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Authors: Gastón Leroux

Tags: #Intriga, #Clásico, #Drama

El fantasma de la ópera (32 page)

BOOK: El fantasma de la ópera
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Estaba pues aguardándolo en la orilla del lago —del lago Averno como él lo había llamado varias veces delante mío, riendo sarcásticamente— y, cansado de mi larga espera, me decía: «Ha pasado por la otra puerta, por la del “tercer sótano”», cuando oí un pequeño chapoteo en la oscuridad, vi brillar como fanales a los ojos de oro y poco después llegaba la barca. Erik saltaba a la orilla y venía hacia mí.

—Hace ya veinticuatro horas que estás ahí —dijo—; me estás cansando. ¡Te advierto que todo esto acabará muy mal! Y tú lo habrás querido, ya que mi paciencia contigo es enorme… Crees seguirme, grandísimo necio —(textual)— y soy yo el que te sigo y sé todo lo que sabes de mí. Te perdoné ayer en mi camino de los comuneros, pero te digo, ahora en serio, que no quiero volver a verte. Todo esto es muy imprudente y me pregunto aun si sabes lo que espera si insistes en hablar.

Estaba tan encolerizado que me guardé bien de interrumpirlo. Tras resoplar como una foca, me expuso lo que pensaba que correspondía a lo que yo me temía.

—¡Sí, debes saber ya —de una vez por todas— qué te significaría hablar! Te digo que, por culpa de tus imprudencias —puesto que te has hecho detener dos veces ya por la sombra del sombrero de fieltro, quien no sabía qué hacías en los sótanos y te condujo ante los directores, quienes te tomaron por un persa fantasioso aficionado a los trucos mágicos y a las candilejas del teatro (yo estaba allí…, sí, estaba en el despacho; sabes bien que estoy en todas partes)—, te digo que por culpa de tus imprudencias acabarán por preguntarse qué es lo que buscas aquí… y querrán, como tú, buscar a Erik… y descubrirán la mansión del Lago… ¡En ese caso, peor para ti, amigo mío!… ¡Peor para ti! ¡No respondo de nada! —y volvió a resoplar como una foca—. ¡De nada!… Si los secretos de Erik no siguen siendo secretos de Erik; ¡peor para muchos seres humanos! Es todo lo que tenía que decirte y, a menos que no seas un grandísimo necio —(textual)— debería ser suficiente, a no ser que no sepas lo que quiere decir hablar…

Estaba sentado en la parte trasera de su barca y golpeaba la madera de la pequeña embarcación con los talones, esperando una respuesta mía. Le dije simplemente:

—No es a Erik a quien vengo a buscar aquí…

—¿A quién, pues?

—Lo sabes muy bien, ¡a Christine Daaé!

—Tengo derecho a citarla en mi casa —me contestó—. Me ama por lo que soy.

—¡No es cierto! —respondí—. La has raptado y secuestrado.

—Óyeme —me dijo—, ¿me prometes no volver a meterte en mis asuntos si te pruebo que me ama tal como soy?

—Sí, te lo prometo —respondí sin vacilar, pues pensaba que para semejante monstruo esta demostración era imposible.

—¡Pues bien, es sencillísimo!… Christine Daaé saldrá de aquí cuando quiera, y volverá… Sí, volverá porque querrá volver… ¡Volverá por sí misma, porque me quiere por mí mismo!

—¡Oh!, dudo que vuelva, pero tu obligación es dejarla marchar, no molestarla.

—Mi obligación, grandísimo necio —(textual)—, es mi voluntad…, mi deseo es dejarla marchar, y ella volverá…, porque me ama… Todo esto, te aseguro, acabará en una boda…, una boda en la Madeleine, grandísimo necio —(textual)—. ¿Por fin me crees? Te digo que la misa de la boda ya está escrita… Verás qué Kyrie…

Volvió a golpear la madera de la barca con los talones, produciendo una especie de ritmo que acompañaba cantando a media voz: ¡Kyrie!… ¡Kyríe!… ¡Kyrie Eleison!… ¡Verás, verás qué misa!

