Read El hombre demolido Online
Authors: Alfred Bester
–Tengo unos bienes en Calisto –dijo Reich–. Renunciaré al título y dejaré que una corte decida quién es su poseedor. Me aseguraré de que todas las probabilidades apunten hacia Jordan.
–¿Y se lo dirá a Jordan? –preguntó Quizzard con su voz áspera.
–Sería infantil, Keno. No tenemos por qué descubrirnos. Llama a Jordan. Hazle sospechar algo. Y deja que él descubra el resto.
Como resultado de la conversación, una persona anónima, de voz ronca, telefoneó a Wilson Jordan y se mostró casualmente interesada en comprar el patrimonio de los Drake en Calisto por una pequeña cantidad. La voz ronca despertó las sospechas del doctor, que no tenía noticia del patrimonio de los Drake. Jordan llamó a un abogado. Le informaron que acababa de convertirse en el posible heredero de medio millón de créditos. El asombrado fisiólogo se embarcó para Calisto una hora más tarde.
Powell al personal: Hemos espantado a un empleado de Reich. Jordan es seguramente nuestro hombre en este asunto de la rodopsina. Luego del anuncio de Crabbe sólo desapareció este fisiólogo. Avísenle a Beck que vaya a Calisto y lo vea. ¿Qué se sabe de la muchacha?
Entretanto, el sistema «torpe y hábil» progresaba serenamente. Mientras María Beaumont ocupaba la atención de Reich con sus graznidos de protesta, un joven e inteligente abogado del departamento legal de Monarch era llamado desde Marte y ocupaba allí anónimamente una anticuada pero valiosa vicepresidencia. Un asombroso duplicado de ese joven ocupó su puesto en Monarch.
Tate a Reich: Investigue el departamento legal. No he podido averiguar de qué se trata, pero hay algo ahí. Peligroso.
Reich alquiló un ésper, entendido en eficiencia, para que hiciese aparentemente un examen general, y localizó la sustitución. Luego llamó a Keno Quizzard. El crupier ciego sacó de la nada a un demandante que acusó al joven abogado de cohecho. Así, sin pena, y de un modo legítimo, concluyó la sustitución.
Powell al personal: ¡Maldita sea! Estamos atrapados. Reich nos cierra todas las puertas en las narices… Las «torpes» y las «hábiles». Averigüen quién es el denunciante y encuentren a esa muchacha.
Mientras el patrullero se paseaba alrededor del edificio Monarch con sus nuevas facciones mongólicas, un investigador de la misma casa, que había sido malamente herido en una explosión del laboratorio, dejó el hospital una semana antes de lo esperado y se presentó en su oficina. Estaba lleno de vendas, pero con muchas ganas de trabajar. El viejo e insobornable espíritu de Monarch.
Tate a Reich: Al fin lo he descubierto. Powell no es tonto. Está investigando en dos niveles distintos. No preste atención al más ostensible. Cuídese del otro. He oído algo a propósito de un hospital. Investigue.
Reich investigó. Tardó tres días, y luego volvió a llamar a Keno Quizzard. Enseguida le robaron a Monarch 50.000 créditos de platino y la operación destruyó la sala de inventores. Se descubrió que el investigador vendado era un impostor, se le acusó de complicidad en el crimen, y fue entregado a la policía.
Powell al personal: Esto significa que nunca podremos probar que esa rodopsina salió del laboratorio de Reich. ¿Cómo, en nombre de Dios, descubrió nuestra treta? ¿No es posible averiguarlo? ¿Dónde está esa muchacha?
Mientras Reich se reía a carcajadas de esos ridículos robots que perseguían a Graham, su brazo derecho daba la bienvenida al inspector de impuestos continental, ésper 2, que había llegado para efectuar una revisión largamente pospuesta. Una de las novedades de la escolta era una redactora que preparaba los informes de su jefe. La muchacha era muy entendida en cuestiones policiales…, principalmente en cuestiones de policía.
