El Desfiladero de la Absolucion (43 page)

Read El Desfiladero de la Absolucion Online

Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El Desfiladero de la Absolucion
8.86Mb size Format: txt, pdf, ePub

Desde atrás, algo iluminó toda la cavidad de la accidentada nave. Escorpio se arriesgó a mirar hacia atrás, justo lo suficiente para ver el cañón del arma de Khouri brillar de un color rojo cereza por la descarga de mínima potencia. Jaccottet apuntaba con su pistola al cadáver de la combinada, pero era obvio que ya no quedaba nada de la parte orgánica de la víctima de los inhibidores. Las máquinas que emergían de ella parecían completamente indiferentes. La onda expansiva había dispersado a algunas de ellas de la masa principal, pero no había ningún signo de que la energía las hubiera dañado en absoluto. Escorpio solo había apartado la vista un segundo, pero cuando volvió su atención hacia Clavain, se horrorizó al verlo desplomado contra la pared, desencajado por el dolor.

—Me han cogido, Escorp. Duele.

Clavain cerró los ojos. La placa negra había cubierto la mano hasta la muñeca. En la punta de los dedos había formado un muñón redondeado que se deslizaba sigilosamente hacia atrás mientras que el extremo de la muñeca avanzaba.

—Intentaré hacer palanca para quitártelo —dijo Escorpio, rebuscando en su cinturón algo delgado y fuerte, pero sin un filo que pudiera herir la mano de Clavain.

Clavain abrió los ojos.

—No servirá de nada.

Con su mano libre alcanzó el bolsillo en el que había guardado su cuchillo. Un momento antes su cara gris era un testimonio del dolor, pero ahora parecía haber una pausa, como si la agonía remitiese. Sin embargo Escorpio sabía que no era así. Simplemente había amortiguado la parte de su cerebro que la registraba. Clavain había sacado el cuchillo y lo asió por el mango, intentando hacer vibrar la hoja, pero no funcionaba. O bien el mando no podía activarse con una sola mano, o sus dedos estaban demasiado entumecidos por el frío para conectarlo. Accidentalmente o por pura frustración, el cuchillo resbaló de su puño. Intentó recuperarlo pero abandonó el esfuerzo.

—Escorp, recógelo.

Así lo hizo. Fue una sensación extraña tenerlo en su pezuña, como si fuera algo valioso que hubiera robado, algo que no estaba hecho para él. Se acercó para dárselo a Clavain.

—No, tienes que hacerlo tú. Activa la hoja con ese resorte. Ten cuidado, se dispara cuando la piezohoja se enciende. No lo dejes caer: corta el hiperdiamante como si fuera mantequilla.

—No puedo hacerlo, Nevil.

—Tienes que hacerlo. Me está matando.

La capa negra de la maquinaria inhibidora se estaba comiendo su mano. En ese muñón ya no había espacio para la punta de sus dedos, advirtió Escorpio: ya los había devorado. Activó el resorte y el cuchillo giró en sus manos, vivo y ansioso. Notó la alta frecuencia del zumbido a través de la empuñadura. La hoja se había vuelto un borrón plateado, como el revoloteo de las alas de un colibrí.

—Córtamela, Escorp. Ahora, rápido y limpiamente. Unos centímetros por encima de la maquinaria.

—Te mataré.

—No, no lo harás. Lo superaré. —Clavain hizo una pausa—. He cerrado los receptores del dolor. Los implantes en la sangre se encargarán de la coagulación.

No tienes que preocuparte por nada. ¡Hazlo ya! Antes de que cambie de idea o de que esto encuentre un atajo hasta mi cabeza.

Escorpio asintió, horrorizado por lo que estaba a punto de hacer, pero sabiendo que no tenía otra opción. Asegurándose de que la maquinaria no tocase su propia piel, Escorpio sujetó el brazo afectado de Clavain por el codo. El cuchillo zumbó y vibró. Lo sostuvo junto a la tela de la manga y miró a Clavain a los ojos.

—¿Estás seguro?

—Escorp, ahora, te lo pido como amigo: ¡Hazlo!

