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Authors: Gastón Leroux

Tags: #Intriga, #Clásico, #Drama

El fantasma de la ópera (36 page)

BOOK: El fantasma de la ópera
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Con la noche, el calor no había desaparecido, al contrario… Ahora hacía más calor bajo el resplandor azul de la luna. Recomendé al vizconde que tuviera las armas dispuestas para disparar y que no se apartara del lugar de nuestro campamento mientras yo seguía buscando el resorte.

De repente, oímos el rugido de un león a pocos pasos. Nos desgarró los oídos.

—¡Oh! —exclamó el vizconde en voz baja—, ¡no está lejos!… ¿No lo ve? Allí… a través de los árboles…, en aquellas espesuras… Si vuelve a rugir, ¡disparo!

Y el rugido volvió a sonar aún más fuerte. El vizconde disparó, pero no creo que alcanzara al león; tan sólo rompió un espejo; lo comprobé a la mañana siguiente, al alba. Durante la noche debimos hacer un largo camino, ya que nos encontramos repentinamente al borde de un desierto, de un inmenso desierto de arena, de piedras y de rocas. Realmente no valía la pena salir de la selva para caer en el desierto. Vencido, me había tumbado al lado del vizconde, cansado de buscar resortes que no encontraba.

Estaba realmente extrañado (y se lo dije al vizconde) de que no hubiéramos tenido otros malos encuentros durante la noche. Habitualmente, después del león había un leopardo y, a veces, el revoloteo de moscas tsé-tsé. Eran todos efectos sonoros muy fáciles de producir y expliqué al señor de Chagny, mientras descansábamos para atravesar el desierto, que Erik reproducía el rugido del león con un largo tamboril rematado en piel de asno en uno solo de sus extremos. Encima de la piel se tensa una cuerda de tripa atada por el centro a otra cuerda del mismo género que atraviesa el tambor de lado a lado. Erik no tiene más que frotar esta cuerda con un guante untado de colofonia. Por la manera de frotar, imita, hasta el extremo de no poder distinguirla, la voz del león o del leopardo, o incluso el revoloteo de las moscas tsé-tsé.

La idea de que Erik pudiera estar en la habitación de al lado con sus trucos, me incitó a tomar la decisión de conferenciar con él, ya que evidentemente había que renunciar a la idea de sorprenderlo. Ahora ya debía saber a qué atenerse con respecto a los habitantes de la cámara de los suplicios… Lo llamé: ¡Erik, Erik!… Grité lo más fuerte que pude a través del desierto, pero nadie contestó a mi voz… Por todas partes, a nuestro alrededor, el silencio y la inmensidad de aquel desierto pétreo… ¿Qué iba a ser de nosotros en medio de aquella horrible soledad?

Empezábamos literalmente a morir de calor, de hambre, de sed…, sobre todo de sed… Finalmente vi al señor de Chagny incorporarse sobre un codo y enseñarme un punto en el horizonte… ¡Acababa de descubrir el oasis!

Sí, allá, muy lejos, en pleno desierto, un oasis… un oasis con agua… agua limpia como el cristal… agua que reflejaba al árbol de hierro… ¡Ah! Aquello era sin duda un efecto del espejismo… lo reconocí en seguida…, el más terrible… Nadie había podido resistirlo, nadie… Me esforcé por conservar toda mi razón… y por no desear el agua… porque sabía que si deseaba el agua que reflejaba el árbol de hierro y, si tras desear el agua, tropezaba con el espejo, sólo habría una cosa que hacer: colgarme del árbol de hierro…

Por eso grité al señor de Chagny:

—¡Es un espejismo!… ¡Es un espejismo!… ¡No crea en el agua!… ¡Es otro truco del espejo!…

Entonces, me envió —como se dice— a paseo con mi truco del espejo, mis resortes, mis puertas giratorias y mi palacio de espejismos… Afirmó airado que yo era loco o ciego para imaginar que toda aquella agua que corría allá lejos, entre tantos árboles hermosos no era agua de verdad… ¡El desierto era verdad! ¡Y la selva también!… A él no se le engañaba fácilmente… Había viajado demasiado…, y por todos los países.

