El hombre demolido (12 page)

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Authors: Alfred Bester

BOOK: El hombre demolido
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–¿Y a quién? ¿Qué te apetece a ti, Keno?

–Una pregunta. –Quizzard se echó hacia atrás y con dedos firmes tomó del escritorio una pila de soberanos y los dejó caer en cascada de una mano a la otra–. Escuche, esto es lo que me apetece.

–Nombra la cantidad que quieras, Keno.

–¿De qué se trata?

–Al diablo con eso. Compro tareas ilimitadas, todas con gastos pagados. Tienes que decirme cuánto tengo que poner para obtener cierta… garantía.

–Es mucho trabajo.

–Tengo mucho dinero.

–¿Tiene hasta cien mil?

–¿Cien mil? Muy bien. Ése es el precio.

–Por el amor de… –Church se enderezó de pronto y clavó los ojos en Reich–. ¿Cien mil?

–Decídete, Jerry –gruñó Reich–. ¿Qué prefieres? ¿El dinero o la reincorporación?

–Valen casi tanto… No. ¿Estaré loco? Elijo la reincorporación.

–Entonces acaba con tus balbuceos. –Reich se volvió hacia Quizzard–. El precio es cien mil.

–¿En soberanos?

–¿Y en qué si no? Bien, ¿quieres que te adelante el dinero o podemos ponernos a trabajar ahora mismo?

–Oh, por favor, Reich –protestó Quizzard.

–Evita eso –soltó Reich–. Te conozco, Keno. Habías pensado que podrías enterarte de lo que quiero y luego ir por ahí a buscar una paga más alta. Tienes que comprometerte ahora mismo. Por eso he querido que dijeras el precio.

–Sí –dijo Quizzard lentamente–. Lo había pensado, Reich. –Se sonrió y unos párpados arrugados ocultaron aquellos ojos blancos como la leche–. Todavía lo pienso.

–Entonces te diré quién querrá comprarte. Un hombre llamado Lincoln Powell. Lástima que no sé cuánto paga.

–Sea lo que sea, no me interesa –escupió Quizzard.

–Yo contra Powell, Keno. No hay más interesados. Ya te he dado mi precio. Y todavía estoy esperando tu respuesta.

–Trato hecho –respondió Quizzard.

–Muy bien –dijo Reich–, ahora escúchame. Primer trabajo. Quiero encontrar a esa muchacha. Se llama Barbara DʼCourtney.

–¿La del crimen? –Quizzard movió pesadamente la cabeza–. Ya me lo había imaginado.

–¿Alguna objeción?

Quizzard dejó caer sonoramente la pila de soberanos de una mano a la otra y negó con la cabeza.

–Quiero encontrar a esa muchacha. Se escapó anoche de la casa Beaumont y nadie sabe dónde fue. Tengo que encontrarla, Keno. Y antes de que la encuentre la policía.

Quizzard movió la cabeza afirmativamente.

–Tiene unos veinticinco años. Uno setenta de altura. Unos sesenta y cinco kilos. Bien formada. Cintura fina. Piernas largas…

Los labios gruesos se abrieron en una sonrisa.

–Pelo rubio. Ojos negros. Cara en forma de corazón. Boca llena y nariz aquilina… Un rostro con carácter. Atrayente. Magnética.

–¿Ropas?

–La última vez que la vi llevaba una bata. Muy blanca y transparente… como una ventana escarchada. Sin zapatos. Sin medias. Sin sombrero. Sin joyas. Estaba fuera de sí. Bastante loca como para lanzarse a la calle y desaparecer. La necesito. –Algo hizo que Reich añadiese–: La necesito intacta, ¿comprendes?

–¿Vestida de ese modo? Entienda, Reich. –Quizzard se pasó la lengua por los labios–. No tiene usted ninguna posibilidad. Ella no tiene ninguna posibilidad.

–Para eso están los cien mil. Tengo bastantes posibilidades si actuamos rápidamente.