—Escucha —concluí yo—, te creeré si veo a Christine Daaé salir de la casa del Lago y volver libremente a ella.

—¿Y no volverás a meter la nariz en mis asuntos? ¡Pues bien, lo verás esta noche!… Ven al baile de máscaras. Christine y yo iremos a dar una vuelta… Tú irás después a esconderte en el trastero y verás cómo Christine, que habrá vuelto a su camerino, querrá tan sólo volver a emprender el camino de los comuneros.

—¡De acuerdo!

Si en efecto veía eso, no me quedaría más remedio que aceptarlo, ya que una mujer hermosa tiene siempre el derecho de amar al más horrible de los monstruos, sobre todo en el caso de que, como en éste, tenga la seducción de la música y que esta mujer sea precisamente una cantante muy apreciable.

—¡Y ahora vete, debo salir de compras!

Me fui, pues, siempre inquieto por Christine Daaé, pero rumiando sobre todo en el fondo de mí mismo un temible pensamiento que él había despertado a causa de mis imprudencias.

Me decía: «¿Cómo acabará esto?». A pesar de mi carácter algo fatalista, no podía deshacerme de una indefinible angustia debido a la increíble responsabilidad que había tomado un día al dejar vivir al monstruo que hoy amenazaba a muchos seres humanos.

Ante mi gran sorpresa, las cosas sucedieron como él me lo había anunciado. Christine Daaé salió de la casa del Lago y volvió varias veces sin que aparentemente nadie la forzara. Quise entonces olvidar este amoroso misterio, pero era muy difícil para mí, sobre todo a causa de aquel temible presentimiento, dejar de pensar en Erik. De todos modos, resignado a una extrema prudencia, no cometí el error de volver a la orilla del Lago o de emprender de nuevo el camino de los comuneros. Pero, como me perseguía la obsesión de la puerta secreta del tercer sótano, varias veces fui a aquel lugar que sabía desierto durante la mayor parte del día. Me pasaba allí interminables ratos retorciéndome los dedos, escondido detrás de un decorado de El rey de Lahore, que habían dejado allí no sé por qué, ya que esta obra no se representaba con frecuencia. Tanta paciencia habría de ser recompensada. Un día vi acercarse a mí, de rodillas, al monstruo. Estaba seguro de que no me veía. Pasó entre el decorado que se encontraba allí y un portante, fue derecho hasta la pared y presionó, en un lugar que identifiqué de lejos, un resorte que hizo bascular la piedra que dejaba libre el paso. Desapareció por este pasaje y la piedra volvió a cerrarse tras él. Ahora sabía el secreto del monstruo, secreto que podía llevarme, en su momento, a la mansión del Lago.

Para asegurarme esperé al menos una media hora y luego hice girar a mi vez el resorte. Todo funcionó como había funcionado con Erik. Pero no me atreví a entrar en el agujero sabiendo que éste se encontraba en la casa. Por otra parte, la idea de que podía ser sorprendido aquí por Erik me recordó de repente la muerte de Joseph Buquet y, como no quería comprometer semejante descubrimiento, que podía ser útil a mucha gente, a muchos seres humanos, abandoné los sótanos del teatro tras haber vuelto a colocar cuidadosamente la piedra en su sitio, siguiendo un sistema que no había variado desde los persas.

Como ustedes comprenderán, continuaba muy interesado en la intriga de Erik y Christine Daaé, no porque obedeciera a una curiosidad malsana, sino debido, como ya he dicho, a aquel temible presentimiento que no me abandonada: «Si Erik descubre que no lo ama por lo que vale —pensaba—, podemos esperar lo peor». Y, deambulando sin cesar, pero con prudencia por la ópera, pronto supe la verdad sobre los tristes amores del monstruo. Se había apoderado del espíritu de Christine por el terror, pero el corazón de la dulce niña pertenecía enteramente al vizconde Raoul de Chagny. Mientras éstos jugaban inocentemente, como dos inocentes prometidos, en la parte alta de la ópera —huyendo del monstruo—, no sospechaban que alguien les vigilaba. Yo, estaba decidido a todo: a matar al monstruo si era preciso y a dar después explicaciones a la justicia. Pero Erik no se dejó ver, y esto no me tranquilizó en lo más mismo.

