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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

El libro de las ilusiones (20 page)

BOOK: El libro de las ilusiones
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La hija explicó que se ocupaba de la tienda hasta la vuelta de su padre, pero si Hector deseaba dejar su nombre y su número, le daría el recado cuando volviese, el viernes siguiente. No es necesario, repuso Hector, el viernes vendría él personalmente, y entonces, por simple cortesía, o quizá porque quería causarle buena impresión, le preguntó si la habían dejado a ella sola a cargo de todo.

La tienda parecía demasiado grande para que se ocupara de ella una persona sola.

Tenía que haber tres personas, contestó ella, pero el subgerente se había puesto enfermo aquel día y la semana anterior habían despedido al mozo de almacén por robar guantes de béisbol y venderlos a mitad de precio a los chicos de su barrio. Lo cierto era que se sentía un poco perdida, añadió. Hacía siglos que no ayudaba en la tienda, ya no sabía la diferencia entre un putter y una madera, apenas era capaz de utilizar la caja registradora sin equivocarse veinte veces de tecla y liarse en la cuenta.

Era una charla muy agradable, muy abierta. Le hacía partícipe de aquellas confidencias sin pensárselo dos veces, y a medida que proseguía la conversación, Hector se enteró de que había estado fuera los últimos cuatro años, estudiando pedagogía en algún sitio que ella llamaba State y que resultó ser la Universidad del Estado de Washington, en Pullman. Se había licenciado en junio, acababa de volver a casa a vivir con su padre y estaba a punto de empezar su vida profesional como maestra de cuarto curso en el colegio de enseñanza primaria Horace Greeley. Tenía una suerte increíble, le aseguró. Era el mismo colegio al que había asistido de niña, y tanto sus dos hermanas mayores como ella habían tenido a la señorita Neergaard de maestra en cuarto curso. La señorita Neergaard había dado clase allí durante cuarenta y dos años, y le parecía casi un milagro que su antigua maestra se jubilase justo cuando ella empezaba a trabajar. En menos de seis semanas, estaría de pie en la tarima del aula en que se había sentado diariamente cuando era una colegiala de diez años, ¿y no era extraño, concluyó, no era curioso ver las vueltas que daba a veces la vida?

Sí, muy curioso, convino Hector, muy extraño. Ahora sabía que estaba hablando con Nora, la pequeña de las hermanas O'Fallon, y no con Deirdre, la que se había casado a los diecinueve años y vivía en San Francisco. Después de estar tres minutos con ella, Hector decidió que Nora era completamente distinta de su hermana muerta.

Sin duda se parecía a Brigid, pero no tenía nada de esa tensa energía de quien se lo sabe todo, nada de su ambición, nada de su inteligencia rápida y nerviosa. Aquélla era más tierna, más ingenua, estaba más a gusto consigo misma. Recordó que una vez Brigid se había descrito a sí misma como la única de las hermanas O'Fallon con sangre de verdad en las venas. Lo de Deirdre era vinagre, y Nora sólo tenía leche tibia. Ella era quien merecía haberse llamado Brigid, añadió, en honor de Santa Brígida, patrona de Irlanda, porque si había una persona destinada a entregarse a una vida de sacrificio y buenas obras, era su hermana pequeña, Nora.

Una vez más, Hector estuvo a punto de dar media vuelta y marcharse, y de nuevo hubo algo que lo retuvo.

Otra idea se le había metido en la cabeza: un loco impulso, algo tan arriesgado y autodestructivo, que le dejó atónito incluso el mero hecho de haberlo pensado, por no hablar de que creía tener valor para llevarlo a cabo.

Quien nada arriesga, nada gana, dijo a Nora, sonriendo a modo de excusa y encogiéndose de hombros, pero el caso era que había ido allí aquella mañana para pedir trabajo al señor O'Fallon. Se había enterado del asunto con el mozo y se preguntaba si aún estaba libre el puesto.

