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Authors: Kate Morton

Tags: #Intriga, #Drama

El cumpleaños secreto (6 page)

BOOK: El cumpleaños secreto
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—Ya basta. —Vivien tomó el rostro de Dolly entre sus manos, con firmeza, y esta vez no le dolió en absoluto. Sus ojos desbordaban amabilidad—. Quieres a Jimmy, lo sé; y él también te quiere… Dios mío, claro que lo sé. Pero tienes que escucharme.

Había algo muy relajante en la mirada de la otra mujer y Dolly logró bloquear el ruido de un avión que caía, los cañonazos de la defensa antiaérea, los pensamientos horribles de edificios y personas aplastados, destruidos.

Se acurrucaron juntas y Dolly escuchó a Vivien, que dijo:

—Esta noche ve a la estación de ferrocarril y cómprate un billete. Tienes que ir… —Una bomba cayó en las cercanías con una explosión estruendosa y Vivien se puso rígida antes de continuar rápidamente—: Sube al tren y no te bajes hasta el final del trayecto. No mires atrás. Acepta el trabajo, sal adelante, vive una buena vida.

Una buena vida. Era justo de lo que Dolly y Jimmy solían hablar. El futuro, la casa, los niños riendo y las gallinas satisfechas… Por las mejillas de Dolly rodaron las lágrimas mientras Vivien decía:

—Tienes que irte. —Ella también lloraba porque, por supuesto, echaría de menos a Dolly… Las dos se echarían de menos—. Aprovecha esta segunda oportunidad, Dolly; piensa que es una oportunidad. Después de todo lo que has pasado, después de todo lo que has perdido…

Y Dolly comprendió en ese momento, por difícil que fuese aceptarlo, que Vivien tenía razón: tenía que irse. Una parte de ella quería gritar que no, acurrucarse como una pelota y llorar por todo lo que había perdido, por todo lo que no había salido como esperaba, pero no iba a hacerlo. No podía.

Dolly era una superviviente, lo había dicho Vivien y Vivien debía de saberlo: al fin y al cabo, ella se había sobrepuesto a unos comienzos durísimos para crearse una nueva vida. Y, si Vivien podía hacerlo, Dolly no iba a ser menos. Había sufrido mucho, pero todavía le quedaban cosas por las que vivir: encontraría cosas por las que vivir. Era el momento de ser valiente, de ser mejor de lo que había sido hasta ahora. Dolly había hecho cosas de las que se avergonzaba; sus ideas grandiosas no habían sido más que sueños de una jovencita tonta, reducidos a cenizas entre los dedos; pero todo el mundo merecía una segunda oportunidad, todo el mundo era digno de ser perdonado, incluso ella: lo había dicho Vivien.

—Lo haré —dijo, mientras una sucesión de bombas caía con poderosas sacudidas—. Lo haré.

La luz de la bombilla osciló, pero no se apagó. Giró en el cable, arrojando sombras por las paredes, y Dolly sacó su pequeña maleta. No hizo caso al ensordecedor ruido de fuera, el humo de los incendios de la calle que se filtraba, la neblina que le dejaba los ojos llorosos.

No había muchas cosas que quisiese llevar. Nunca había poseído muchas cosas. Lo único que de verdad quería en aquella habitación no lo podía tener. Dolly dudó al pensar en dejar a Vivien; se acordó de lo que estaba escrito en
Peter Pan
(«Una amistad verdadera es una luz entre las tinieblas») y las lágrimas se asomaron a sus ojos una vez más.

Pero no había elección; tenía que irse. El futuro se extendía ante ella: una segunda oportunidad, una nueva vida. Todo lo que tenía que hacer era aceptarlo, y no mirar atrás. Ir a la costa, como habían planeado, y comenzar de nuevo.

