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Authors: Gastón Leroux

Tags: #Intriga, #Clásico, #Drama

El fantasma de la ópera (39 page)

BOOK: El fantasma de la ópera
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La emoción de Erik era tal que debió advertir al Persa que no lo mirara, ya que se ahogaba y tenía que quitarse la máscara. El daroga me contó que había ido a la ventana y la había abierto lleno de compasión, pero teniendo mucho cuidado de fijar la vista en la copa de los árboles de las Tullerías para no encontrarse con el rostro del monstruo.

—Fui entonces a liberar al joven —continuó Erik— y le dije que me siguiera al lado de Christine Se abrazaron delante mío, en la habitación estilo Luis Felipe… Christine llevaba su anillo… Hice jurar a Christine que, cuando estuviera muerto, vendría una noche, pasando por el lago de la calle Scribe, a enterrarme en absoluto secreto con el anillo de oro que llevaría hasta ese momento…, le dije cómo encontraría mi cuerpo y lo que había que hacer… Entonces Christine me besó por primera vez, aquí, en la frente… en mi frente: (¡no mires, Daroga!), y se marcharon los dos… Christine ya no lloraba… Sólo yo lloraba, daroga, daroga… ¡Si Christine cumple su juramento, pronto volverá!…

Erik se había callado. El Persa no le hizo más preguntas. Estaba tranquilo respecto a la suerte de Raoul de Chagny y de Christine Daaé, y ningún ser humano había podido, después de haberle oído aquella noche, poner en duda la palabra de Erik, que lloraba.

El monstruo había vuelto a ponerse la máscara y reunido sus fuerzas para despedirse del daroga. Le había anunciado que, cuando sintiera muy próximo su fin, le enviaría, en agradecimiento por el bien que le había hecho antaño, lo más valioso que tenía en el mundo: todos los papeles que Christine Daaé había escrito en el transcurso de esta aventura para Raoul y que ella había entregado a Erik, así como algunos objetos que provenían de ella, dos pañuelos, un par de guantes y un lazo de zapato. A una pregunta del Persa, Erik le informó que los dos jóvenes, tan pronto se vieron libres, habían decidido ir a buscar a un sacerdote en alguna aldea solitaria en la que ocultarían su felicidad, y que, con esta intención, habían elegido «a la estación, del Norte del Mundo». Por último, Erik contaba con el Persa para que, en cuanto recibiera las reliquias y los papeles prometidos, anunciara su muerte a los dos jóvenes. Para ello debía pagar una línea en los anuncios necrológicos del periódico L'Époque.

Aquello fue todo.

El Persa había acompañado a Erik hasta la puerta de su apartamento, y Darius le había acompañado hasta la acera, sosteniéndolo. Un simón aguardaba. Erik subió. El Persa, que había vuelto a la ventana, le oyó decir al cochero: «A la explanada de la Opera». El simón se hundió en la noche. El Persa había visto por última vez al pobre desventurado de Erik.

Tres semanas después, el periódico publicaba la siguiente nota necrológica:

«ERIK HA MUERTO».

EPILOGO

Esta es la verdadera historia del fantasma de la ópera. Como lo anuncié al principio de esta obra, no puede ahora dudarse de que Erik vivió realmente. Hay demasiadas pruebas de esta existencia hoy en día a disposición de todos, para que no puedan seguirse razonablemente los hechos y las gestas de Erik a través del drama de los Chagny.

No es preciso señalar aquí hasta qué punto este asunto apasionó a la capital. ¡Aquella artista raptada, el conde de Chagny muerto en condiciones tan excepcionales, su hermano desaparecido y el triple sueño de los encargados de la iluminación de la Opera!… ¡Qué dramas! ¡Qué pasiones! ¡Qué crímenes se habían desarrollado en torno al idilio de Raoul y de la dulce y encantadora Christine!… ¿Qué había sido de la sublime y misteriosa cantante de la que la tierra no debía volver a oír hablar jamás?… La imaginaron la víctima de la rivalidad entre los dos hermanos, y nadie imaginó lo que había pasado, nadie comprendió que, puesto que Raoul y Christine habían desaparecido juntos, los dos prometidos se habían retirado lejos del mundo para disfrutar de una felicidad que no hubieran querido hacer pública después de la extraña muerte sufrida por el conde Philippe… Un día habían " tomado un tren en la estación del Norte del Mundo… También yo, quizás un día, tomaré el tren en esa estación e iré a buscar alrededor de tus lagos, ¡oh Noruega!, ¡oh silenciosa Escandinavia!, las huellas puede que frescas aún de Raoul y de Christine, y también las de la señora Valérius, que desapareció igualmente por aquella misma época!… Puede que un día oiga con mis propios oídos al Eco solitario del Norte del Mundo repetir el canto de aquella que conoció al Ángel de la música.

Mucho después de que el caso, gracias a los servicios poco inteligentes del juez de instrucción, señor Faure, se dio por concluido, la prensa, de tanto en tanto, intentaba aún averiguar el misterio…, y continuaba preguntándose dónde estaba la mano monstruosa que había preparado y llevado a cabo tantas catástrofes inauditas. (Crimen y desaparición).

