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Authors: Gastón Leroux

Tags: #Intriga, #Clásico, #Drama

El fantasma de la ópera (37 page)

BOOK: El fantasma de la ópera
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Pero las once que nos hacen temblar, tal vez hayan pasado ya, ¿no es cierto?… Puede que sean las once y diez… y tendríamos por lo menos doce horas por delante.

De repente, grito:

—¡Silencio!

Me ha parecido oír pasos en la habitación de al lado.

¡No me he equivocado! Oigo ruido de puertas, seguido pasos precipitados. Golpean contra la pared. La voz de Christine Daaé:

—¡Raoul! ¡Raoul!

¡Ah!, exclamamos todos a la vez, a un lado y al otro de la pared. Christine solloza. ¡No sabía si iba a encontrar vivo al señor de Chagny!… Al parecer el monstruo había sido terrible… No había hecho más que delirar mientras esperaba que ella se decidiera a pronunciar el «sí» que le negaba… No obstante, ella le había prometido el «sí» si consentía en llevarla a la cámara de los suplicios… Pero él se había opuesto obstinadamente con terribles amenazas contra la humanidad… Por fin, tras muchas horas de este infierno, acababa de salir en aquel momento… dejándola sola para meditar por última vez…

… ¡Muchas horas!…

—¿Qué hora es? ¿Qué hora es, Christine?…

—¡Son las once!… ¡Las once menos cinco!…

—¿Pero las once de qué?

—¡Las once que decidirán la vida o la muerte!… Acaba de repetírmelo al salir —vuelve a decir la voz trémula de Christine—. Es espantoso… ¡Delira y se ha arrancado la máscara y sus ojos de oro lanzan llamas! ¡Y no hace más que reír!… Me ha dicho, riendo como un demonio borracho: «¡Cinco minutos! Te dejo sola debido a tu conocido pudor. No quiero que te sonrojes ante mí cuando me digas sí, como las novias tímidas… ¡Qué diablos!». Ya les he dicho que estaba como un demonio borracho… «Toma (y ha buscado la bolsita de la vida y de la muerte), toma —me ha dicho—, aquí está la llavecita de bronce que abre los cofres de ébano que están encima de la chimenea de la habitación estilo Luis Felipe… En uno de esos cofres encontrarás un escorpión y en el otro un saltamontes, unos animalitos muy bien reproducidos en bronce del Japón. ¡Son animales que dicen sí y no! Es decir que no tendrás más que girar el escorpión sobre su eje hasta colocarlo en la posición opuesta a la que lo has encontrado… Esto significará para mí, cuando entre en la habitación, en la habitación de nuestra noche de bodas: ¡Sí!… Si giras al saltamontes, querrá decir: ¡No! De ser así, cuando entre en la habitación, entraré en la habitación de la muerte…». Y reía como un demonio borracho. Le pedí de rodillas la llave de la cámara de los suplicios, prometiéndole ser para siempre su esposa si me la concedía… Pero me ha dicho que ya no necesitaría aquella llave y que iba a arrojarla al lago… Después, siempre riendo como un demonio borracho, me ha dejado diciendo que no volvería hasta dentro de cinco minutos, porque sabía todo lo que se debe, cuando se es un caballero, al pudor de las mujeres… ¡Ah!, también me ha gritado: «¡El saltamontes!… ¡Ten cuidado con el saltamontes!… ¡Un saltamontes no gira tan sólo, salta, salta!… ¡Salta maravillosamente bien!…».

Intento aquí reproducir mediante frases, palabras entrecortadas, exclamaciones, el sentido de las palabras delirantes de Christine… Ella también, durante aquellas veinticuatro horas, debió alcanzar el límite del dolor humano… y quizá había padecido aún más que nosotros… A cada momento, Christine se interrumpía y nos interrumpía para exclamar: «¿Raoul, te encuentras bien…?», y tocaba las paredes que ahora estaban frías y se preguntaba por qué razón habían estado tan calientes… Transcurrieron los cinco minutos y el escorpión y el saltamontes arañaban con todas sus patas mi pobre cerebro…

Sin embargo había conservado suficiente lucidez para comprender que, si se giraba el saltamontes, el saltamontes saltaría…, y con él muchos seres humanos… ¡No había duda de que el saltamontes ponía en juego alguna corriente eléctrica destinada a volar el polvorín!… El señor de Chagny que parecía, desde que había; vuelto a oír la voz de Christine, haber recobrado toda su fuerza moral, explicaba a toda prisa a la joven la terrible situación en la que nos encontrábamos, nosotros y la Opera entera… Era necesario girar el escorpión, inmediatamente…

Este escorpión, que contestaba el sí tan deseado por Erik, quizás impediría que se produjera la catástrofe…

—¡Ve!… ¡Ánimo, Christine, mi adorada Christine!… —ordenó Raoul.