Se arrastró diciendo:

—¡Agua! ¡Agua!

Llevaba la boca abierta como si bebiera…

También yo tenía la boca abierta como si bebiera…

No sólo la veíamos, sino que ¡la oíamos!… La oíamos correr…, gotear… ¿Comprenden ustedes la palabra gotear? ¡Es una palabra que se oye con la lengua!… La lengua se sale de la boca para escucharla mejor.

Por último, fue intolerable ya para nosotros oír la lluvia, y no llovía. ¡Aquello era una invención demoníaca!… Pensar que sabía cómo lo hacía Erik: llenaba de piedrecitas una caja muy estrecha y muy larga, cortada a intervalos por divisiones de madera y de metal. Las piedrecitas, al caer, topaban contra las divisiones y rebotaban unas en otras, produciendo ruidos entrecortados que parecían el repiqueteo de una lluvia de tormenta.

Había que ver cómo el señor de Chagny y yo estirábamos la lengua, arrastrándonos hacia la orilla…, nuestros ojos y nuestros oídos estaban llenos de agua, pero nuestra lengua tan seca como suela de zapato…

Al llegar al espejo, el señor Chagny lo lamió… yo también lamí el espejo…

¡Estaba ardiendo!

Entonces, nos dejemos rodar por el suelo, presa de una cruel desesperación. El señor de Chagny acercó a su sien la última pistola que quedaba cargada, y yo busqué a mis pies el lazo del Pendjab.

Sabía por qué había vuelto a aparecer en aquel tercer decorado el árbol de hierro…

¡El árbol de hierro me esperaba!

Pero, al mirar el lazo de Pendjab, vi algo que me hizo estremecer de forma tan violenta que el señor de Chagny se detuvo en su movimiento de suicidio. Murmuraba ya un «Adiós Christine».

Le había cogido del brazo. Después le quité la pistola…, y me arrastré de rodillas hacia lo que había visto.

Acababa de descubrir, junto al lazo de Pendjab, en la ranura del parqué, un clavo de cabeza negra cuya finalidad no ignoraba…

¡Por fin había encontrado el resorte! ¡El resorte que iba a poner en juego la puerta!… ¡Que iba a darnos la libertad!… ¡Que iba a entregarnos a Erik!

Palpé el clavo… Miré al señor de Chagny con una expresión radiante… El clavo de cabeza negra cedía a mi presión…

Y entonces…

No se abrió una puerta en la pared, sino una trampilla en el suelo.

Inmediatamente entró aire fresco desde aquel agujero negro. Nos inclinamos sobre el recuadro de sombra como sobre una fuente límpida. Con el mentón en la sombra fresca, la bebimos.

Nos inclinábamos cada vez más por encima de la trampilla. ¿Qué podía haber en aquel agujero, en aquella fosa que acababa de abrir misteriosamente su puerta?

¿Quién sabe si no había agua allí?…

Agua para beber…

Alargué los brazos en las tinieblas y encontré una piedra, y otra…, una escalera… una escalera negra que bajaba a la cueva.

¡El vizconde se disponía ya a tirarse por el agujero!

Allí, aunque no encontráramos agua, podríamos escapar a los deslumbrantes efectos de aquellos horribles espejos.

Pero detuve al vizconde, pues temía una nueva treta del monstruo, y con mi linterna sorda encendida bajé el primero…

La escalera de caracol se sumergía en espesas tinieblas y giraba sobre sí misma. ¡Qué bien se estaba en la escalera y en las tinieblas!

Aquella frescura provenía menos del sistema de ventilación instalado por Erik que de la misma frescura de la tierra, que debía de estar saturada de agua al nivel en el que nos encontrábamos… ¡Además, el Lago no podía estar muy lejos!…

Pronto nos encontramos al final de la escalera… nuestros ojos empezaban a hacerse a las tinieblas y a distinguir a nuestro alrededor formas…, formas redondas…, sobre las cuales dirigía el haz luminoso de mi linterna.

¡Toneles!…

¡Estábamos en la bodega de Erik!