Una publicación de la Ópera, que estaba al corriente de todos los chismorreos de entre bastidores, fue la única en escribir:

«Esto ha sido obra del Fantasma de la ópera».

Y aún así lo hacía, naturalmente, de un modo irónico.

Sólo el Persa, al que no habían querido escuchar y que no volvió a intentar, después de la visita de Erik, una nueva tentativa de declaración a la justicia, poseía toda la verdad.

Y tenía las pruebas principales que le habían llegado junto las piadosas reliquias anunciadas por el fantasma…

A mí me correspondía completar esas pruebas con la ayuda del daroga. Día a día, le ponía al corriente de mis hallazgos y él los guiaba. Hacía años que no había vuelto a la Opera, pero conservaba del monumento un recuerdo muy preciso, y no existía mejor guía para de abrirme los rincones más ocultos. Era él también quien me indicaba las fuentes que debía investigar, los personajes a los que tenía que interrogar. Es él quien me impulsó a llamar a la puerta del señor Poligny, en el momento en que el pobre hombre estaba casi agonizante. No sabía que se encontrara tan mal y no olvidaré jamás el efecto que produjeron mis preguntas relativas al fantasma. Me miró como si viera al diablo y tan sólo me contestó con algunas frases entrecortadas, pero que atestiguaban (eso era lo esencial) hasta qué punto el F. de la Ó. había perturbado, en su tiempo, aquella vida ya demasiado agitada de por sí (el señor Poligny era lo que se ha convenido en llamar un vividor).

Cuando comuniqué al Persa el pobre resultado de mi visita a Poligny, el daroga sonrió vagamente y me dijo:

—Poligny nunca supo hasta qué punto ese grandísimo crápula de Erik (el Persa hablaba de Erik tanto como de un dios como de un vil canalla) le movió a su antojo. Poligny era supersticioso y Erik lo sabía. Erik sabía también muchas cosas de los asuntos públicos y privados de la Opera.

Cuando el señor Poligny oyó que una voz misteriosa le contaba, en el palco ñ 5, el empleo que hacía de su tiempo y de la confianza de su socio, ya no quiso saber nada del resto. Fulminado al principio por una voz celestial, se creyó condenado, y después, dado que aquella voz le pedía dinero, tuvo que comprender finalmente que estaba en manos de un maestro cantor del que el mismo Debienne fue víctima. Los dos, ya cansados de su dirección por varias razones, se marcharon sin intentar conocer más a fondo la personalidad de aquel extraño F. de la Ó. que les había hecho llegar un pliego de condiciones tan especial. Legaron todo el misterio a la dirección siguiente, lanzando un profundo suspiro de satisfacción, sintiéndose liberados de un asunto que tanto les había intrigado sin hacerlos reír a ninguno de los dos.

De este modo se expresó el Persa acerca de los señores Debienne y Poligny. Le hablé de sus sucesores y me sorprendió de que en Memorias de un Director, del señor Moncharmin, se hablara de forma tan extensa de los hechos y gestos del F. de la Ó., en la primera parte y no se dijera nada, o prácticamente nada en la segunda. Con respecto a esto, el Persa, que conocía esas Memorias como si las hubiera escrito, me hizo observar que encontraría la explicación reflexionando sobre las pocas líneas que, en la segunda parte de estas memorias, Moncharmin se molestó en dedicar al fantasma. Estas son las líneas que nos interesan, pues relata cómo terminó la famosa historia de los veinte mil francos:

«Con respecto al F. de la Ó. (es Moncharmin quien habla), de que he contado aquí mismo, al principio de mis Memorias, algunas de sus curiosas fantasías, no quiero añadir más que una cosa, y es que compensó, mediante una buena acción, todas las molestias que había ocasionado a mi querido colaborador y, debo confesarlo, a mí mismo. Sin duda juzgó que hay límites para toda broma, en especial cuando cuesta tan caro y hay un comisario de policía “tras sus pasos”. En el mismo momento en que habíamos dado cita en nuestro despacho al señor Mifroid para contarle toda la historia, algunos días después de la desaparición de Christine Daaé, encontramos encima de la mesa de Richard, en un hermoso sobre en el que se leía escrito, en tinta roja: De parte del F. de la Ó., las sumas considerables que había conseguido sacar, como si de un juego se tratara, de la caja de la dirección. Richard sostuvo en seguida la opinión de que debíamos dejar las cosas así y no seguir con el asunto. Suscribí la opinión de Richard. Todo pues ha terminado bien. ¿No es cierto, querido F. de la Ó.?».

Evidentemente, Moncharmin, y más aún después de esta restitución, seguía creyendo que por un momento había sido el juguete de la imaginación burlesca de Richard, al igual que por su parte Richard no dejó de creer que Moncharmin se había divertido inventando todo el asunto del F. de la Ó., para vengarse de algunas bromas.