Qué raro, observó Nora. Sólo hacía unos días que había ocurrido el incidente, y aún no se habían preocupado de poner un anuncio. No pensaban hacerlo hasta que su padre volviera de viaje. Bueno, se corre la voz, aventuró Hector. Sí, será eso, repuso Nora, pero ¿por qué quería ser mozo de almacén, en cualquier caso? Era un trabajo para gente sin formación, para individuos de espalda fuerte, poco cerebro y ninguna ambición; seguro que el podía aspirar a algo más. No necesariamente, afirmó Hector. Eran tiempos difíciles, y cualquier trabajo con el que se ganase dinero era bien recibido en aquellos días.

¿Por qué no le ponía a prueba? Ella estaba sola en la tienda, y era evidente que necesitaba un poco de ayuda. Si estaba contenta de su trabajo, quizá podría recomendarle a su padre. ¿Qué decía señorita O'Fallon? ¿Estaba de acuerdo?

Llevaba en Spokane menos de una hora, y Herman Loesser ya tenía trabajo de nuevo. Nora le estrechó la mano, riendo ante la audacia de su propuesta, y entonces Hector se quitó la chaqueta (la única prenda de ropa decente que poseía) y empezó a trabajar. Se había convertido en una mariposa de luz, y pasó el resto del día revoloteando en torno a la ardiente llama de una vela. Sabía que sus alas podían prenderse en cualquier momento, pero cuanto más cerca estaba de tocar el fuego, más sensación tenía de estar cumpliendo su destino. Como escribió en su diario aquella noche:
Si pretendo salvar mi vida, tengo que estar a un paso de destruirla.

Contra toda probabilidad, Hector aguantó casi un año. Al principio de mozo en el almacén de la trastienda, luego de dependiente principal y subgerente, a las órdenes directas del propio O'Fallon. Nora le dijo que su padre tenía cincuenta y tres años, pero cuando se lo presentaron al lunes siguiente, Hector pensó que parecía más viejo; podía tener sesenta años o más, incluso cien. El antiguo atleta ya no era pelirrojo, ni su torso antaño esbelto estaba ya en forma, y cojeaba alguna que otra vez por los efectos de una rodilla artrítica. O'Fallon se presentaba cada mañana en la tienda a las nueve en punto, pero estaba claro que el trabajo no le interesaba, y por lo general volvía a marcharse a las once o las once y media. Si no le molestaba la pierna, cogía el coche, se iba al club de campo y hacía unos cuantos hoyos con dos o tres amigotes suyos. Si no, iba pronto a almorzar y se quedaba un buen rato en el Bluebell Inn, el restaurante que estaba justo en la acera de enfrente, y luego volvía a su casa y pasaba la tarde en su habitación, leyendo los periódicos y bebiendo botellas de Jameson, el whisky irlandés que todos los meses traía de contrabando de Canadá.

Nunca criticaba a Hector ni se quejaba de su trabajo.

Pero tampoco le hacía cumplidos. O'Fallon manifestaba su satisfacción no diciendo nada, y alguna que otra vez, cuando se sentía comunicativo, saludaba a Hector con un minúsculo movimiento de cabeza. Durante varios meses, apenas hubo más contacto entre ellos. Al principio, Hector lo encontró irritante, pero a medida que pasaba el tiempo aprendió a no tomárselo como algo personal. Aquel nombre vivía en un ámbito de muda interioridad, de perpetua resistencia contra el mundo, y era como si se pasara el día flotando sin más objeto que el de consumir las horas lo menos dolorosamente posible. Nunca perdía los estribos, rara vez esbozaba una sonrisa. Era imparcial e indiferente, estaba ausente incluso estando presente, y no mostraba más compasión o simpatía por sí mismo de la que expresaba hacia cualquier otro.

En la misma medida en que O'Fallon se mostraba cerrado y distante, Nora era abierta y sensible. Al fin y al cabo, era ella quien había contratado a Hector, y seguía sintiéndose responsable de él, tratándole alternativamente como su amigo, su protegido y su obra de rehabilitación humana. Cuando su padre volvió de Los Angeles y el dependiente principal se recuperó de su acceso de herpes, los servicios de Nora dejaron de ser requeridos en la tienda.