Escorpio apretó el cuchillo. No notó resistencia alguna al atravesar la tela, la carne o el hueso.

Un segundo más tarde, el trabajo estaba hecho. La mano amputada (Escorpio la había cortado justo por encima de la muñeca) cayó al hielo con un pesado golpe. Clavain se dejó caer contra la pared con un gruñido, perdiendo las fuerzas que había reunido hasta entonces. Le había dicho a Escorpio que había bloqueado todas las señales de dolor, pero algún mensaje residual debía haber llegado a su cerebro; o eso, o lo que Escorpio oyó había sido un desesperado gruñido de alivio. Jaccottet se arrodilló junto a Clavain, desenganchando un botiquín médico de su cinturón. Clavain tenía razón: había muy poca hemorragia de la herida. Se sujetaba el truncado brazo sobre el estómago, apretándolo fuerte mientras Jaccottet le preparaba un vendaje.

Hubo un crujido de movimiento en la mano. Las máquinas negras se estaban soltando solas, liberando el resto de la carne. Se desplazaron dubitativamente, como desprovistos de la energía que habían extraído de los cálidos cuerpos vivos. La masa de cubos se iba escurriendo de la mano, despacio, y después se detuvo, convirtiéndose en parte del tejido latente que recubría la nave. La mano se quedó allí, con la carne magullada como un paisaje de moratones recientes y manchas de la edad, pero aún casi intacta salvo por las erosionadas puntas de los dedos, que habían sido devoradas hasta la primera falange. Escorpio detuvo el cuchillo y lo dejó en el suelo.

—Lo siento, Nevil.

—Ya la había perdido una vez antes —dijo Clavain—. En realidad no me importa demasiado. Te doy las gracias por haberlo hecho. —Entonces se apoyó en la pared y cerró los ojos durante unos segundos. Su respiración era claramente audible e irregular. Sonaba como si alguien inexperto estuviera usando una sierra.

—¿Te recuperarás? —le preguntó Escorpio a Clavain, mirando la mano amputada. Clavain no respondió.

—No sé lo suficiente acerca de los combinados para decir cuánto puede aguantar —dijo Jaccottet en voz baja—, pero sí puedo decirte que este hombre necesita mucho descanso. Para empezar, es un anciano y además nadie le ha revisado esas máquinas de su sangre. Puede que le afecte más de lo que creemos.

—Tenemos que seguir —dijo Khouri.

—Tiene razón —dijo Clavain, moviéndose de nuevo—. Venga, que alguien me ayude a ponerme de pie. Perder una mano no me detuvo la última vez y no lo hará ahora.

—Espere un momento —dijo Jaccottet, terminando el vendaje de emergencia.

—Tienes que quedarte aquí, Nevil —dijo Escorpio.

—Si me quedo aquí, Escorp, me moriré. —Clavain se quejó por el esfuerzo de intentar ponerse de pie solo—. ¡Ayúdame, joder, ayúdame!

Escorpio lo ayudó a ponerse de pie. Se tambaleó mientras seguía apretando el brazo vendado contra el vientre.

—Sigo pensando que es mejor que nos esperes aquí —dijo Escorpio.

—Escorp, todos estamos viendo la hipotermia en nuestras caras. Si yo lo noto, tú también. Ahora mismo lo único que me mantiene con vida es la adrenalina y el movimiento. Así que sugiero que sigamos moviéndonos. —Entonces Clavain se agachó y recogió el cuchillo de donde lo había dejado Escorpio y lo volvió a deslizar en su bolsillo—. Me alegro de haberlo traído —dijo.

Escorpio miró al suelo.

—¿Qué hacemos con la mano?

—Déjala. Pueden hacerme crecer una nueva.

Siguieron la corriente de frío hacia el frontal de la destrozada nave de Skade.

—¿Es impresión mía —dijo Khouri— o la música acaba de cambiar?

—Sí, ha cambiado —dijo Clavain—, pero sigue siendo Bach.