Allí debía guardar el vino y quizás el agua potable…

Yo sabía que Erik era amante de los buenos vinos… ¡Ah, sí, allí había mucho para beber!…

El señor de Chagny acariciaba las formas redondas y repetía incansablemente:

—¡Toneles! ¡Toneles! ¡Cuántos toneles!

De hecho, había bastantes de ellos alineados simétricamente en dos filas, entre las que nos encontrábamos…

Se trataba de pequeños toneles y me imaginé que Erik los había escogido de aquel tamaño dada su facilidad de transporte hacia la mansión del Lago.

Examinamos uno tras otro, buscando alguno con una espita que diera señales de haber sido utilizado alguna vez.

Pero todos los toneles estaban herméticamente cerrados.

Entonces, tras levantar uno para comprobar si estaba lleno, nos pusimos de rodillas y con la hoja de un cuchillito que llevaba conmigo intenté hacer saltar el tapón.

En aquel momento me pareció oír, como si viniera de muy lejos, una especie de canto monótono cuyo ritmo me era conocido, ya que lo había oído con frecuencia en las calles de París:

—¡Toneles! ¡Toneles! ¿Tiene usted toneles para vender?

Mi mano quedó inmóvil sobre el tapón… El señor de Chagny también había oído. Me dijo:

—Es curioso. Es como si el tonel cantara…

El canto volvió a empezar, más lejano…

—¡Toneles! ¡Toneles! ¿Tiene usted toneles para vender?

—¡Oh! —exclamó el vizconde—, le aseguro que el canto se pierde en el tonel.

Nos levantamos y miramos detrás del tonel…

—¡Es dentro! —exclamaba el señor de Chagny—. ¡Es dentro!

Pero ya no oíamos nada… Y nos vimos obligados a atribuir aquello a nuestro mal estado y a la alteración de nuestros sentidos. Volvimos al tapón del tonel. El señor de Chagny puso las dos manos juntas encima y, en un último esfuerzo, hizo saltar el tapón.

—¿Qué es esto? ¡No es agua! —exclamó inmediatamente el vizconde.

El vizconde había acercado sus dos manos llenas a mi linterna… Me incliné sobre las manos del vizconde…, e inmediatamente lancé la linterna tan lejos de nosotros que se rompió y se apagó…, y se perdió para siempre.

Lo que acababa de ver en las manos del señor de Chagny… ¡era pólvora!

CAPÍTULO XXVI

¿HABRÁ QUE GIRAR AL ESCORPIÓN? ¿HABRÁ QUE GIRAR AL SALTAMONTES?

Fin del relato del Persa

Así, al bajar al fondo de la fosa, había llegado al fin de mi temible pensamiento. ¡El miserable no me había engañado con sus vagas amenazas a muchos seres humanos! Al margen de la humanidad, se había construido una guarida de fiera subterránea, totalmente decidido a volarlo todo con él y provocando una gran catástrofe, si los que vivían a la luz del día venían a molestarle en el antro en el que había refugiado su monstruosa fealdad.

El descubrimiento que acabábamos de hacer nos sumió en una angustia que nos hizo olvidar todas las penas pasadas, todos nuestros sufrimientos presentes… Nuestra presente situación nos parecía excepcional al recordar que hacía tan solo unos instantes habíamos estado al borde del suicidio, pero de pronto nos quedamos horrorizados de lo que podía ocurrir. Comprendíamos ahora todo lo que había querido decir y todo lo que había dicho el monstruo a Christine Daaé, así como lo que significaba aquella abominable frase: «¡Sí o no; si es no, todo el mundo puede darse por muerto y enterrado!». ¡Sí, enterrado entre los escombros de lo que había sido la gran ópera de París!… ¿Podía imaginarse un crimen más espantoso para arrastrar al mundo en una apoteosis de horror? Preparada para la seguridad de su refugio, la catástrofe iba a servir para vengar los amores del más horrible monstruo que haya pasado sobre la faz de la tierra… «¡Mañana por la noche, a las once, último plazo!»… ¡Ah, había sabido elegir la hora!… ¡Habría mucha gente en la fiesta!…, ¡muchos seres humanos…, allá arriba…, en los luminosos pisos del palacio de la música!… ¿Acaso podía soñar un cortejo, más hermoso para su muerte?… Iba a bajar a la tumba junto con los cuerpos más bellos del mundo, adornados de toda suerte de joyas… ¡Mañana por la noche, a las once!… Volaríamos por los aires en plena representación si Christine Daaé decía: ¡No!… ¡Mañana por la noche a las once!… ¿y cómo no iba Christine Daaé a decir que ¡No!? ¿No preferiría acaso casarse con la misma muerte antes que con aquel cadáver viviente? ¿Ignoraba o no que de su respuesta dependía la suerte de muchos seres humanos?… ¡Mañana por la noche, a las once!…

