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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

El libro de las ilusiones (17 page)

BOOK: El libro de las ilusiones
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Su inglés fue mejorando con el tiempo, pero en las años veinte aún parecía que acababa de bajarse del barco. Por mucho que hubiera empezado en Hollywood con buen pie, la víspera de su llegada no era sino un extranjero más, perplejo, parado en el muelle, con todo lo que poseía en el mundo metido en una maleta de cartón.

En los meses siguientes a la entrevista, Hector siguió retozando con toda una serie de actrices jóvenes y guapas.

Le gustaba que lo vieran en público junto a ellas, le encantaba irse a la cama con ellas, pero ninguna de aquellas aventuras duraba mucho. O'Fallon era más inteligente que las demás mujeres que conocía, y cuando Hector se cansaba de su último juguete, invariablemente llamaba a Brigid para decirle que quería volver a verla. Entre principios de febrero y últimos de junio, fue a su apartamento un promedio de una o dos veces por semana, y hacia la mitad de ese periodo, durante la mayor parte de abril y mayo, pasaba a su lado al menos una noche de cada tres.

No cabía duda de que se había encariñado con ella. A medida que pasaban los meses, se fue creando entre ellos una confortable intimidad, pero mientras Brigid, menos experimentada, tomaba aquello como una muestra de amor eterno, Hector nunca se engañó a sí mismo pensando que eran algo más que buenos amigos. La veía como su compañera, como su pareja sexual, como su aliada fiel, pero eso no suponía que tuviese intención de proponerle matrimonio.

Ella era periodista, y debía saber lo que hacía Hector las noches que no dormía en su cama. No tenía más que abrir los periódicos de la mañana para seguir sus hazañas, para que le saltaran a la vista las insinuaciones sobre sus últimos escarceos y enamoramientos. Aunque la mayoría de las historias que leía acerca de él eran falsas, había pruebas más que suficientes para suscitar sus celos. Pero Brigid no era celosa; o al menos no lo demostraba. Cada vez que Hector la llamaba, lo recibía con los brazos abiertos. Ella nunca mencionaba a las otras mujeres, y como no lo acusaba ni le hacía reproche alguno ni le pedía que cambiara de vida, el cariño que Hector sentía por ella no hacía sino aumentar. Ése era el plan de Brigid. Le había entregado su corazón, y antes que obligarlo a tomar una decisión prematura sobre su vida en común, decidió ser paciente. Tarde o temprano, Hector dejaría de andar saliendo por ahí. Algún día perdería el interés por correr frenéticamente detrás de las faldas. Se aburriría, se olvidaría de todo aquello, vería la luz. Y entonces ella estaría allí, para él.

Eso tramaba la lúcida e ingeniosa Brigid O'Fallon, y durante una temporada pareció que acabaría atrapando a su hombre. Envuelto en sus diversas disputas con Hunt, luchando contra la fatiga y la tensión de tener que realizar una nueva película cada mes, Hector se sentía cada vez menos inclinado a desperdiciar la noche en clubs de jazz y bares clandestinos, a malgastar sus fuerzas en seducciones inútiles. El apartamento de O'Fallon se convirtió en un refugio para él, y las apacibles noches que allí pasaban juntos le ayudaban a mantener en equilibrio la cabeza y la entrepierna. Brigid poseía un agudo sentido crítico, y como entendía más que él sobre la industria cinematográfica, Hector respetaba mucho sus opiniones. Fue ella, en realidad, quien sugirió la prueba para que Dolores Saint John hiciera el papel de hija del sheriff en
El utilero
, su siguiente comedia. Brigid llevaba unos meses estudiando la carrera de Saint John, y en su opinión aquella actriz de veintiún años tenía posibilidades de convertirse en algo grande, otra Mabel Normand o Gloria Swanson, otra Norma Talmadge.

Hector siguió su consejo. Cuando Saint John entró en su despacho tres días después, ya había visto un par de películas suyas y estaba decidido a ofrecerle el papel. Brigid tenía razón en cuanto a las dotes interpretativas de Saint John, pero nada de lo que ella había dicho ni de lo que él había visto en el trabajo de la actriz le había preparado para el irresistible efecto que le causó su presencia. Una cosa era ver la actuación de alguien en una película muda, y otra muy distinta estrechar la mano de esa persona y mirarla a los ojos. Otras actrices quizá resultaban más impresionantes en el celuloide, pero en la vida real de sonido y color, en el mundo de carne y hueso, de tres dimensiones, de cinco sentidos, cuatro elementos y dos sexos nunca había conocido a una criatura como aquélla. No era que Saint John fuese más bella que otras mujeres, ni tampoco que dijera nada excepcional en los veinticinco minutos que estuvieron juntos aquella tarde. Para ser enteramente francos, parecía un poco sosa, de una inteligencia no superior a la media, pero tenía cierto aire salvaje, una energía animal que discurría bajo su piel e irradiaba de sus gestos, y a Hector le resultaba imposible dejar de mirarla. Los ojos que le devolvían la mirada eran del más pálido azul siberiano. Tenía la piel muy blanca, y sus cabellos pelirrojos tenían un matiz oscuro, tirando a caoba. A diferencia de la mayoría de las norteamericanas de junio de 1928, llevaba el pelo largo, en una melena que le caía hasta los hombros. Hablaron durante un rato sobre nada en particular. Luego, sin preámbulo alguno, Hector le dijo que el papel era suyo si lo quería, y ella aceptó. Nunca había trabajado en una comedia burlesca, le dijo, y aquel desafío le hacía mucha ilusión. Luego se levantó de la silla, le estrechó la mano y salió del despacho. Diez minutos después, con la cabeza aún llena de la ardiente imagen de su rostro, Hector decidió que Dolores Saint John era la mujer con la que iba a casarse. Era la mujer de su vida, y si al final resultaba que no le quería, entonces no se casaría con nadie.