Apenas oía el ruido de los aviones ahora, el estruendo de las bombas, la artillería antiaérea. La tierra temblaba con cada explosión y del techo se desprendía el polvo de yeso. La cadena de la puerta hizo un ruido, pero Dolly no lo oyó. Ya había hecho la maleta: estaba lista para irse.

Se quedó de pie, mirando a Vivien, y, a pesar de su firme decisión, vaciló.

—¿Y tú? —dijo Dolly y durante un segundo se le ocurrió que quizás podrían ir juntas, que tal vez Vivien la acompañase al fin y al cabo. De una forma extraña, era la respuesta perfecta, lo único que cabía hacer: ambas habían desempeñado su papel, y nada habría ocurrido si Dolly y Vivien no se hubiesen conocido.

Era un pensamiento estúpido, por supuesto: Vivien no necesitaba una segunda oportunidad. Aquí tenía todo lo que deseaba. Una casa preciosa, riqueza, belleza… En efecto, Vivien le entregó la oferta de empleo de la señora Nicolson y sonrió en la llorosa despedida. Las dos mujeres sabían que era la última vez que se verían.

—No te preocupes por mí —dijo Vivien, cuando un bombardero tronó sobre ellas—. Voy a estar bien. Voy a ir a casa.

Dolly sostuvo la carta con firmeza y, con un gesto final y decidido, se dirigió a su nueva vida, sin saber qué le depararía el futuro pero decidida, de repente, a hacerle frente.

4

Suffolk, 2011

Las hermanas Nicolson dejaron el hospital en el coche de Iris. Aunque era la hija mayor y por costumbre le correspondía el privilegio del asiento delantero, Laurel iba sentada en la parte de atrás, junto a los pelos del perro. Era la mayor, pero su fama complicaba la situación y no estaba dispuesta a que sus hermanas pensasen que se creía superior. De todos modos, prefería la parte de atrás. Exenta del deber de conversar, era libre de concentrarse en sus propios pensamientos.

Había dejado de llover y brillaba el sol. Laurel se moría de ganas de preguntar a Rose acerca de Vivien (había oído el nombre antes, estaba segura; más aún, sabía que guardaba alguna relación con ese terrible día de 1961), pero permaneció callada. El interés de Iris, una vez despertado, podía ser sofocante y Laurel no estaba preparada para hacer frente a un interrogatorio. Mientras sus hermanas charlaban delante, ella observó los prados ante los que pasaban. Las ventanas estaban subidas, pero casi podía oler la hierba recién cortada y oír la llamada de la grajilla. No hay paisaje más vívido que el de la infancia. No importaba dónde se encontrase o qué aspecto tuviese, esas imágenes y esos sonidos quedaban grabados de forma diferente a los posteriores. Pasaban a formar parte de la persona, ineludibles.

Los últimos cincuenta años se evaporaron y Laurel vio una versión fantasmal de sí misma volando entre los setos en su bicicleta verde, una Malvern Star, con una de sus hermanas sentada sobre el manillar. Piel bronceada, piernas de vello rubio, rodillas cubiertas de heridas. Fue hace mucho tiempo. Fue ayer.

—¿Es para la televisión?

Laurel alzó la vista para encontrarse a Iris guiñándole un ojo en el espejo retrovisor.

—¿Perdona? —dijo.

—La entrevista, esa que te tiene tan ocupada.

—Oh, eso. En realidad, es una serie de entrevistas. Todavía me queda rodar una el lunes.

—Sí, Rose dijo que ibas a volver a Londres pronto. ¿Es para la televisión?

Laurel hizo un ligero ruido de asentimiento.

—Uno de esos programas biográficos, de una hora más o menos. Va a incluir entrevistas con otras personas (directores y actores con los que he trabajado) junto con secuencias antiguas, cosas de infancia…

—¿Has oído, Rose? —dijo Iris con un tono cortante—. Cosas de infancia. —Se alzó del asiento del coche para torcer mejor el gesto en el espejo retrovisor—. Te agradecería que evitases las fotos de familia en las que aparezco total o parcialmente desnuda.