–Tendré que corromper a algunos.

–Corrompe. Registra las casas de vecindad, los lupanares y los cafetines. Pasa la voz. Estoy dispuesto a pagar. No quiero dilaciones. Quiero a la muchacha, ¿entiendes?

Quizzard movió afirmativamente la cabeza, jugando con las monedas de oro.

Reich se inclinó bruscamente sobre la mesa y con el borde de la palma golpeó las manos de Quizzard. Los soberanos saltaron en el aire y rodaron por el cuarto.

–Y no quiero que me traiciones –gruñó con una voz inexpresiva–. Quiero a la muchacha.

8

Siete días de combate.

Una semana de acción y reacción, ataque y defensa, todos llevados a cabo en la superficie mientras bajo las aguas agitadas Powell y Augustus Tate nadaban en círculos como silenciosos tiburones que esperan la iniciación de la verdadera guerra.

Un oficial de patrulla, vestido con ropas comunes, creía en el ataque sorpresivo. Acechó a María Beaumont, durante un intervalo en un teatro, y exclamó ante los horrorizados amigos de la mujer:

–Todo estaba preparado de antemano. Usted estaba de acuerdo con el criminal. Usted dispuso la escena del crimen. Por eso estaban jugando a la sardina. Vamos, contésteme.

El Cadáver Dorado dio un graznido y salió corriendo. Mientras el policía «torpe» corría detrás de ella, su mente era examinada con todo cuidado.

Tate a Reich: El policía decía la verdad. En su departamento creen que María fue cómplice.

Reich a Tate: Muy bien. La arrojaremos a los lobos. Deje que la policía la detenga.

Por lo tanto la señora Beaumont quedó sin protección. Eligió para refugiarse una casa de crédito y cambios, origen de la fortuna de su familia. El oficial patrullero la encontró allí tres horas más tarde y la entregó al examen despiadado del supervisor. El oficial no sabía que Lincoln Powell estaba hablando con su jefe desde otra oficina.

Powell al personal: Sacó el juego de un viejo libro que Reich le regaló. Comprado posiblemente en la librería El Siglo. Tienen esas cosas. Averigüen si preguntó directamente por ese libro. Consulten también a Graham, el tasador. ¿Por qué el único juego intacto era el llamado sardina? Al Viejo Moisés le gustaría saberlo. ¿Y dónde está la muchacha?

Un oficial de tránsito, vestido con ropas comunes, iba a aprovechar la gran oportunidad de su vida, recurriendo a los métodos suaves. Se dirigió a la librería El Siglo y dijo arrastrando las palabras al gerente y al personal:

–Estoy buscando un libro de juegos antiguos. Como el que mi buen amigo Ben Reich les pidió la semana pasada.

Tate a Reich: He estado espiando. Van a investigar ese libro que usted envió a María.

Reich a Tate: Déjelos, no corro peligro. Tengo que concentrarme en esa muchacha.

El gerente y el personal explicaron cuidadosamente todo el asunto, respondiendo así a las suaves preguntas del policía «torpe». Algunos clientes perdieron la paciencia y se fueron. Uno de ellos se quedó en un rincón, demasiado absorbido por una grabación de cristal como para advertir que lo habían abandonado. Nadie sabía que Jackson Beck carecía totalmente de oído musical.

Powell a sus empleados: Parece que Reich encontró el libro accidentalmente. Tropezó con él mientras buscaba un regalo para María Beaumont. Comuníquelo. ¿Y dónde está esa muchacha?

Reich, en contacto con la agencia que proclamaba las virtudes del saltador Monarch («el
único
cohete aéreo de tipo familiar»), les presentó un nuevo programa publicitario.

–Se me ha ocurrido esto –dijo–. La gente antropomorfiza siempre los productos. Les atribuye características humanas. Les da nombre de cachorros y los trata como a tales. Un hombre no compraría una saltadora si no le tomase cariño. No le importa la eficiencia. Quiere amarla.

–Magnífico, señor Reich… ¡Magnífico!