20

Hela, 2727

Rashmika vio que desenganchaban el icejammer dejándolo sobre la cinta rodante de la carretera. El hielo se rayó cuando los esquís tocaron la superficie. En el techo del icejammer, los dos hombres ataviados con trajes de vacío soltaron los ganchos y los enrollaron en los cabestrantes antes de volver al tejado de la caravana. El diminuto vehículo de Crozet se balanceó j unto a la caravana durante varios cientos de metros, para luego dejar que le adelantase lentamente la rugiente procesión. Rashmika lo observó hasta que se perdió de vista tras las rechinantes ruedas de una de las máquinas.

Se retiró de la inclinada ventana panorámica. Ya estaba hecho: había quemado sus naves. Pero su decisión de continuar era más fuerte que nunca. Seguiría adelante sin importar lo que le costase.

—Veo que ya se ha decidido.

Rashmika apartó la vista de la ventana. La voz del cuestor Jones la había sorprendido. Creía que estaba sola. La mascota verde del cuestor se limpiaba la cara con su pata buena, mientras enrollaba la cola fuertemente en el brazo del cuestor, como un torniquete.

—No necesitaba tomar ninguna decisión —contestó.

—Esperaba que la carta de su hermano le transmitiera algo de sentido común a su cabecita. Pero no ha sido así y aquí sigue. Al menos ahora tenemos una pequeña sorpresa para usted.

—¿Cómo dice? —preguntó Rashmika.

—Ha habido un pequeño cambio en nuestro itinerario —dijo—. Tardaremos un poco más de lo esperado en reunimos con la catedral.

—Espero que no haya sucedido nada grave.

—Ya llevamos un retraso que no podremos recuperar siguiendo nuestra ruta sur habitual. Teníamos la intención de atravesar la falla Ginnungagap cerca del cruce de Gudbrand, luego seguir hacia el sur por la Senda Hyrrokkin hasta llegar al Camino, donde nos encontraríamos con las catedrales. Pero ya no es posible, y en cualquier caso ha habido un gran desprendimiento de hielo en algún punto del paso Hyrrokkin. No tenemos el equipo para despejarlo, al menos no de forma rápida, y la caravana más cercana con equipo quitahielo está atascada en el cruce de Glum, detenida por un glaciar inesperado. Así que tendremos que tomar un atajo si no queremos retrasarnos aún más.

—¿Un atajo?

—Nos acercamos a la falla Ginnungagap. —Hizo una pausa—. Conoces la falla, claro está. Todo debe cruzarla en algún momento.

Rashmika visualizó la laceración de la falla, un cañón con paredes de puro hielo atravesando en diagonal el ecuador. Era el accidente geográfico más grande del planeta, lo primero a lo que Quaiche puso nombre a su llegada.

—Creía que solo había un paso seguro —dijo.

—Para las catedrales, sí —admitió—. El Camino se desvía un poco hacia el norte, donde las paredes de la falla han sido talladas en zigzag para permitir que las catedrales desciendan hasta el fondo. Es un proceso laborioso que les ocupa días enteros y luego deben repetirlo escalando el otro extremo. Necesitan llevarle una buena ventaja a Haldora si no quieren quedarse atrás. Llaman a esa ruta la Escalera del Diablo y todos los responsables de las catedrales la temen en secreto. El descenso es estrecho y los desprendimientos son corrientes. Pero nosotros no tenemos por qué usar la Escalera: hay otro paso que atraviesa la falla, ¿sabes? Las catedrales no pueden usarlo, pero una caravana no pesa ni de lejos tanto como una catedral.

—Se refiere al puente —dijo Rashmika, con un escalofrío de miedo y anticipación.

—Entonces, ¿lo ha visto alguna vez?

—Solo en fotos.

—¿Y qué le parece?

—Creo que es precioso —dijo—, precioso y delicado, como si estuviera hecho de cristal. Demasiado delicado para las máquinas.

—Ya lo hemos cruzado antes.

—Pero nadie sabe cuánto puede aguantar.

—Creo que en eso podemos fiarnos de los scuttlers, ¿no le parece? Los expertos estiman que lleva allí un millón de años.