Aunque estaba muy ocupada preparándose para el nuevo curso escolar, visitando a antiguas compañeras de clase y haciendo malabarismos con las atenciones de varios jóvenes, durante el resto del verano siempre se las arregló para pasar un momento por la tienda a primera hora de la tarde y ver cómo le iba a Hector. Sólo habían trabajado juntos cuatro días, pero en ese tiempo establecieron la tradición de compartir bocadillos en el almacén durante la media hora de pausa del almuerzo. Ahora ella seguía apareciendo con sus bocadillos de queso, y pasaban media hora hablando de libros. Para Hector, autodidacta en ciernes, era una oportunidad de aprender algo. Para Nora, recién salida de la universidad y dedicada a instruir a los demás, era una ocasión de impartir conocimientos a un alumno inteligente y motivado. Aquel verano, Hector, con bastante dificultad, intentaba leer a Shakespeare y Nora leía las obras con él, ayudándole con las palabras que no entendía, explicándole uno u otro momento histórico o alguna convención teatral, explorando la psicología y las motivaciones de los personajes. En una de las sesiones de la trastienda, tras tropezar en la pronunciación de las palabras Thou ow'st del tercer acto de El rey Lear, le confesó lo mucho que le avergonzaba su acento. Nunca aprendería a hablar bien aquel puñetero idioma, le dijo, y siempre parecía un cretino cuando se expresaba ante personas como ella. Nora se negó a aceptar ese pesimismo. En State había estudiado logopedia como asignatura secundaria, le dijo, y existían soluciones concretas, técnicas y ejercicios prácticos que permitían mejorar. Si estaba dispuesto a enfrentarse al desafío, le prometió que le libraría del acento, que haría desaparecer de su pronunciación hasta el último vestigio de acento español. Hector le recordó que no se encontraba en posición de pagarle las clases. ¿Quién ha dicho algo de dinero?, replicó Nora. Si estaba dispuesto a trabajar, ella le ayudaría con mucho gusto.

En septiembre, cuando empezó el colegio, la nueva maestra de cuarto curso ya no estaba libre a la hora del almuerzo. En cambio, ella y su alumno trabajaban por la noche, reuniéndose los martes y los jueves de siete a nueve en el salón de O'Fallon. Hector pasaba muchos apuros con la i y la e breves, la r semivocal y el sonido ceceante de la th. Vocales mudas, oclusivas interdentales, inflexiones labiales, fricativas, oclusivas palatales, fonemas diversos. La mayor parte del tiempo no entendía nada de lo que explicaba Nora, pero el ejercicio pareció dar resultado. Su lengua empezó a formar sonidos que nunca había producido antes, y finalmente, al cabo de nueve meses de esfuerzos y repetición, había realizado progresos hasta el punto de que cada vez era más difícil adivinar dónde había nacido. No parecía norteamericano, quizá, pero tampoco un inmigrante grosero e inculto. El ir a Spokane quizá fuese uno de los peores errores que Hector cometió en la vida, pero de todas las cosas que le ocurrieron allí, las clases de pronunciación de Nora tuvieron probablemente el efecto más profundo y duradero. Cada palabra que dijo en los cincuenta años siguientes llevaba la impronta de aquellas clases, que permanecieron grabadas en él durante el resto de su vida.

Los martes y los jueves, si no salía a jugar al póquer con unos amigos, O'Fallon solía quedarse en su habitación de arriba. Una noche de primeros de octubre, sonó el teléfono en medio de una clase y Nora fue a cogerlo al vestíbulo. Habló unos momentos con la operadora, y luego, con voz tensa y excitada, llamó a su padre y le dijo que Stegman estaba al teléfono. Llamaba de Los Angeles, le explicó, y quería hablar a cobro revertido. ¿Debía aceptar la llamada o no? O'Fallon contestó diciendo que bajaba enseguida. Nora cerró las puertas correderas que separaban el salón del vestíbulo para que su padre hablase con más tranquilidad, pero O'Fallon ya estaba un poco ebrio y hablaba en voz lo bastante alta para que Hector distinguiera algunas de las cosas que decía. No todo, pero sí lo suficiente para saber que no eran buenas noticias.