Desempeñó hábilmente su papel en
El utilero
, haciendo todo lo que Hector le indicaba e incluso contribuyendo con algunas florituras de su parte, pero cuando él trató de contratarla para su siguiente película, ella puso ciertos reparos. Le habían ofrecido el papel principal en una película de Allan Dwan, y la oportunidad era sencillamente demasiado grande para que pudiera rechazarla.

Hector, que supuestamente tenía un toque mágico con las mujeres, no llegaba a parte alguna con ella. No encontraba palabras para decir lo que sentía en inglés, y siempre que estaba a punto de declararle sus intenciones, se volvía atrás en el último momento. Temía asustarla si se expresaba mal, destruyendo sus posibilidades para siempre.

Mientras, seguía pasando varias noches a la semana en el apartamento de Brigid, y como nunca le había hecho promesas, como era libre de amar a quien le diera la gana, no le dijo nada acerca de Saint John. Cuando se acabó el rodaje de
El utilero
a finales de junio, Saint John fue a rodar exteriores en los montes Tehachapi. Trabajó cuatro semanas en la película de Dwan, y en ese tiempo Hector le escribió sesenta y siete cartas. Lo que había sido incapaz de decirle en persona, encontró al fin el valor de expresarlo por escrito. Se lo repitió una y otra vez, y aun cuando se lo decía de manera diferente cada vez que le escribía, el mensaje era siempre el mismo. Al principio, Saint John se quedó perpleja. Luego se sintió halagada. Después empezó a esperar las cartas con impaciencia, y al final comprendió que no podía vivir sin ellas. Cuando volvió a Los Angeles a principios de agosto, le dijo a Hector que la respuesta era sí. Sí, le quería. Sí, se convertiría en su mujer.

No fijaron fecha para la boda, pero hablaron de enero o febrero: tiempo suficiente para que Hector cumpliera el contrato con Hunt y pensara en lo que haría después. Había llegado el momento de hablar con Brigid, pero siempre terminaba aplazándolo, nunca llegaba a decidirse del todo. Se quedaba trabajando hasta muy tarde con Blaustein y Murphy, le decía, estaba en la sala de montaje, iba a localizar exteriores, no se encontraba muy bien. Entre principios de agosto y mediados de octubre, inventó docenas de excusas para no verla, pero seguía sin decidirse a romper del todo con ella. Incluso en lo más álgido de su encaprichamiento con Saint John, siguió visitando a Brigid una o dos veces por semana, y cuando cruzaba el umbral del apartamento, volvía a sumirse en los cómodos hábitos de siempre. Bien podría acusársele de cobardía, desde luego, pero también podía afirmarse con la misma facilidad que era una persona que se encontraba en un conflicto. Quizá se estaba pensando mejor lo de casarse con Saint John. A lo mejor no estaba dispuesto a renunciar a O'Fallon. Tal vez se sentía desgarrado entre las dos mujeres y creía necesitar a ambas. El sentimiento de culpa puede hacer que alguien obre en contra de sus intereses, pero el deseo también puede conducir a lo mismo, y cuando la culpa y el deseo se mezclan a partes iguales en el corazón de un hombre, puede que ese hombre empiece a comportarse de manera extraña.

O'Fallon no sospechaba nada. En septiembre, cuando Hector contrató a Saint John para que desempeñara el papel de su mujer en
Don Nadie
, le felicitó por la inteligencia de su elección. Incluso cuando se filtraron rumores desde el estudio sobre la especial intimidad que existía entre Hector y su protagonista femenina, Brigid no se alarmó de manera indebida. A Hector le gustaba coquetear.

Siempre se encaprichaba de las actrices con quienes trabajaba, pero una vez que el rodaje terminaba y todo el mundo se iba a casa, se olvidaba rápidamente de ellas. En este caso, sin embargo, las historias persistían. Hector ya había pasado a Doble o nada, su última película para Kaleidoscope, y Gordon Fly murmuraba en su columna que estaban a punto de sonar campanas de boda para cierta sirena de larga melena y su cómico y mostachudo galán. Estaban entonces a mediados de octubre, y O'Fallon, que hacía cinco o seis días que no veía a Hector, llamó a la sala de montaje y le pidió que fuese a su apartamento aquella misma noche. Nunca le había pedido nada por el estilo, de manera que él canceló sus planes de cenar con Dolores y, en cambio, fue a casa de Brigid. Y allí, enfrentado a la cuestión cuya respuesta había aplazado a lo largo de los dos últimos meses, acabó diciéndole la verdad.