Tate a Reich: Sospecho algo de esa escolta del inspector. No corra riesgos.
Reich sonrió torciendo la boca y entregó al inspector los libros públicos. Luego envió a Hassop, el jefe de la sección Códigos, al espacio, para que se tomara las vacaciones prometidas. Hassop llevó consigo, con su habitual equipo de fotografía, un carrete de película ya impresionado. El carrete contenía los libros secretos de Monarch y estaba protegido por un recipiente térmico que si no se abría del modo correcto destruiría la película. La otra copia de los libros quedaba en la inviolable caja de seguridad del domicilio de Reich.
Powell al personal: Y aquí termina todo. Sigan a Hassop con los dos métodos: «torpe» y «hábil». Lleva consigo, probablemente, pruebas importantísimas, así que Reich lo habrá protegido muy bien. Maldita sea. Nos han derrotado. Lo sé. El Viejo Moisés también lo sabrá. ¡En nombre de Cristo! ¿Dónde está esa condenada muchacha?
Como un mapa anatómico del sistema sanguíneo, un color rojo para las arterias y otro azul para las venas, el mundo del hampa y el mundo policial tendieron sus redes. Desde los cuarteles del gremio ésper las instrucciones pasaron a los profesores, a los estudiantes, a sus amigos, a los amigos de sus amigos, a los conocidos, a los desconocidos encontrados casualmente. Desde el casino de Quizzard las instrucciones pasaron del crupier a los jugadores, de éstos a los hombres de confianza, a los sobornadores, a los ladrones de poca monta, a los buscavidas y falsificadores, a las víctimas, a ese mundo gris de los semifulleros y semihonestos.
El viernes por la mañana, Fred Deal, ésper 2, se despertó, saltó de la cama, se dio un baño y salió para su trabajo habitual. Era jefe de guardias en un piso del Banco de Cambios de Marte, en la parte baja de Maiden Lane. Mientras se detenía a comprar un nuevo billete de abono para el tren neumático, se entretuvo con una ésper 3, empleada en la oficina de informes. La mujer le habló de Barbara DʼCourtney y Fred memorizó el retrato TP. Era un retrato con marco de signos de crédito.
El viernes por la mañana, Snim Asj fue despertado por su casera, Chooka Frood, con un grito que reclamaba el pago del alquiler.
–Por Cristo, Chooka –balbuceó Snim–, ya estás haciendo una fortuna con esa rubia chiflada que has recogido. Esta trampa de la adivina es una mina de oro. ¿Qué más quieres?
Chooka Frood señaló a Snim que: A) La muchacha rubia no estaba loca. Era de veras una médium. B) Ella (Chooka) no hacía trampas. Era una adivina auténtica. C) Si él (Snim) no aparecía enseguida con el pago de seis semanas, ella (Chooka) podría dedicarse sin preocupaciones a su negocio. Snim iría a parar al asfalto.
Snim se levantó, y, una vez vestido, bajó a la ciudad para pedir unos pocos créditos. Era demasiado temprano para ir a casa de Quizzard y llorar un rato ante los más prósperos clientes. Snim trató entonces de colarse en el neumático. El telépata a cargo de la ventanilla lo descubrió y lo echó a la calle. Snim decidió caminar. La casa de empeños de Jerry Church quedaba bastante lejos, pero tenía allí un pianito de bolsillo, de oro y perlas, y esperaba que Church le adelantase otro soberano.
Church no estaba y el escribiente no quiso comprometerse. Cambiaron algunas palabras. Snim lloró un rato ante el escribiente contándole que su patrona se estaba enriqueciendo día a día con una nueva trampa para bobos y a pesar de eso no le perdonaba un centavo. El escribiente no se conmovió ni como para pagar un café, y Snim volvió a la calle.
