El hombre, cuando apareció por primera vez, era apenas un borrón en el horizonte, justo al otro extremo del camino. Laurel no llegó a saber con certeza, más adelante, por qué alzó la vista en ese momento. Durante un segundo espantoso, cuando lo percibió caminando hacia la parte trasera de la casa de labranza, Laurel pensó que se trataba de Billy, que había llegado temprano a recogerla. Solo cuando su silueta adquirió forma y comprendió que no era su ropa (pantalones oscuros, mangas de camisa y un sombrero negro de ala anticuada) se permitió un suspiro de alivio.
La curiosidad no tardó en ocupar el lugar del alivio. Las visitas eran poco frecuentes en la casa, menos frecuentes todavía aquellas que llegaban a pie, si bien un recuerdo se ocultaba en un rincón de la mente de Laurel mientras observaba a ese hombre que se acercaba, un extraño sentimiento de
déjà vu
que no lograba explicarse por más que lo intentara. Laurel olvidó su mal humor y, gracias a ese escondite privilegiado, se entregó a mirar de hito en hito.
Apoyó los codos en el alféizar y la barbilla en las manos. No era feo para un hombre de su edad y en su actitud algo sugería la confianza de tener un objetivo. He aquí un hombre que no necesitaba apresurarse. Con certeza, no era alguien conocido, uno de los amigos de su padre venido del pueblo ni un mozo de labranza. Siempre quedaba la posibilidad de que fuese un viajero perdido en busca de indicaciones, pero la casa era una elección improbable, alejada como estaba de la carretera. ¿Y si se trataba de un gitano o un vagabundo? Uno de esos hombres que aparecían por casualidad, que pasaba una mala racha y agradecería cualquier trabajillo que su padre le ofreciese. O (Laurel se entusiasmó ante esa idea terrible) quizás se tratase de ese hombre sobre el cual había leído en el periódico local, ese que los adultos mencionaban nerviosos, que había molestado a los excursionistas y asustado a las mujeres que caminaban solas por una curva oculta río abajo.
Laurel se estremeció, asustándose a sí misma por un instante, y a continuación bostezó. El hombre no era un demonio; ya podía ver su cartera de cuero. Era un vendedor que venía a hablar con su madre acerca de la nueva enciclopedia sin la cual no podrían vivir.
Y, por tanto, apartó la vista.
Pasaron los minutos, no muchos, y lo siguiente que oyó fue el gruñido quedo de Barnaby al pie del árbol. Laurel se acercó a la ventana a toda prisa y vio al spaniel plantado en medio del camino de ladrillo. Estaba frente a la entrada, observando al hombre, ya mucho más cerca, que hurgaba en la puerta de hierro que daba al jardín.
—Calla, Barnaby —dijo la madre desde el interior—. No vamos a tardar mucho. —Salió del vestíbulo en penumbra y se detuvo ante la puerta abierta para susurrar algo al oído del bebé, para besar ese moflete rollizo y hacerle reír.
Detrás de la casa, la puerta cercana al patio de las gallinas chirrió (ese gozne siempre necesitaba aceite) y el perro gruñó de nuevo. Se le erizó el pelo del lomo.
—Basta, Barnaby —dijo su madre—. ¿Qué te pasa?
El hombre dio la vuelta a la esquina y ella miró a un lado. La sonrisa desapareció de su rostro.
—Hola —dijo el desconocido, que se detuvo para pasarse el pañuelo por las sienes—. Qué buen tiempo hace.
La cara del bebé se iluminó de gozo ante el recién llegado y estiró las manos regordetas, abriéndolas y cerrándolas en un saludo entusiasta. Era una invitación que nadie podría rechazar, y el hombre guardó el pañuelo en el bolsillo y se acercó, alzando la mano ligeramente, como si fuese a bendecir al pequeño.
En ese momento su madre se movió con una velocidad asombrosa. Alejó al bebé, depositándolo sin delicadeza en el suelo, detrás de ella. Bajo sus piernecitas desnudas había grava, y para un niño que solo había conocido cariños y atenciones esa impresión fue más de lo que pudo aguantar. Abatido, comenzó a llorar.
A Laurel le dio un vuelco el corazón, pero se quedó helada, incapaz de moverse. Se le puso de punta el vello de la nuca. Estaba observando la cara de su madre y vio una expresión que no había visto nunca antes. Era miedo, comprendió: su madre estaba asustada.
El efecto en Laurel fue instantáneo. Las certezas de toda una vida quedaron reducidas a un humo llevado por el viento. En su lugar surgió una fría alarma.
—Hola, Dorothy —dijo el hombre—. Cuánto tiempo.
Sabía cómo se llamaba su madre. El hombre no era un desconocido.
Habló de nuevo, tan bajo que Laurel no pudo oírlo, y su madre asintió levemente. Continuó escuchando, con la cabeza inclinada a un lado. Alzó la cara al sol y sus ojos se cerraron durante solo un segundo.
Lo siguiente ocurrió muy rápido.
Fue ese resplandor plateado y líquido lo que Laurel recordaría para siempre. La manera en que la luz del sol se reflejó en el filo de metal y la breve e intensa belleza del momento.