–Vamos a antropomorfizar nuestra máquina –dijo Reich–. Encontremos una muchacha y proclamémosla «la chica del saltador Monarch». Cuando un consumidor compra un aparato, compra también a la chica. Cuando maneja el aparato, maneja también a la chica.

–¡Magnífico! –exclamó el hombre de la sección Ventas–. Su idea tiene unas dimensiones solares que nos aturden, señor Reich. ¡Arrolladora y explosiva!

–Inicien enseguida una campaña para localizar a esa joven. Pongan en eso a todos los viajantes. Invadan la ciudad. Quiero que la muchacha mida uno setenta. De unos sesenta y cinco kilos. De unos veinticinco años. Bien formada. Atractiva.

–Magnífico, señor Reich. Magnífico.

–Tiene que ser rubia y de ojos oscuros. Boca llena. Nariz aguileña. Aquí tiene un dibujo de lo que podría ser la muchacha Monarch. Mírenlo, reprodúzcanlo, y pásenselo a todos. Hay un ascenso para el hombre que localice a esa muchacha ideal.

Tate a Reich: He estado en la policía. Van a mandar a un hombre a Monarch para investigar la relación entre usted y ese tasador, Graham.

Reich a Tate: Déjelos. No hay nada, y Graham está en viaje de negocios. ¿Algo entre yo y Graham? Powell no puede ser tan tonto. Quizás he estado sobreestimándolo.

Los gastos no eran nada para un hombre de la cuadrilla, vestido con ropa de calle, que creía en la eficacia de un disfraz plástico. Equipado con unas relucientes facciones mongoloides, se empleó en la contaduría de Monarch y trató de descubrir relaciones financieras entre Reich y Graham, el tasador. Nunca supo que sus actividades habían sido vigiladas por el jefe ésper del personal de Monarch, desde el piso superior, y que todo el piso se había estado riendo de su trabajo.

Powell al personal: Nuestro cómplice está buscando un soborno en los libros de Monarch. Esto nos rebajará ante Reich en un cincuenta por ciento; lo que le hará un cincuenta por ciento más vulnerable. Pasen la noticia. ¿Dónde está la muchacha?

En la mesa directiva de
La Hora
, el único periódico horario del mundo –veinticuatro ediciones por día–, Reich anunció una nueva limosna Monarch.

–Lo llamaremos «Refugio» –dijo–. Ofrecemos ayuda, comodidad y refugio a los millones de ciudadanos sumergidos de esta época de crisis. Si está usted desahuciado, asustado, o en quiebra… Si algo le preocupa y no sabe adónde dirigirse… Si está usted desesperado… venga a nuestro «Refugio».

–Será una publicidad maravillosa –dijo el secretario de redacción–, pero costará una locura. ¿Qué fin tiene?

–Mejorar nuestras relaciones con el público –dijo Reich–. Quiero que esto aparezca en la próxima edición. ¡Rápido!

Reich dejó la mesa directiva, bajó a la calle y buscó una casilla telefónica. Llamó a la sección Entretenimientos e instruyó cuidadosamente a Ellery West.

–Quiero que pongan un hombre en todas las oficinas de «Refugio». Y que me envíen enseguida una descripción completa y una foto de todos los solicitantes. Enseguida, Ellery. A medida que vayan llegando.

–No quiero meterme, Ben, pero desearía leerte el pensamiento de veras.

–¿Alguna sospecha? –gruñó Reich.

–No, sólo curiosidad.

–No dejes que te mate.

Cuando Reich abandonó la casilla, un hombre que traslucía una eficaz ineptitud vino a su encuentro.

–Oh, señor Reich, qué suerte tropezar con usted. Acabo de enterarme del asunto «Refugio», y pensé que una entrevista de humano interés con el propiciador de este nuevo y maravilloso movimiento caritativo podría…

¡Qué suerte la de haber tropezado con él! El hombre era el famoso reportero telépata de
El mítico industrial.
Probablemente lo venía siguiendo y…

Más tensión, dijo el tensor. Más tensión, dijo el tensor. Tensión, compresión y comienza la disensión.