Arrastrándonos en las tinieblas, huyendo de la pólvora, intentando volver a encontrar los peldaños de piedra dado que allá arriba, por encima de nuestras cabezas…, la trampilla que conduce a la habitación de los espejos se ha apagado a su vez…, nos repetimos: «¡Mañana por la noche, a las once!».

… Por fin encuentro la escalera…, pero, de repente, me incorporo de golpe en el primer peldaño, porque un pensamiento terrible acaba de acudir a mi mente:

«¿Qué hora es?».

¿Qué hora es?… ¿Qué hora?… ¡Mañana por la noche a las once puede ser hoy, puede ser ahora mismo!… ¿Quién podría decirnos qué hora es?… Me parece que estamos encerrados en este infierno desde hace días y días…, desde hace años…, desde el comienzo del mundo… ¡Puede que todo esto vuele dentro de un momento!… ¡Un ruido!… ¡Un crujido!… ¿Lo ha oído usted?… ¡Allí! ¡Allí, en aquel rincón!… ¡Grandes dioses!… es como un ruido mecánico… ¡Otra vez!… ¡Ah! ¡Luz!… ¿Quizá sea el mecanismo que lo haga volar todo?… ¡se lo aseguro, es un crujido!…, ¿está usted sordo?

El señor de Chagny y yo nos ponemos a gritar como locos… El miedo nos avasalla…, subimos la escalera, rodando sobre los peldaños… ¡Puede que la trampilla esté cerrada! ¡Puede que sea esta puerta cerrada la que produce tanta oscuridad!… ¡Quién pudiera salir de la oscuridad!… ¡Salir de la oscuridad!… ¡Volver a encontrar la claridad fatal de la habitación de los espejos!…

Pero ya estamos en lo alto de la escalera…, no, la trampilla no está cerrada, pero ahora reina la misma oscuridad en la cámara de los espejos que en la bodega que hemos abandonado… Dejamos la bodega… y nos arrastramos por el suelo de la cámara de los suplicios…, el suelo que nos separa del polvorín… ¿Qué hora es?… ¡Gritamos! ¡Llamamos!… El señor de Chagny clama con todas sus fuerzas renacientes: «¡Christine! ¡Christine!». Y yo llamo a Erik…, le recuerdo que le he salvado la vida… ¡Pero nada nos responde!… Tan sólo nuestra propia desesperación…, nuestra propia locura… ¿Qué hora es?… «Mañana por la noche, a las once»… Discutimos…, nos esforzamos por calcular el tiempo que hemos pasado, aquí…, pero somos incapaces de razonar… Si por lo menos pudiéramos ver el cuadrante de un reloj, con agujas que se moviesen. Mi reloj está parado desde hace tiempo…, pero el del señor de Chagny funciona aún… Me dice que lo puso en hora mientras se preparaba por la noche antes de venir a la Ópera… Intentamos llegar a la conclusión de que el momento fatal aún no ha llegado…

… El ruido más insignificante que llega hasta nosotros desde la trampilla, a la que he intentado cerrar en vano, nos vuelve a sumergir en la angustia más atroz… ¿Qué hora es?… Ya no llevamos encima más que una cerilla… Sin embargo, deberíamos saber… El señor de Chagny sugiere romper el cristal de su reloj y palpar las agujas… Se produce un silencio durante el cual palpa e interroga a las agujas con la punta de los dedos. La anilla del reloj le sirve de punto de referencia… Calcula por la separación de las agujas que pueden ser las once en punto.

BOOK: El fantasma de la ópera
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