A continuación, el cuchillo bajó, ese cuchillo especial, hundiéndose en el pecho del hombre. El tiempo se detuvo y se aceleró a la vez. El hombre gritó y la sorpresa, el dolor y el horror retorcieron su cara; y Laurel se quedó mirando cómo las manos del hombre se dirigían al mango del cuchillo, al lugar donde la sangre le manchaba la camisa, cómo caía al suelo, cómo la brisa cálida arrastraba su sombrero en medio del polvo.
El perro estaba ladrando con fuerza, el bebé lloraba en la grava, la cara roja y reluciente, el pequeño corazón roto, pero para Laurel esos sonidos carecían de intensidad. Los oía perdidos en el galope líquido de su propia sangre desbocada, en el ronco aliento de su respiración entrecortada.
Se había soltado la cinta del cuchillo, que se arrastró hasta las piedras que bordeaban el cantero del jardín. Fue lo último que vio Laurel antes de que sus ojos se llenasen de diminutas estrellas titilantes y poco después todo se volviese negro.
Suffolk, 2011
Llovía en Suffolk. En sus recuerdos de niñez no llovía nunca. El hospital estaba al otro lado del pueblo y el coche avanzó lentamente por una calle principal jalonada de charcos antes de girar en la calzada y detenerse tras dar media vuelta. Laurel sacó la polvera, la abrió para mirarse en el espejo y tiró de la piel de una mejilla hacia arriba, observando con calma cómo las arrugas se congregaban y, a continuación, volvían a caer cuando soltaba la piel. Repitió el mismo gesto al otro lado. La gente adoraba sus rasgos. Su agente se lo decía, los directores de
casting
se deshacían en elogios, los maquilladores canturreaban al blandir los cepillos con su juventud deslumbrante. Hacía unos meses, una de esas publicaciones de internet había creado una encuesta en la que invitaba a los lectores a votar por el rostro favorito de la nación, y Laurel había quedado segunda. Sus rasgos, se decía, inspiraban confianza en la gente.
Eso sería muy agradable para ellos. Pero a Laurel le hacía sentirse vieja. Y estaba vieja, pensó al cerrar la polvera. No a la manera de la señora Robinson. Ya habían pasado veinticinco años desde que actuó en
El graduado
, en el National Theatre. ¿Cómo era posible? Alguien había acelerado el maldito reloj cuando no estaba mirando, no cabía otra explicación.
El conductor abrió la puerta y la acompañó bajo el cobijo de un enorme paraguas blanco.
—Gracias, Mark —dijo al llegar al toldo—. ¿Tienes la dirección del viernes?
El hombre dejó en el suelo el bolso de viaje y sacudió el paraguas.
—Una casa de labranza al otro lado del pueblo, carretera estrecha, un camino al final. A las dos en punto, si le parece bien.
Laurel respondió que sí y el hombre asintió, tras lo cual se apresuró bajo la lluvia para llegar al asiento del conductor. El coche se puso en marcha y Laurel observó cómo se alejaba, presa de una súbita nostalgia por viajar en ese interior cálido, agradable y anodino a lo largo de la carretera mojada hacia ninguna parte en concreto. Ir a cualquier lado, en realidad, con tal de no estar ahí.
Laurel contempló la puerta de entrada, pero no cruzó el umbral. En su lugar, sacó los cigarrillos y encendió uno. Dio una calada con más deleite del que sería decoroso. Había pasado una noche malísima. Había tenido sueños inconexos con su madre, y con este lugar, y con sus hermanas cuando eran pequeñas, y con Gerry de niño. Un niño pequeño y entusiasta, que sostenía una nave espacial de hojalata que él mismo había hecho y le decía que algún día iba a inventar una cápsula del tiempo con la que arreglar las cosas. ¿Qué cosas?, había preguntado en el sueño. Vaya, pues todas las cosas que habían salido mal, claro… Ella podría acompañarlo si quería.
Claro que quería.
Las puertas del hospital se abrieron de golpe y salieron dos enfermeras a toda prisa. Una de ellas echó un vistazo a Laurel y sus ojos se abrieron de par en par al reconocerla. Laurel asintió con un gesto parecido a un vago saludo y tiró lo que quedaba del cigarrillo mientras la enfermera se acercaba a su amiga para susurrarle algo al oído.
Rose esperaba en uno de los asientos del vestíbulo y, durante una fracción de segundo, Laurel la miró como habría mirado a una desconocida. Iba envuelta en un chal púrpura de ganchillo que al frente conformaba un lazo rosado, y su pelo rebelde, ya cano, estaba recogido en una trenza que caía sobre un hombro. Laurel sufrió un arrebato de cariño casi insoportable cuando notó que su hermana se había sujetado la trenza con el cordel de la bolsa del pan.
—Rosie —dijo, y ocultó su emoción tras una máscara perfectísima de niña buena, sana y feliz, odiándose un poco por ello—. Dios, parece una eternidad. Somos como un par de barcos en la oscuridad, tú y yo.