Debo aclarar cuál era mi plan. Creía que el monstruo, expulsado de su morada por los celos, me permitiría de este modo penetrar sin peligro en la casa del Lago por el pasaje del tercer sótano. Tenía el mayor interés, por el bien de todos, en saber qué podía haber allí. Un día, cansado de esperar la ocasión, hice girar la piedra e inmediatamente oí una música maravillosa. El monstruo trabajaba, con todas las puertas de la casa abiertas, en su Don Juan Triunfante. Yo sabía que ésta era la obra de su vida. Me guardé de moverme y permanecí prudentemente en mi oscuro agujero. Se detuvo un momento y se puso a caminar como un loco por su morada. Dijo de pronto en alto, con voz atronadora: «¡Debo acabar esto antes! Y bien acabado». Esta palabra no era la más indicada para tranquilizarme y, como la música volvía a empezar, cerré la piedra con precaución. Pero, a pesar de la piedra cerrada, oía aún un vago canto lejano que subía del fondo de la tierra, al igual que había oído el canto de la sirena subir del fondo de las aguas. Recordaba las palabras de algunos tramoyistas, de los que se habían reído en el momento de la muerte de Joseph Buquet: «Había alrededor del cuerpo del ahorcado algo así como un ruido que parecía un canto de difuntos».

El día del rapto de Christine Daaé no llegué al teatro hasta bastante avanzada la velada, temblando ante la idea de oír malas noticias. Había pasado un día horrible, ya que no había cesado, tras leer en un periódico de la mañana la noticia de la boda de Christine y del vizconde de Chagny, de preguntarme si, a pesar de todo, no haría mejor denunciando al monstruo. Pero recobré el juicio y me persuadí de que con esta actitud sólo podía contribuir a precipitar la posible catástrofe.

Cuando mi carruaje me dejó ante la ópera, miré el monumento como si en verdad estuviera extrañado de encontrarlo todavía en pie.

Pero, como todo buen oriental, soy un poco fatalista y entré, esperándomelo todo.

El rapto de Christine Daaé en el acto de la prisión, que sorprendió a todo el mundo, me cogió ya advertido. Estaba seguro de que Erik la había escamoteado, como rey de los prestidigitadores que en verdad era. Y creí que esta vez había llegado el fin para Christine y quizá para todo el mundo.

Hasta tal punto que por un momento me pregunté si no iba a aconsejar a todos los que seguían en el teatro que se pusieran a salvo. Pero de nuevo me contuve, pues estaba seguro de que me tomarían por un loco. Por último, no olvidaba que, si por ejemplo gritaba: «¡Fuego!» para hacer salir a aquella gente, podía provocar una catástrofe —asfixias en la huida, pisoteos, luchas salvajes— peor aún que la misma catástrofe.

De todas formas, me decidí a intervenir personalmente sin pérdida de tiempo. Por lo demás, el momento me parecía propicio. Tenía muchas probabilidades de que Erik no se ocupara más que de su prisionera. Había que aprovechar para penetrar en su morada por el tercer sótano y pensé unir para aquella empresa al pobre vizconde desesperado, quien, en el acto aceptó mi propuesta con una confianza que me conmovió profundamente. Había enviado a mi criado a buscar mis pistolas. Darius nos alcanzó con la caja en el camerino de Christine Daaé. Di una pistola al vizconde y le aconsejé que estuviera siempre dispuesto a disparar, como yo, ya que, a pesar de todo, Erik podía esperarnos detrás de la pared. Debíamos pasar por el camino de los comuneros y por la trampilla.

El joven vizconde me había preguntado, al ver las pistolas, si íbamos a batirnos en duelo. Y yo le dije: ¡y qué duelo! Pero desde luego no tuve tiempo de explicarle nada. El joven vizconde es valiente, pero ignoraba casi todo sobre su adversario. ¡Mucho mejor!