Hubo un silencio.

—¡Christine! —exclamé—. ¿Dónde está usted?

—Junto al escorpión.

—¡No lo toque!

Acababa de ocurrírseme —ya que conocía a Erik— que el monstruo había vuelto a engañar a la joven. Quizás era el escorpión el que iba a volarlo todo. ¿Por qué no había vuelto aún, si los cinco minutos habían ya transcurrido?… ¡No había vuelto!… Sin duda había ido a ponerse a cubierto… Quizás esperaba la formidable explosión… ¡Tan sólo esperaba eso!… En verdad, no podía esperar jamás que Christine consintiera en ser su presa voluntaria… ¿Por qué no había vuelto?… ¡No toque el escorpión!…

—¡Él! ¡Le oigo!… ¡Ya está aquí!… —exclamó Christine.

Llegaba, en efecto. Oímos sus pasos que se acercaban a la habitación estilo Luis Felipe. Se había reunido con Christine. No había pronunciado una sola palabra.

Entonces, alcé la voz:

—¡Erik! ¡Soy yo! ¿Me reconoces?

A mi llamada respondió inmediatamente en un tono extraordinariamente sereno.

—¿Cómo, no habéis muerto ya ahí dentro?… Pues bien, procurad portaros bien.

Quise interrumpirle, pero me dijo con tanta frialdad que quedé helado detrás de la pared:

—¡Una palabra más, daroga, y lo hago volar todo! —y añadió en seguida—: ¡Le concedo el honor a la señorita!… La señorita no ha tocado el escorpión (¡qué tranquilo hablaba!), la señorita no ha tocado el saltamontes (¡con qué sangre fría!), pero aún no es demasiado tarde para hacerlo. Mire, abro sin llave porque soy el maestro en trampillas y porque abro y cierro todo lo que quiero y como quiero… Abro los cofrecillos de ébano. Mire, señorita, en los cofrecillos de ébano…, esos hermosos animalitos…, están bastante bien reproducidos…, qué inofensivos parecen… ¡Pero el hábito no hace al monje! (todo lo decía con una voz neutra, uniforme). Si se gira el saltamontes, volaremos todos, señorita… Hay suficiente pólvora bajo nuestros pies para hacer saltar un barrio entero de París… Si se gira el escorpión, ¡toda esta pólvora queda anegada!… Señorita, con motivo de nuestras bodas, hará usted un precioso regalo a algunos centenares de parisinos que aplauden en este momento una mediocre obra de Meyerbeer… Les regalará la vida… puesto que, con sus hermosas manos (¡qué voz más apagada!), va a girar el escorpión ¡Y luego, felices, nos casaremos!

Un silencio, y después:

—Si dentro de dos minutos, señorita, no ha girado el escorpión… tengo un reloj… —añadió la voz de Erik—, un reloj que funciona maravillosamente bien, giraré el saltamontes…, y el saltamontes salta maravillosamente bien…

Se hizo un silencio más espantoso que todos los demás silencios. Yo sabía que cuando Erik adoptaba aquella voz pacífica, serena y cansada, es que está dispuesto a todo, capaz del más titánico crimen o de la más esclavizada devoción, y que una sílaba desagradable a sus oídos podía desencadenar un huracán. El señor de Chagny había comprendido que lo único que podía hacer era rezar y, arrodillado, rezaba… En cuanto a mí, la sangre me golpeaba con tanta fuerza que tuve que llevarme una mano al corazón por miedo a que explotara… Presentíamos lo que ocurría en aquellos últimos momentos en el pensamiento enloquecido de Christine Daaé… Comprendíamos su duda en girar el escorpión… ¿Sería el escorpión el que lo haría volar todo? ¿Habría decidido Erik destruirnos a todos con él?