—Qué lástima —dijo Laurel, que apartó un pelo blanco del pantalón negro—. Me he quedado sin mi mejor material. ¿De qué voy a hablar ahora?

—Con un cámara enfocándote, seguro que se te ocurre algo.

Laurel ocultó una sonrisa. Las demás personas la respetaban muchísimo; era reconfortante pelearse con una experta.

Rose, sin embargo, que siempre prefería la paz, comenzaba a inquietarse.

—Mira, mira —dijo, sacudiendo las manos ante un edificio demolido en las afueras de la ciudad—. El emplazamiento para el nuevo supermercado. ¿Os lo imagináis? Como si no bastase con tres.

—Vaya, qué ridículo…

Con la irritada Iris distraída con elegancia, Laurel pudo recostarse en el asiento y mirar de nuevo por la ventana. Cruzaron el pueblo, enfilaron la calle principal cuando se estrechó hasta convertirse en una carretera rural y siguieron sus suaves curvas. Era una secuencia tan familiar que Laurel habría sabido dónde se encontraba con los ojos cerrados. La conversación en la parte delantera decayó a medida que la carretera se estrechaba y se cernían más árboles sobre ellas, hasta que al fin Iris activó el intermitente y giraron en el camino llamado Greenacres Farm.

La casa estaba donde siempre, en la parte superior de la cuesta, mirando al prado. No era de extrañar: las casas tienen la costumbre de permanecer donde las construyeron. Iris aparcó en una zona llana, donde había vivido el viejo Morris Minor de su padre hasta que su madre consintió en venderlo.

—Esos aleros están un poco maltrechos —dijo.

Rose estaba de acuerdo:

—Dan un aspecto triste a la casa, ¿verdad? Venid y os mostraré las últimas goteras.

Laurel cerró la puerta del coche, pero no siguió a sus hermanas. Se metió las manos en los bolsillos y se quedó de pie, observando todo el panorama: del jardín a las macetas agrietadas y todo lo que había en medio. La cornisa por la que solían bajar a Daphne en una cesta, la terraza en la que colgaron las cortinas del viejo dormitorio para formar un proscenio, la buhardilla donde Laurel aprendió ella sola a fumar.

La idea surgió de súbito: la casa la recordaba.

Laurel no se consideraba una romántica, pero era una sensación tan poderosa que, por un momento, no le costó creer que esa combinación de tablas de madera y ladrillos rojos, de tejas veteadas y ventanas de forma extraña, era capaz de recordarla. La estaba observando, podía sentirlo, por cada panel de cristal, rememorando para tratar de encajar a esta mujer madura, con su traje de diseño, en la joven que fantaseaba ante fotografías de James Dean. ¿Qué pensaría, se preguntó, de la persona en la que se había convertido?

Qué idiotez, claro: la casa no pensaba. Las casas no recordaban a la gente; de hecho, no recordaban casi nada. Era ella quien recordaba la casa y no al revés. Y ¿por qué no habría de hacerlo? Había sido su casa desde que tenía dos años; había vivido ahí hasta los diecisiete. Es cierto que había pasado algún tiempo desde su última visita; a pesar de sus viajes más o menos habituales al hospital, no había vuelto a Greenacres, porque siempre estaba ocupada. Laurel echó un vistazo hacia la casa del árbol. Había hecho lo posible para mantenerse ocupada.

—¿Tanto tiempo ha pasado que hasta has olvidado dónde está la puerta? —dijo Iris desde el recibidor. Desapareció dentro de la casa, pero su voz flotaba tras ella—: No me lo digas… ¡Estás esperando a que el mayordomo venga a llevar tus maletas!