¿Qué es un duelo con el más temible de los espadachines comparado con un combate con el más genial de los prestidigitadores? Yo mismo me hacía difícilmente a la idea de que iba a luchar con un hombre que sólo es visible cuando lo desea y que además ve todo a su alrededor cuando todo sigue oscuro… Con un hombre cuya rara ciencia, sutilidad, imaginación y destreza le permiten disponer de todas las fuerzas naturales combinadas para crear en nuestros ojos u oídos la ilusión que nos pierde… Y todo esto en los sótanos de la ópera, es decir en el mismo país de la fantasmagoría. ¿Acaso puede imaginarse esto sin estremecerse? ¿Acaso podemos hacernos una idea de lo que le hubiera ocurrido a un habitante de la Opera si hubiera encerrado en ella —en sus cinco sótanos y veinticinco pisos— a un Robert-Houdin feroz y sarcástico, que tan pronto se ríe como odia, tan pronto vacía los bolsillos como asesina?… Piensen en esto: «¿Combatir contra un maestro en trampillas?». ¡Dios mío! Ha construido tantas en nuestro país, en todos los palacios, trampillas pivotantes que son las mejores del mundo. ¡Combatir al maestro en trampillas en el reino de las trampillas!

Si mi esperanza consistía en que aún no había dejado a Christine Daaé en aquella mansión del Lago, a la que había debido llevar desvanecida una vez más, mi terror en cambio estribaba en que se encontrara ya en alguna parte de nuestro alrededor preparando el lazo del Pendjab.

Nadie sabe lanzar mejor que él el lazo del Pendjab: es el príncipe de los estranguladores al igual que es el rey de los prestidigitadores. Cuando hubo acabado de hacer reír a la pequeña sultana, en tiempos de las lloras rosas de Mazenderan, ella misma le pidió que él se divirtiera haciéndola temblar. Y no encontró nada mejor que el juego del lazo del Pendjab. Erik, que había vivido un tiempo en la India, había vuelto con una increíble destreza para estrangular. Se hacía encerrar en un patio al que conducían a un guerrero —habitualmente un condenado a muerte—, arriado con una larga pica y una ancha espada. Erik no tenía más que su lazo y, siempre en el momento en que el guerrero creía abatir a Erik de un golpe poderoso, se oía silbar el lazo. Con un movimiento de muñeca, Erik apretaba el delgado lazo en el cuello de su enemigo y lo arrastraba inmediatamente ante la pequeña sultana y sus criadas, que miraban desde una ventana y aplaudían. La pequeña sultana aprendió también a lanzar el lazo del Pendjab, y mató así a varias de sus criadas, e incluso a algunas de sus amigas que habían venido a visitarla. Pero prefiero abandonar el tema horrible de las horas rosas de Mazenderan. Si he hablado es, porque tuve, al llegar con el vizconde de Chagny a los sótanos de la ópera, que poner en guardia a mi compañero contra esta posibilidad, siempre amenazante a nuestro alrededor, de estrangulamiento. En verdad, una vez en los sótanos, mis pistolas ya no podían servirnos de nada, ya que estaba convencido de que, a partir del momento en que no se había opuesto desde el principio a nuestra entrada en el camino de los comuneros, Erik no merodeaba por allí. Pero siempre podía estrangularnos. No tuve tiempo de explicar todo esto al vizconde, y no sé si, disponiendo de ese tiempo, lo habría empleado en contarle que había en alguna parte, en la sombra, un lazo de Pendjab dispuesto a silbar. Era absolutamente inútil complicar la situación y me limitaba a aconsejar al señor de Chagny que mantuviera siempre la mano a la altura del ojo, en posición de disparar. En esta postura resulta imposible, incluso para el estrangulador más hábil, lanzar con éxito el lazo de Pendjab. Al mismo tiempo que el cuello, coge el brazo o la mano, y así el lazo, al que puede desatarse fácilmente, se vuelve inofensivo.

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