Por fin se dejó oír la voz de Erik, suave y de una dulzura angelical…

—Los dos minutos han transcurrido…, ¡adiós, señorita!…, ¡salta, saltamontes!…

¡Erik! —exclamó Christine que debía haberse precipitado sobre la mano del monstruo—, me juras, monstruo me juras por tu infernal amor que es el escorpión el que hay que girar…

—Sí, para volar en el día de nuestra boda…

—Pues, entonces, saltemos.

—¡A nuestra boda, inocente criatura!… El escorpión abre el baile… Pero, ¡basta ya!… ¿No quieres el escorpión?… Entonces, ¡el saltamontes!

—¡Erik!…

—¡Basta!…

Había juntado mis gritos a los de Christine. El señor de Chagny, siempre de rodillas, seguía rezando…

—Erik! ¡He girado el escorpión!…

¡Ah! ¡Qué momento vivimos!

¡Esperando!

Esperando a ser tan sólo despojos en medio del trueno y de las ruinas…

A sentir crujir bajo nuestros pies, en el abismo abierto… cosas…, cosas que podían ser el principio de la apoteosis de horror…, ya que, de la trampilla abierta en las tinieblas, boca negra en la noche negra, subía un silbido inquietante, como el primer ruido de un cohete…

… Al principio fue muy tenue…, después más consistente…, más fuerte…

¡Pero, escuchad! ¡Escuchad! Y sujetad con ambas manos vuestro corazón dispuesto a volar junto con muchos seres humanos. No era aquel el silbido del fuego. ¿Acaso no parece una manga de agua?… ¡A la trampilla! ¡A la trampilla! ¡Escuchad! ¡Escuchad!

Ahora empieza a hacer glugú… glugú…

¡A la trampilla! ¡A la trampilla! ¡A la trampilla!… ¡Qué frescura!

¡A ella! ¡A ella! Toda la sed que había desaparecido con el miedo vuelve ahora más fuerte aún con el ruido del agua.

¡El agua! ¡El agua! ¡El agua que sube!…

Que sube en la bodega, por encima de los toneles, todos los toneles de pólvora (¡toneles! ¡toneles!… ¿Tiene usted toneles para vender?), ¡el agua!… ¡el agua hacia la que nos precipitamos con las gargantas abrasadas!… ¡El agua que sube hasta nuestras barbillas, hasta nuestras bocas!…

Y bebemos… En el fondo de la bodega, bebemos, hasta la misma bodega…

Y volvemos a subir, sumidos en la negra noche, la escalera, peldaño a peldaño, la escalera que habíamos bajado al encuentro del agua y que volvemos a subir con el agua.

Lo cierto es que había allí una cantidad apreciable de pólvora perdida y anegada… ¡Agua en abundancia!… ¡No se escatima el agua en la mansión del Lago! Si esto sigue así, el lago entero entrará en la bodega…

En realidad, ahora nadie sabe dónde se detendrá… Estamos fuera de la bodega y el agua sigue subiendo…

Y el agua sale también de la bodega, se extiende por el suelo… Si esto continúa toda la mansión del Lago va a quedar inundada. El propio suelo de la habitación de los espejos es un pequeño lago en el que nuestros pies chapotean. ¡Ya es suficiente agua! Erik debería cerrar el grifo: ¡Erik! ¡Erik!… ¡Ya hay suficiente agua para la pólvora! ¡Cierra el grifo! ¡Cierra el escorpión!

Pero Erik no contesta… No se oye más que el agua que sube…, ahora nos llega hasta la mitad de las piernas…

—¡Christine, Christine! ¡El agua nos llega a las rodillas! —grita el señor de Chagny.

Pero Christine no responde… Tan sólo se oye el agua que sube.

¡Nada! Nada en la habitación de al lado… ¡Ya no hay nadie! ¡Nadie para girar el grifo! ¡Nadie para cerrar el escorpión!

Estamos completamente solos en la oscuridad, con el agua negra que nos envuelve, que sube, que nos hiela. ¡Erik! ¡Erik! ¡Christine! ¡Christine!