Hector confiaba en algo decisivo, un estallido de furia femenina que le enviara trastabillando a la calle y terminara de una vez para siempre con la historia, pero cuando le confesó la noticia Brigid se limitó a mirarlo, respiró hondo y le dijo que era imposible que estuviese enamorado de Saint John. Era imposible porque la quería a ella.

Sí, convino Hector, la quería y nunca dejaría de quererla, pero el caso era que iba a casarse con Saint John. Brigid rompió a llorar entonces, pero siguió sin acusarlo de traición, no mencionó sus propias virtudes ni gritó encolerizada por la horrible manera en que la había engañado. Se engañaba a sí mismo, además, y cuando comprendiera que nadie le querría jamás como ella, volvería otra vez.

Dolores Saint John era un objeto, afirmó, no una persona. Era un objeto luminoso y embriagador, pero bajo la piel era grosera, superficial y estúpida, y no merecía ser su esposa. Hector habría debido replicar en aquel momento.

La ocasión le exigía lanzar alguna observación hiriente y brutal que destruyera para siempre las esperanzas de Brigid, pero el dolor y la devoción de aquella mujer eran emociones demasiado intensas para él, y al verla hablar con aquellas frases breves y entrecortadas, fue incapaz de hacer algo así. Tienes razón, contestó. Probablemente no durará más de un año o dos. Pero tengo que pasar por ello. Tiene que ser mía, y después todo se arreglará por sí solo.

Acabó pasando la noche en el apartamento de Brigid.

No porque pensara que les serviría de algo, sino porque ella le rogó que se quedara por última vez, y fue incapaz de negárselo. A la mañana siguiente, él se marchó sigilosamente antes de que ella despertara y, desde aquel mismo momento, las cosas empezaron a cambiar para él. Concluyó su contrato con Hunt, empezó a trabajar con Blaustein en Punto y raya, tomaron forma sus planes de boda.

Al cabo de dos meses y medio, seguía sin tener noticias de Brigid. Encontraba su silencio un tanto molesto, pero lo cierto era que estaba demasiado preocupado con Saint John como para pensar demasiado en el asunto. Si Brigid había desaparecido, sólo podía ser porque era una persona de palabra y demasiado orgullosa para interponerse en su camino. En el momento en que le declaró sus intenciones, ella se había alejado para dejarle que se hundiera o saliera a flote por sí solo. Si salía a flote, probablemente no volvería a verlo más. Si se hundía, quizá apareciese en el último momento para intentar sacarlo del agua.

Hector debió de sentir menos cargo de conciencia al pensar así de O'Fallon, tomándola por una especie de ser superior que no sentía dolor alguno cuando le clavaban puñales en el cuerpo, que no sangraba cuando la herían.

Pero a falta de hechos comprobables, ¿por qué no acomodar la realidad con el deseo? Quería creer que le iban bien las cosas, que seguía valerosamente con su vida. Se dio cuenta de que sus artículos habían dejado de aparecer en
Photoplay
, pero eso probablemente quería decir que se había ido de la ciudad o tenía trabajo en otra parte, y de momento se negó a investigar posibilidades más sombrías.

No fue hasta que ella emergió de nuevo a la superficie (echándole una carta por debajo de la puerta en Nochevieja) cuando comprendió lo horriblemente que se había equivocado. En octubre, dos semanas después de que la abandonara, se había cortado las venas en la bañera. Si no hubiera sido porque el agua se filtró al apartamento de abajo, su casera no habría abierto la puerta, y no habrían encontrado a Brigid hasta que hubiera sido demasiado tarde. La llevaron en ambulancia al hospital. Se recuperó al cabo de dos días, pero mentalmente estaba deshecha, le escribía, lloraba a cada momento y manifestaba un comportamiento tan incoherente, que los médicos decidieron mantenerla en observación. Lo que condujo a una estancia de dos meses en un pabellón psiquiátrico. Estaba dispuesta a pasar allí el resto de su existencia, pero sólo porque ahora su único propósito en la vida era encontrar la forma de suicidarse, y daba igual el sitio donde la pusieran. Entonces, justo cuando se disponía a hacer un nuevo intento, ocurrió un milagro. O mejor dicho, descubrió que ya había ocurrido un milagro y que hacía dos meses que vivía bajo su influjo. Cuando los médicos le confirmaron que se trataba de un hecho real y no de un producto de su imaginación, ya no deseó morir. Había perdido la fe años atrás, continuaba. No se confesaba desde el instituto, pero cuando la enfermera llegó aquella mañana para darle los resultados del análisis, sintió como si Dios hubiese puesto su boca sobre la suya y le hubiera insuflado de nuevo la vida. Estaba embarazada. Había ocurrido en el otoño, la última noche que pasaron juntos, y ahora llevaba el hijo de Hector en las entrañas.

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