—Dicen muchas cosas —replicó Rashmika—, pero no se sabe a ciencia cierta lo antiguo que es ni quién lo construyó. No se parece mucho a ninguna de las demás cosas que dejaron atrás los scuttlers, ¿no? Y tampoco sabemos que fuera para ser cruzado.

—Pareces exageradamente preocupada por lo que es, sinceramente, una sencilla maniobra técnica que nos ahorrará muchos días valiosos. ¿Puedo preguntar por qué?

—Porque sé cómo llaman a ese paso —dijo—. Falla Ginnungagap es el nombre que Quaiche dio al cañón, pero lo llaman de otra forma, ¿no es así? Especialmente los que deciden cruzar el puente. Lo llaman el desfiladero de la absolución. Y dicen que más te vale estar libre de pecado antes de cruzarlo.

—Pero por supuesto usted no cree en la existencia del pecado, ¿o sí?

—Creo en la existencia de la estupidez temeraria —respondió Rashmika.

—Bueno, no debe preocuparse por eso. Lo único que tiene que hacer es disfrutar de las vistas, igual que el resto de peregrinos.

—Yo no soy ninguna peregrina.

El cuestor sonrió y echó algo en la boca de su mascota.

—Todos somos o peregrinos o mártires. Por mi experiencia creo que es mejor ser peregrino.

Ararat, 2675

Antoinette se puso las gafas. La visión a través de ellas era como una versión ahumada de la habitación real, con números canasianos cayendo por el lado derecho de su campo visual. Durante un momento nada cambió. La desordenada máquina esquelética (la aparición de tipo tres) seguía allí de pie, entre la chatarra de la que había surgido, con un miembro congelado en el movimiento de lanzarle las gafas.

—Capitán… —comenzó a decir.

Pero mientras hablaba, la aparición y su detritus comenzaban a fusionarse con el fondo, perdiendo nitidez y contraste frente al desorden de la habitación. Las gafas no funcionaban a la perfección, y en una zona cuadrada de su campo visual la máquina con forma de esqueleto permanecía igual, mientras que en el resto iba desapareciendo como los edificios entre un banco de niebla. A Antoinette no le estaba gustando todo aquello. La maquinaria no la había amenazado, pero le preocupaba no saber exactamente dónde estaba. Estaba a punto de quitarse las gafas cuando una voz le susurró en el oído.

—No, déjatelas puestas. Las necesitas para verme.

—¿Capitán?

—Te prometo que no te haré daño. Mira.

Antoinette miró. Algo parecía surgir muy despacio en su campo de visión. Una figura humana, esta vez absolutamente real, se estaba formando de la nada. Involuntariamente dio un paso atrás, enganchando su linterna con un obstáculo y dejándola caer al suelo.

—No te asustes —le dijo—, para esto has venido, ¿no?

—Ahora mismo no estoy muy segura —dijo en un resuello. La figura humana parecía salida de tiempos pasados.

Vestía un traje espacial verdaderamente antiguo, muy holgado, abultado y arrugado, de tela color naranja óxido. Sus botas y gruesos guantes estaban hechos del mismo material, rasgado aquí y allá dejando ver una malla laminada de capas subyacentes.

Llevaba un cinturón plateado sin brillo, engalanado por numerosas herramientas de función poco clara. También portaba una caja cuadrada colgada a la altura del pecho de su traje, tachonada de gruesos botones sellados de plástico lo suficientemente grandes para ser accionados a pesar del inconveniente de los guantes. Una caja aún más grande ocupaba su espalda, elevándose por encima de su cuello. Un grueso tubo de plástico rojo brillante colgaba desde la mochila sobre su hombro izquierdo y su otro extremo reposaba abierto sobre la caja del pecho. La banda plateada del cuello del traje albergaba gran complejidad de mecanismos de cierre y sellos de goma negra. Entre la parte superior y el cuello del traje había numerosos logotipos e insignias irreconocibles para ella.

Other books

Follow the Wind by Don Coldsmith
Folly by Maureen Brady
The Pardon by James Grippando
Colour Series Box Set by Ashleigh Giannoccaro
Slow Hand by Michelle Slung
Saturday Morning by Lauraine Snelling