Este era el momento de pedir al Persa que me explicara mediante qué artificio el fantasma hacía desaparecer veinte mil francos en el bolsillo de Richard, a pesar del imperdible. Me contestó que no había profundizado en aquel detalle, pero que si yo mismo quería «trabajar» en el lugar de los hechos, debía encontrar la clave del enigma en el mismo despacho de los directores, recordándome que a Erik no se le había llamado porque sí el maestro en trampillas. Prometí al Persa que me entregaría, cuando dispusiera de tiempo, a útiles investigaciones acerca de este particular. Diré inmediatamente al lector que los resultados de estas investigaciones fueron perfectamente satisfactorios. No creía, en verdad, descubrir tantas pruebas innegables de la autenticidad de los fenómenos atribuidos al fantasma.

Es interesante saber que los papeles del Persa, los de Christine Daaé, las declaraciones que me fueron hechas por antiguos colaboradores de los señores Richard y Moncharmin, por la pequeña Meg (la espléndida señora Giry, por desgracia había fallecido) y por la Sorelli, que ahora se encuentra retirada en Louveciennes, es interesante, pues, saber que todo esto, que constituye las pruebas documentales de la existencia del fantasma, pruebas que depositaré en los archivos de la ópera, está controlado por varios descubrimientos importantes de los que puedo sentir, con justicia, cierto orgullo.

Si bien no he podido encontrar la mansión del Lago, dado que Erik condenó definitivamente todas sus entradas secretas (y, con todo, estoy seguro de que sería fácil penetrar si se procediera al desecamiento del lago, como ya he pedido varias veces a la administración de Bellas Artes)
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, encontré, eso sí, el corredor secreto de los comuneros, cuya pared de tablas está en ruinas en algunos puntos. He dado también con la trampilla por la que el Persa y Raoul bajaron a los sótanos del teatro. He descifrado, en el calabozo de los comuneros, muchas iniciales trazadas en las paredes por los desgraciados que estuvieron encerrados allí, y, entre esas iniciales, una R y una C. ¿R C? ¿Esto no es significativo? Raoul de Chagny. Aún hoy las letras son muy visibles. Evidentemente, no me detuve allí. En el primer y tercer sótanos hice funcionar dos trampillas de sistema giratorio, absolutamente desconocidas de los tramoyistas, que no usan más que trampillas de deslizamiento horizontal.

Por último, puedo decir, con pleno conocimiento del caso, al lector: «Visite un día la Opera, pida permiso para pasear en paz, sin estúpidos cicerones, entre en el palco n° 5 y golpee contra la enorme columna que separa a este palco de la platea. Golpee con su bastón o con el puño, y escuche… a la altura de su cabeza: ¡la columna suena a hueco! Después de esto, no se extrañe de que la columna pueda estar habitada por la voz del fantasma. Hay, en esa columna, espacio para dos hombres. Si se extrañan de que después de los fenómenos del palco n° 5 nadie pensara en aquella columna, no olviden que ofrece un aspecto de mármol macizo, y que la voz que estaba encerrada parecía venir más bien del lado opuesto (ya que la voz del fantasma ventrílocuo venía de donde quería). La columna fue labrada, esculpida, vaciada y vuelta a vaciar por el cincel del artista. No desespero de descubrir un día el trozo de escultura que debía bajarse y levantarse a voluntad, para dejar un libre y misterioso pasaje a la correspondencia del fantasma con la señora Giry, y a sus propinas. En realidad, todo esto, que vi, sentí, y palpé, no es nada comparado a lo que un ser grande y extraordinario como Erik debió crear en el misterio de un monumento como el de la ópera, pero cambiaría todos estos descubrimientos por el que pude realizar, ante el mismo administrador, en el despacho del director, a pocos centímetros del sillón: una trampilla, de la longitud de una baldosa, de la longitud de un antebrazo, no más… Una trampilla que se abate como la tapadera de un cofre, una trampilla por la que veo aparecer a una mano, que trabaja con destreza en el faldón de un frac… ¡Por allí desaparecieron los cuarenta mil francos!… También por allí, y gracias a algún truco, habían vuelto…».

Cuando le hablé de eso, con emoción bien comprensible, al Persa, le dije:

—Entonces, Erik se limitaba a divertirse —ya que los cuarenta mil francos fueron devueltos— haciendo bromitas con su pliego de condiciones…

Él me contestó:

—¡No lo crea usted!… Erik tenía necesidad de dinero. Creyéndose fuera de la humanidad, no se veía coaccionado por escrúpulos y se servía de sus extraordinarias dotes de destreza e imaginación, que había recibido de la naturaleza en compensación de su horrible fealdad, para explotar a los humanos y algunas veces de la forma más artística del mundo, ya que el truco valía a menudo su peso en oro. Si devolvió los cuarenta mil francos, por su propia voluntad, a los señores Richard y Moncharmin, es porque en el momento de la restitución no los necesitaba. Había renunciado a su boda con Christine Daaé. Había renunciado a todas las cosas existentes en la superficie de la tierra.

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