Cuando Jerry Church entró en la casa de empeños con el propósito de olvidar un momento esa alocada búsqueda de Barbara DʼCourtney, el escribiente le informó de la visita de Snim y le repitió la conversación. El escribiente no le dijo todo, pero Church leyó lo que faltaba. Casi tambaleándose corrió y llamó a Reich. Reich no estaba en ninguna parte. Church tomó aliento y llamó a Keno Quizzard.
Mientras tanto Snim comenzaba a sentirse un poco desesperado. De esa desesperación nació la idea del robo. Se arrastró pesadamente hacia Maiden Lane y examinó los bancos que rodeaban la agradable explanada. No era muy listo y cometió el error de elegir como campo de operaciones el Banco de Cambios de Marte. El edificio parecía viejo y provinciano. Snim no sabía aún que sólo las instituciones poderosas y eficientes pueden permitirse una apariencia de segunda categoría.
Snim entró en el banco, atravesó el piso principal, se dirigió hacia los escritorios instalados frente a las ventanillas y se robó una docena de formularios y una pluma. Mientras Snim dejaba el banco, Fred Deal le lanzó una mirada y se volvió cansadamente hacia su compañero de tareas.
–¿Ves a aquel piojo? –Señaló a Snim, que estaba desapareciendo por la puerta de calle–. Está preparándose para dar el golpe de la «verificación».
–¿Quieres que lo atrapemos?
–¿Para qué? Déjalo que siga. Lo atraparemos con el dinero en la mano.
Snim, ignorante de todo esto, comenzó a pasearse ante la puerta del banco con los ojos clavados en las ventanillas. Un respetable ciudadano recogía un dinero en la caja Z. El empleado le estaba entregando varios fajos de billetes. Ése era su pez. Snim se sacó rápidamente la chaqueta, se recogió las mangas de la camisa y se puso la lapicera en la oreja.
Cuando el pez salió del banco, contando su dinero, Snim se deslizó detrás de él y le golpeó un hombro.
–Perdóneme, señor –le dijo–. Soy de la caja Z. Creo que nuestro empleado ha cometido un error y le ha dado a usted de menos. ¿Quiere volver para la verificación, por favor? –Snim sacudió su docena de formularios, tomó graciosamente el dinero de las aletas de su víctima, y se volvió hacia la puerta del banco–. Por aquí, señor –dijo en un tono amable–. Otros cien lo esperan.
Mientras el sorprendido y respetable ciudadano comenzaba a seguirlo, Snim atravesó rápidamente la sala, se metió en la muchedumbre y se dirigió a una salida lateral. Estaría en la calle, y lejos, antes de que el pescado se diese cuenta. Justo en ese momento una mano dura tomó a Snim por el cuello. La cabeza de Snim giró hasta encontrarse con la cara de un guardián del banco. En un caótico instante Snim pensó en luchas, huidas, cohechos, ruegos, el hospital de Kingston, la perra Chooka Frood y su muchacha rubia, su pianito de bolsillo y el hombre al que pertenecía la joya. Luego se derrumbó, sollozando.
El guardián ésper hizo señas a otro hombre de uniforme y gritó:
–Llévenlo, muchachos. Acabo de descubrir una mina de oro.
–¿Hay una recompensa por este hombre, Fred?
–No por él. Por lo que tiene en la cabeza. Voy a llamar al gremio.
Aquel viernes por la tarde, casi simultáneamente, Ben Reich y Lincoln Powell recibieron la misma información.
–Muchacha que responde a las señas de Barbara DʼCourtney se encuentra en casa de la adivina Chooka Frood, Bastión Oeste 99.
