevo tantas veces como quisiera, pero no iba a ser con él. Cuando la limusina paró frente al hotel Cuyahoga unos segundos después, Hector le dijo que seguirían hablando por la mañana. Quería consultarlo con la almohada, le dijo, pensarlo un poco antes de tomar una decisión, pero estaba seguro de que llegarían a un arreglo satisfactorio para los dos. Luego le besó la mano, como siempre hacía al separarse de ella después de una representación: el gesto entre burlón y caballeresco que se había convertido en su despedida habitual. Por la sonrisita triunfal que apareció en el rostro de Sylvia cuando le cogió la mano y se la llevó a los labios, Hector comprendió que no tenía ni idea de lo que acababa de hacer.

Con aquel chantaje no lograría incrementar su parte de las ganancias, sino que se había cargado el espectáculo.

Subió a su habitación, al séptimo piso, y durante veinte minutos permaneció inmóvil frente al espejo, apretándose el cañón del revólver contra la sien derecha. Estuvo a punto de apretar el gatillo, prosiguió Alma, mucho más cerca que las otras dos veces, pero cuando de nuevo le flaqueó la voluntad, dejó el revólver sobre la mesa y se marchó del hotel. Eran las cuatro y media de la mañana. Caminó hasta la estación de autobuses Greyhound, a doce manzanas hacia el norte, y sacó un billete para el siguiente autocar, o para el que venía después del siguiente. El de las seis iba a Youngstown, en dirección este, y el de las seis y cinco se dirigía en dirección contraria. La novena parada del autobús que iba hacia el oeste era Sandusky, la ciudad donde nunca había pasado su infancia. Recordando lo bonita que una vez le había parecido esa palabra, Hector decidió encaminarse allí; sólo para ver cómo era su pasado imaginario.

Era la mañana del veintiún de diciembre de 1931.

Sandusky estaba a noventa kilómetros, y se pasó durmiendo la mayor parte del viaje, despertándose sólo cuando el autobús llegó a la terminal dos horas y media después.

Llevaba un poco más de trescientos dólares en el bolsillo; los doscientos cincuenta de Meers, otros cincuenta que había metido en la cartera antes de salir de Chicago el día veinte, y el cambio de los diez con que había pagado el billete. Fue a la cantina de la estación y pidió el desayuno especial: huevos con jamón, tostada, patatas fritas, zumo de naranja y café a voluntad. A mitad de la tercera taza, preguntó al camarero de detrás de la barra si había algo que ver en la ciudad. Estaba de paso, explicó, y dudaba de que pudiera volver por allí otra vez. Sandusky no es gran cosa, contestó el camarero. No es más que una ciudad pequeña, ya sabe, pero yo en su lugar iría a ver Cedar Point.

Allí está el parque de atracciones. Hay montañas rusas, tiovivos, el tren fantasma, la ola, todas esas cosas. Ahí fue donde Knute Rockne inventó el pase hacia delante, a propósito, por si es usted aficionado al fútbol americano.

Está cerrado durante el invierno, pero quizá valga la pena echarle un vistazo.

El camarero le dibujó un pequeño plano en una servilleta de papel, pero en vez de torcer a la derecha al pasar la estación de autobuses, Hector tomó por la izquierda. Lo que le condujo a la calle Camp en lugar de a la avenida Columbus, y entonces, para agravar la equivocación, volvió a torcer a la izquierda por West Monroe en lugar de a la derecha. Hasta que no se encontró en la calle King no se dio cuenta de que iba en dirección equivocada. Por ningún sitio veía la península, y en vez de norias y tiovivos se encontró con una deprimente explanada de fábricas ruinosas y almacenes vacíos. Un tiempo frío y gris, amenaza de nieve en el aire, y un perro sarnoso con sólo tres patas, la única criatura viviente en un radio de cien metros.

Hector dio media vuelta y empezó a volver sobre sus pasos, y en ese mismo instante, explicó Alma, le invadió un sentimiento de inutilidad, un cansancio tan grande, tan implacable, que tuvo que apoyarse en la fachada de un edificio para no caerse. Un viento helador soplaba del lago Erie, y aun cuando sintió su acometida en el rostro, no estaba seguro de si el viento era real o fruto de su imaginación. No sabía en qué mes estaban, qué año era. No recordaba su nombre. Ladrillos y adoquines, su aliento flotando en el aire, y el perro de tres patas que daba cojeando la vuelta a la esquina y se perdía de vista. Era una imagen de su propia muerte, comprendió más tarde, el retrato de un alma perdida, y mucho después de recobrar el aliento y seguir adelante, una parte de él siguió allí, de pie en aquella calle desierta de
Sandusky, Ohio
, respirando con dificultad mientras se le escapaba lentamente la existencia.

BOOK: El libro de las ilusiones
6.82Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Empty Altars by Judith Post
The Sound of the Mountain by Yasunari Kawabata, Edward G. Seidensticker
Skinny-dipping by Claire Matturro
Play Me by McCoy, Katie
A Remarkable Kindness by Diana Bletter
Let's Get Lost by Adi Alsaid
The Daughter He Wanted by Kristina Knight