Ahora hemos perdido pie y giramos en el agua, llevados por un movimiento de rotación irresistible, ya que el agua gira junto con nosotros y chocamos contra los espejos negros que nos rechazan… y nuestras gargantas, que emergen por encima del torbellino, aúllan…

¿Acaso vamos a morir aquí? ¿Ahogados en la cámara de los suplicios?… ¡jamás había visto esto! ¡Erik, en la época de las horas rosas de Mazenderan, nunca me había enseñado algo semejante por la ventanita invisible!… ¡Erik! ¡Erik! ¡Te he salvado la vida! ¡Acuérdate!… ¡Estabas condenado!… ¡Ibas a morir!… ¡Te he abierto las puertas de la vida!… ¡Erik!…

¡Girábamos en el agua como si fuésemos los restos de un naufragio!…

Pero, de repente, he agarrado con mis manos desesperadas el ` tronco del árbol de hierro…, y llamo al señor de Chagny… Nos colgamos los dos de la rama del árbol de hierro…

¡El agua sigue subiendo!

¡Ah! ¿Recordáis el espacio hay entre la rama del árbol de hierro y el techo en cúpula de la habitación de los espejos?… ¡Intentad recordarlo!… Después de todo, quizás el agua se detenga… Seguramente encontrará su nivel… ¡Mirad! ¡Parece que se detiene!… ¡No, no! ¡Horror!… ¡A nado! ¡A nado!… Nuestros brazos que nadan se entrelazan: ¡nos ahogamos!…, nos debatimos en el agua negra…, nos cuesta ya respirar el aire negro encima del agua negra…, el aire que huye, que oímos huir por encima de nuestras cabezas mediante no sé qué sistema de ventilación… ¡Giremos, giremos, giramos hasta que encontremos la entrada de aire!… Pegaremos entonces nuestra boca a la boca de aire… Pero las fuerzas me abandonan, intento agarrarme a las paredes… ¡Qué escurridizas son para mis dedos que buscan, las paredes de espejos!… ¡Seguimos girando!… ¡Nos hundimos!… ¡Un último esfuerzo!… ¡Un último grito!… ¡Erik!… ¡Christine!… ¡Glu, glu, glu!…, en los oídos. ¡Glu, glu, glu!…, en el fondo del agua negra nuestros oídos hacen glugú. Y me parece aún, antes de perder el conocimiento, oír entre dos glugú… «¡Toneles!… ¡Toneles!… ¿Tiene usted toneles para vender?».

CAPÍTULO XXVII

FIN DE LOS AMORES DEL FANTASMA

Aquí termina la narración escrita que me dejó el Persa.

Pese al horror de una situación que parecía conducirles definitivamente a la muerte, el señor de Chagny y su compañero se salvaron gracias a la sublime abnegación de Christine Daaé. El resto de la aventura me lo explicó el daroga mismo.

Cuando fui a verlo, seguía viviendo en su pequeño apartamento de la calle de Rivoli, frente a las Tullerías. Se encontraba muy enfermo y fue preciso todo mi ardor de reportero-historiador al servicio de la verdad para decidirle a revivir conmigo el increíble drama. Era siempre su viejo y fiel criado Darius quien le servía y me condujo a su lado. El daroga me recibió junto a la ventana abierta al jardín, sentado en un gran sillón donde intentaba levantar un torso que, en sus tiempos, no debió carecer de belleza. El Persa tenía aún sus magníficos ojos, pero su pobre rostro estaba muy cansado. Se había hecho rasurar totalmente la cabeza, a la que solía cubrir con un gorro de astracán. Iba vestido con una amplia hopalanda muy sencilla, en cuyas mangas se entretenía inconscientemente retorciéndose los dedos, pero su espíritu seguía siendo muy lúcido.

No podía recordar las angustias pasadas sin dejarse embargar por cierto desasosiego y, casi a migajas, le arranqué el sorprendente final de esta extraña historia. A veces se hacía rogar para contestar a mis preguntas; en cambio otras, exaltado por sus recuerdos, evocaba espontáneamente ante mí, con una viveza estremecedora, la imagen espantosa de Erik y las terribles horas que el señor de Chagny y él habían vivido en la mansión del Lago.

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