Bastión Oeste, famoso último baluarte del sitio de Nueva York, había sido convertido en monumento histórico. Sus diez deshechas hectáreas eran una perpetua y viva denuncia de la insania que había originado la última guerra. Pero la última guerra, como de costumbre, resultó ser la penúltima, y Bastión Oeste, remendado por los intrusos, se transformó en un barrio de pesadilla. El número 99 era una fábrica de cerámicas destripada. Durante la guerra una sucesión de llameantes explosiones había estallado en un depósito de miles de barnices químicos, fundiéndolos y desparramándolos en una irisada y alocada reproducción de un cráter lunar. Grandes salpicaduras de magenta, violeta, verde esmeralda, tierra de siena y amarillo de cromo habían sido grabadas a fuego en las paredes de piedra. Ríos de anaranjados, carmesíes y púrpura imperial habían surgido de los cráteres de ventanas y puertas y habían golpeado como con un cepillo las calles y ruinas vecinas. Ésta era ahora la Casa del Arco Iris, de Chooka Frood.
Los pisos superiores habían sido remendados y subdivididos en una conejera tan complicada e irregular, que sólo Chooka podía orientarse en ese laberinto, y hasta ella misma se confundía algunas veces. Un hombre podía pasar de celda en celda mientras la policía registraba los pisos y escapar así fácilmente de la más fina de las redes. Esta complejidad insólita aumentaba notablemente los beneficios anuales de Chooka.
Los pisos bajos estaban dedicados a los famosos entretenimientos de Chooka donde, por cierta suma, una experta consumada satisfacía los conocidos vicios de los hambrientos e inventaba, en algunas ocasiones, otros nuevos para los hartos. Pero era el sótano de la casa lo que había inspirado su más lucrativa industria.
Las explosiones que habían convertido el edificio en un cráter de colores habían fundido también los esmaltes, los metales, los vidrios y los plásticos de la vieja fábrica, y la mezcla derretida se había escurrido a través de los pisos asentándose en el más bajo, endureciéndose hasta formar un brillante pavimento, de textura cristalina, de color fosforescente, vibrante y musical.
Valía la pena hacer aquel azaroso viaje hasta Bastión Oeste. Uno se abría camino por calles retorcidas hasta encontrarse con la flecha anaranjada que apuntaba a la puerta de la Casa del Arco Iris. En la puerta, una persona solemne, vestida con un traje del siglo veinte, inquiría:
–¿Entretenimientos o adivinación, señor?
Si uno contestaba «Adivinación», lo conducían a una puerta sepulcral donde pagaba una suma enorme y recibía una vela fosforescente. Con la vela en la mano, descendía por unos escalones de piedra que terminaban de pronto en un sótano ancho, bajo y abovedado, ocupado por una laguna de fuegos sonoros.
Uno ponía el pie en la superficie de la laguna. Bajo la superficie resplandecían y vacilaban, constantemente, unas luces boreales. Con cada paso el cristal emitía unos acordes suaves, resonantes como los prolongados armónicos de una campana de bronce. Si uno permanecía inmóvil el piso seguía cantando, respondiendo a las vibraciones de las calles lejanas.
Junto a las paredes del sótano, en bancos de piedra, se sentaban los otros sedientos de fortuna, todos con un cirio fosforescente. Uno los veía, reverentes y silenciosos, y casi todos le parecían santos, iluminados por el aura del piso. Las velas asemejaban estrellas en una noche helada.
Uno se unía a ese palpitante y ardiente silencio, hasta que se oía al fin el agudo tintineo de una campanilla de plata. El piso resonaba y la extraña relación que unía imágenes y sonidos hacía arder brillantemente los colores. Luego, envuelta en una cascada de llameante música, Chooka Frood entraba en el sótano y se adelantaba hacia el centro.
–Y aquí, por supuesto, terminaba la ilusión –se dijo a sí mismo Lincoln Powell.
El prefecto clavó los ojos en el rostro embotado de Chooka: la gruesa nariz, los ojos chatos, la boca corroída. La luz boreal temblaba en sus facciones y en su erguida y encapotada figura, pero no lograba ocultar el hecho de que aunque Chooka parecía ambiciosa, avara y fuerte, carecía totalmente de sensibilidad.