Se abrazaron y a Laurel le sobresaltó el aroma a lavanda, tan familiar como fuera de lugar. Era el olor de las tardes de las vacaciones de verano en una habitación del Mar Azul, la pensión de la abuela Nicolson, no el olor de su hermana pequeña.
—Cómo me alegra que hayas podido venir —dijo Rose, que estrechó las manos de Laurel antes de guiarla por el pasillo.
—No me lo habría perdido por nada.
—Claro que no.
—Habría venido antes si no hubiera sido por la entrevista.
—Lo sé.
—Y me quedaría más tiempo de no ser por los ensayos. La película empieza a rodarse en un par de semanas.
—Lo sé. —Rose apretó la mano de Laurel un poco más fuerte, como para realzar sus palabras—. Mamá estará encantada de verte. Está orgullosísima de ti, Lol. Todos lo estamos.
Era angustioso recibir elogios de un familiar, así que Laurel no prestó atención.
—¿Y los otros?
—No han llegado. Iris está en un atasco y Daphne llega por la tarde. Viene directa a casa desde el aeropuerto. Nos llamará cuando esté en camino.
—¿Y Gerry? ¿A qué hora llega?
Era una broma e incluso Rose, la Nicolson amable, la única que no era aficionada a las tomaduras de pelo, no pudo evitar una risita tonta. Su hermano era capaz de construir calendarios de distancias cósmicas para calcular la ubicación de galaxias distantes, pero bastaba preguntarle a qué hora tenía pensado llegar para sumirlo en el desconcierto.
Doblaron la esquina y se encontraron ante una puerta con un rótulo que decía: «Dorothy Nicolson». Rose acercó la mano al pomo de la puerta, pero dudó.
—Tengo que avisarte, Lol —dijo—. Mamá ha ido a peor desde tu última visita. Tiene altibajos. A ratos es ella misma y de repente… —Los labios de Rose temblaron y apretó su largo collar de perlas. Bajó la voz al proseguir—: Se desorienta, Lol, a veces se altera y dice cosas del pasado, cosas que no siempre comprendo… Las enfermeras aseguran que no quiere decir nada, que ocurre a menudo cuando la gente… se encuentra en la fase en la que está mamá. Las enfermeras le dan píldoras que la tranquilizan, pero la dejan muy mareada. No me haría muchas ilusiones hoy.
Laurel asintió. El doctor había dicho algo parecido cuando llamó la semana anterior para preguntar por su estado. Empleó una letanía de eufemismos tediosos —una vida bien vivida, la hora de responder a la llamada final, el sueño eterno— con un tono tan empalagoso que Laurel fue incapaz de contenerse: «¿Quiere decir, doctor, que mi madre se está muriendo?». Lo preguntó con una voz majestuosa, por el mero placer de oír cómo tartamudeaba. La recompensa fue dulce pero breve, pues solo duró hasta que llegó la respuesta.
Sí.
La más traicionera de las palabras.
Rose abrió la puerta («¡Mira a quién he encontrado, mamaíta!») y Laurel reparó en que estaba conteniendo el aliento.
Durante su infancia hubo una época en la que Laurel tuvo miedo. De la oscuridad, de los zombis, de los desconocidos que, según la abuela Nicolson, se ocultaban tras las esquinas para raptar a las niñas pequeñas y hacerles cosas indescriptibles. (¿Qué tipo de cosas? Indescriptibles. Siempre era así, una amenaza más terrorífica por la escasez de detalles, por la vaga sugerencia de tabaco, sudor y vello en lugares extraños). Tan convincente había sido su abuela que Laurel sabía que era una cuestión de tiempo que el destino la encontrase y cumpliese sus perversos designios.
En ciertas ocasiones, sus mayores miedos se acumulaban, así que se despertaba por la noche gritando porque el zombi del armario la miraba por el ojo de la cerradura, a la espera de comenzar sus terroríficas obras. «Calla, angelito —la tranquilizaba su madre—. No es más que un sueño. Tienes que aprender a diferenciar entre lo que es real y lo que es mentira. A mí me llevó muchísimo tiempo comprenderlo. Demasiado». Y entonces se sentaba junto a Laurel y decía: «¿Y si te cuento una historia sobre una niña pequeña que se escapó para unirse a un circo?».
Era difícil creer que la mujer cuya poderosa presencia derrotaba todos los terrores nocturnos era esta misma pálida criatura extraviada bajo las sábanas del hospital. Laurel había pensado que estaba preparada. Algunos de sus amigos habían muerto, conocía el aspecto de la muerte cuando llegaba la hora, había ganado un premio BAFTA por interpretar a una mujer en las etapas finales de un cáncer. Pero esto era diferente. Se trataba de su madre. Quiso darse la vuelta y echar a correr.
No lo hizo. Rose, de pie junto a la estantería, asintió para darle ánimos, y Laurel se metió en el papel de la hija diligente que está de visita. Se movió con premura para tomar la frágil mano de su madre.
—Hola —dijo—. Hola, amor mío.
Los ojos de Dorothy parpadearon antes de cerrarse de nuevo. Su respiración prosiguió con un ritmo dulce cuando Laurel besó con delicadeza sus mejillas de papel.