–Nada que comentar –balbuceó Reich.

Ocho, señor; siete, señor; seis, señor; cinco, señor…

–¿Qué episodio de su niñez pudo haber originado en usted esta idea de…?

Cuatro, señor; tres, señor; dos, señor; ¡uno!

–¿Se sintió desorientado alguna vez? ¿Temió en alguna ocasión la muerte o el crimen? ¿Hubo en usted quizá…?

Más tensión, dijo el tensor. Más tensión, dijo el tensor. Tensión, compresión y comienza la disensión.

Reich subió rápidamente a un saltador público y se alejó del telépata.

Tate a Reich: La policía anda de veras detrás de Graham. Todo el laboratorio está dedicado a la búsqueda del tasador. No sé qué pretenderá Powell, pero está alejándose de usted. Creo que el margen de seguridad ha aumentado.

Reich a Tate: No hasta que encontremos a esa chica.

Marcus Graham no había indicado su destino, y el laboratorio había lanzado tras él a una media docena de ineficaces detectives robots. Sus ineficaces inventores seguían a las máquinas por todo el sistema solar. Mientras tanto, Marcus Graham había llegado a Ganímedes y Powell lo había encontrado en una subasta de libros raros y primitivos dirigida con una velocidad de todos los diablos por un subastador telépata. Los libros habían pertenecido al patrimonio de los Drake, heredado por Ben Reich de su madre. Habían sido puestos en venta inesperadamente.

Powell se entrevistó con Graham en el vestíbulo de la casa de subastas ante un mirador de cristal desde donde se veía la tundra de Ganímedes y la mole castaño-rojiza de Júpiter. Powell tomó luego de vuelta a la Tierra el crucero quincenal y el «niño deshonesto» lo puso en ridículo ante una hermosa camarera. Cuando llegó a la oficina, no era un hombre feliz, y Parpadeo, Guiño y Cabezazo parpadearon, guiñaron los ojos, y cabecearon maliciosamente.

Powell al personal: Ninguna esperanza. No sé por qué habrán enviado a Graham a Ganímedes.

Beck a Powell: ¿Y el libro de juegos?

Powell a Beck: Reich lo compró, lo hizo tasar y lo mandó como regalo. Estaba en malas condiciones y María sólo pudo elegir un juego: la sardina. Nunca lograremos que el Viejo Moisés saque algo de eso. Sé cómo trabaja esa máquina. ¡Maldita sea!

Tres policías de baja graduación visitaron sucesivamente a la señorita Duffy Wyg& y volvieron cabizbajos a vestir el uniforme. Cuando Powell dio con ella, la mujer se encontraba en el «baile de los 4.000». La señorita Wyg& habló encantada.

Powell al personal: Llamé a Ellery West en Monarch y me confirmó la historia de la señorita Wyg&. West se quejó del juego excesivo y Reich compró una psicocanción para entretener a los jugadores. Parece que eligió esa canción por accidente. ¿Qué se sabe de lo que usó Reich contra los guardias? ¿Y qué se sabe de esa muchacha?

En respuesta a las críticas amargas y a las risas sonoras, el comisionado Crabbe concedió una entrevista exclusiva a los representantes de la prensa y reveló que los laboratorios policiales acababan de descubrir una técnica nueva que ayudaría a solucionar el caso DʼCourtney en las próximas veinticuatro horas. Se trataba de un análisis fotográfico de la púrpura visual del cadáver; este análisis revelaría la imagen del asesino. Llamarían a todos los expertos en rodopsina para que trabajasen en la investigación.

No queriendo correr el riesgo de que Wilson Jordan, el fisiólogo que había desarrollado para Monarch el ionizador de rodopsina, fuese investigado, Reich telefoneó a Keno Quizzard y le propuso un plan para alejar a Jordan del planeta.

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