Diez minutos después volvieron a abrirse las puertas correderas y O'Fallon entró en el salón arrastrando los pies. Calzaba unas viejas zapatillas de piel y los tirantes, caídos de los hombros, le colgaban hasta las rodillas. Se había quitado la corbata y el cuello de la camisa, y tenía que agarrarse al borde de la mesa de nogal para no perder el equilibrio. Durante unos minutos, habló directamente con Nora, que estaba sentada junto a Hector en el sofá, en medio de la estancia. A juzgar por la atención que prestaba a Hector, el alumno de su hija bien podría haber sido invisible. No es que O'Fallon no le hiciese caso, ni que hiciera como si no estuviese allí. Sencillamente no se fijaba en su presencia. Y Hector, que comprendía todos los matices de la conversación, no se atrevió a ponerse en pie para marcharse.

Stegman tiraba la toalla, anunció O'Fallon. Llevaba meses trabajando en el caso, y no había descubierto una sola pista prometedora. Se estaba cansando, dijo. Ya no quería cogerle el dinero.

Nora preguntó a su padre cómo había contestado a eso y O'Fallon dijo que le había preguntado por qué demonios había llamado a cobro revertido si le sentaba tan mal coger su dinero. Y luego añadió que hacía fatal su trabajo. Si Stegman no quería seguir con el asunto, buscaría a otro.

No, papá, repuso Nora, te equivocas. Si Stegman no podía encontrarla, eso significaba que nadie más podría hacerlo. Era el mejor detective privado de la Costa Oeste.

Lo había dicho Reynolds, que era una persona en la que se podía confiar.

A la mierda con Reynolds, exclamó O'Fallon. A la mierda con Stegman. Que dijeran lo que se les antojase, coño, que él no iba a rendirse.

Nora sacudió la cabeza de atrás adelante, los ojos llenos de lágrimas. Era hora de afrontar los hechos, afirmó.

Si Brigid estuviera viva en alguna parte, habría escrito una carta. Habría llamado. Les habría hecho saber dónde estaba.

Y unos cojones, replicó O'Fallon. No había escrito una carta en cuatro años. Había roto con la familia, y ése era el hecho que tenían que afrontar.

Con la familia no, dijo Nora. Con él. A ella, Brigid no había dejado de escribirle. Cuando estudiaba en Pullman, recibía una carta cada tres o cuatro semanas.

Pero O'Fallon no quería saber nada de eso. No quería discutir más, y si ella ya no iba a respaldarle, entonces él seguiría solo y ella y sus puñeteras opiniones podían irse a la mierda. Y con esas palabras, O'Fallon se soltó de la mesa, se tambaleó precariamente unos instantes mientras trataba de recobrar el equilibrio, y luego salió de la habitación haciendo eses.

Hector no debía haber presenciado esa escena. Sólo era el mozo de almacén, no un amigo íntimo, y no era asunto suyo escuchar conversaciones privadas entre padre e hija, no tenía derecho a estar sentado en el salón mientras su jefe iba tambaleándose de un sitio a otro, desaliñado, en estado de embriaguez. Si Nora le hubiera pedido que se marchase en aquel momento, el asunto se habría zanjado para siempre. No habría oído lo que había oído, no habría visto lo que había visto, y nunca se habría vuelto a mencionar el tema. Sólo tenía que decirle una frase, ponerle una simple excusa, y él se habría levantado del sofá y habría dado las buenas noches. Pero Nora no poseía el don del disimulo. Aún tenía lágrimas en los ojos cuando O'Fallon salió de la habitación, y ahora que el tema prohibido había salido finalmente a la luz, ¿para qué seguir ocultando las cosas?

BOOK: El libro de las ilusiones
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