Laurel puso los ojos en blanco como una adolescente, cogió la maleta y se dirigió a la casa. Siguió el mismo camino de piedra que su madre había descubierto un luminoso día de verano sesenta y tantos años atrás…

En cuanto lo vio, Dorothy Nicolson supo que Greenacres era el lugar donde criar a sus hijos. No tenía intención de buscar una casa. La guerra había terminado unos pocos años atrás, no disponían de capital alguno y su suegra había consentido amablemente en alquilarles una habitación en su establecimiento (a cambio de ciertos quehaceres diarios, claro: ¡no era la beneficencia!). Dorothy y Stephen solo habían ido de picnic.

Era uno de esos raros días libres a mediados de julio; más raro aún, la madre de Stephen se había ofrecido a cuidar de la pequeña Laurel. Despertaron a primera hora del alba, echaron una cesta y una manta en el asiento de atrás, y condujeron el Morris Minor hacia el oeste, sin más planes que seguir el camino que les apeteciese. Lo hicieron durante un tiempo (la mano de ella en la pierna de él, el brazo de él sobre los hombros de ella, el aire cálido soplando a través de las ventanas abiertas) y así habrían continuado de no ser por un pinchazo.

Pero la rueda se pinchó, así que aminoraron la marcha y aparcaron a un lado de la carretera para revisar los daños. Ahí estaba, claro como el agua: un clavo granuja que sobresalía de la llanta.

No obstante, eran jóvenes, y estaban enamorados, y no tenían tiempo libre a menudo, así que no les estropeó el día. Mientras su marido reparaba el neumático, Dorothy subió por una colina verde, en busca de un lugar donde extender el mantel del picnic. Y ahí, al completar la subida, vio la casa de Greenacres.

Nada de esto era producto de la imaginación de Laurel. Los hermanos Nicolson se sabían de memoria la historia de la adquisición de Greenacres. El agricultor viejo y escéptico que se rascó la cabeza cuando Dorothy llamó a su puerta, las aves que anidaban en la chimenea del salón mientras el agricultor servía té, los agujeros del suelo con tablones sobre ellos como puentes estrechos. Y, lo que era más importante, nadie dudó respecto a la inmediata certeza de su madre: debía vivir en ese lugar.

La casa, les había explicado muchas veces, habló con ella, ella escuchó y resultó que se comprendían muy bien. Greenacres era una vieja dama imperiosa, un poco ajada, cómo no, gruñona a su manera, pero ¿quién no lo sería? El deterioro, percibió Dorothy, ocultaba una dignidad antigua y grandiosa. La casa era orgullosa y estaba sola; era ese tipo de lugar que florece con risas de niños y el amor de una familia y el olor a cordero asado en el horno. Tenía buenos huesos, robustos, y la voluntad de mirar al futuro y no al pasado, de dar la bienvenida a una nueva familia y crecer junto a ellos, de adaptarse a sus nuevas costumbres. A Laurel le llamó la atención, como no lo había hecho antes, que la descripción que su madre hacía de la casa podría haber sido un autorretrato.

Laurel se limpió los zapatos en el felpudo y entró. Las tablas del suelo crujían como siempre, los muebles estaban donde tenían que estar y, sin embargo, algo parecía diferente. El aire estaba viciado y había un olor que no era el de costumbre. Olía a cerrado, comprendió, lo cual era comprensible, pues la casa había permanecido vacía desde que Dorothy había ingresado en el hospital. Rose venía a cuidar de todo cuando su horario de abuela se lo permitía y su marido Phil hacía lo que podía, pero nada era comparable a vivir en la casa. Era inquietante, pensó Laurel conteniendo un escalofrío, lo rápido que la presencia de una persona podía ser borrada, con qué facilidad la civilización daba paso a la barbarie.

Se aconsejó a sí misma no estar tan alicaída y añadió sus maletas, por la fuerza de la costumbre, a la pila bajo la mesa del salón. A continuación se dirigió, sin pensar, a la cocina. Este era el lugar donde hacían los deberes, donde le ponían las tiritas y lloraban cuando se les rompía el corazón; el primer sitio al que iban al volver a casa. Rose e Iris ya estaban ahí.

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