Se había guardado el secreto para sí misma, sin saber qué hacer con él, sin tener ni idea de cómo explicárselo a otra persona, hasta que la otra noche, con el brazo de él alrededor de ella y la mejilla de ella apoyada firmemente contra su chaqueta de cuero, le confesó todo a Billy…
Laurel sacó la carta del interior del libro y la leyó de nuevo. Era breve, y solo decía que la estaría esperando con la moto al final de la calle el sábado a las dos y media de la tarde… Había un pequeño lugar que quería mostrarle, su lugar preferido en la costa.
Laurel miró el reloj. Quedaban menos de dos horas.
Asintió cuando le habló sobre la interpretación de
La fiesta de cumpleaños
y cómo le había hecho sentirse, habló de Londres y el teatro y las bandas que había visto en clubes nocturnos sin nombre, y Laurel entrevió un mundo de posibilidades. Y entonces la besó, su primer beso de verdad, y una bombilla eléctrica explotó dentro de su cabeza, así que todo se volvió de un blanco ardiente.
Se acercó a donde Daphne había clavado un pequeño espejo de mano y se miró, comparando las líneas negras que había dibujado con esmero en la esquina de ambos ojos. Satisfecha tras comprobar que quedaban bien, Laurel se arregló el flequillo y trató de apaciguar la inquietante sensación de haber olvidado algo importante. Se había acordado de la toalla de baño; ya llevaba puesto el bañador bajo el vestido; había dicho a sus padres que la señora Hodgkins necesitaba que pasase unas horas extra en el salón de belleza, para barrer y limpiar.
Laurel se apartó del espejo y se mordisqueó una uña. No era propio de ella andar a escondidas, no del todo; era una buena chica, todo el mundo lo decía (sus profesores, las madres de sus amigas, la señora Hodgkins), pero ¿qué otra opción tenía? ¿Cómo podría explicárselo a su madre y a su padre?
Sabía con certeza meridiana que sus padres nunca habían sentido el arrebato del amor; no importaban las historias que contaban acerca de cómo se conocieron. Oh, se amaban el uno al otro, pero era un amor de adultos, acogedor, ese que se manifestaba en apretones de hombros e infinitas tazas de té. No… Laurel suspiró acalorada. Se podía decir que ninguno de los dos había conocido el otro tipo de amor, el amor con fuegos artificiales, corazones desbocados y deseos (se ruborizó) carnales.
Una cálida ráfaga de viento vino acompañada del distante sonido de la risa de su madre, y la conciencia, por vaga que fuese, de que su vida se encontraba ante un precipicio le hizo sentir cariño. Mamá querida. Ella no tenía la culpa de que su juventud se desperdiciase en la guerra. De que hubiera tenido casi veinticinco años cuando conoció a papá y se casó con él; de recurrir aún a su talento para hacer barcos de papel cuando uno de ellos necesitaba ánimos; de que para ella el mejor momento del verano hubiese sido ganar el premio del Club de Jardinería, por lo cual su fotografía apareció en los periódicos. (No solo en el periódico local: el artículo había sido publicado en la prensa londinense, en un especial acerca de los acontecimientos regionales. El padre de Shirley, un abogado, lo había recortado con gran placer de su periódico y vino a mostrárselo). Mamá se hizo la timorata y se quejó cuando papá pegó el recorte en la puerta del nuevo frigorífico, pero sin poner mucho empeño, y no lo quitó. No, estaba orgullosa de sus larguísimas judías verdes, muy orgullosa, y a eso exactamente se refería Laurel. Escupió un pequeño trozo de uña. De una manera extraña e indescriptible, era más piadoso engañar a una persona que se enorgullecía de sus judías verdes que obligarla a aceptar que el mundo había cambiado.
Laurel no tenía demasiada experiencia con el engaño. Eran una familia unida, todas sus amigas lo comentaban. Se lo decían a la cara y, lo sabía, lo decían a sus espaldas. Por lo que respectaba a sus conocidos, los Nicolson habían cometido el sospechosísimo pecado de llevarse bien entre sí. Pero, últimamente, las cosas habían sido diferentes. Aunque Laurel cumplía con las formalidades de siempre, había percibido una nueva y extraña distancia. Frunció ligeramente el ceño cuando unos mechones cayeron sobre la mejilla debido a la brisa estival. Por la noche, sentados a la mesa, mientras su padre hacía esas bromas entrañables que no tenían gracia, aunque se reían de todos modos, Laurel sentía que estaba fuera, mirándolo, como si ellos viajasen en el vagón de un tren, compartiendo los viejos ritmos familiares, y solo ella se quedase en la estación mientras los demás se alejaban.
Salvo que era ella quien iba a dejarlos, y pronto. Ya lo tenía investigado: adonde tenía que ir era a la Escuela de Arte Dramático. Se preguntó qué dirían sus padres cuando les contase que quería irse. Ninguno de los dos tenía mucho mundo (su madre ni siquiera había ido a Londres desde el nacimiento de Laurel) y la mera sugerencia de que su hija mayor se planteara mudarse allí, y además para dedicarse a la inestable vida del teatro, con toda probabilidad les causaría una apoplejía.
Abajo, la ropa tendida se meció húmeda. Una pernera de los vaqueros que la abuela Nicolson tanto detestaba («Pareces una ordinaria, Laurel… No hay nada peor que una muchacha que se va con cualquiera») se sacudía contra la otra, lo cual asustó a una gallina, que cloqueó y caminó en círculos. Laurel deslizó las gafas de sol de montura blanca sobre la nariz y se dejó caer contra la pared de la casa del árbol.
El problema era la guerra. Se había acabado hacía más de dieciséis años (toda su vida) y el mundo había seguido adelante. Todo era diferente ahora; las máscaras antigás, los uniformes, las cartillas de racionamiento y todo lo demás solo tenían sentido en el viejo baúl caqui que su padre guardaba en la buhardilla. Por desgracia, algunas personas no parecían darse cuenta de ello; concretamente, toda la población que sobrepasaba los veinticinco años.
Billy le dijo que nunca encontraría las palabras que les hiciesen comprender. Dijo que se trataba de algo llamado brecha generacional y que intentar explicarse era inútil, que era como en ese libro de Alan Sillitoe que llevaba a todas partes en el bolsillo: los adultos no comprendían a sus hijos y, si lo hacían, es que se estaban equivocando en algo.
Un rasgo habitual de Laurel (la chica buena, leal a sus padres) mostró su desacuerdo, pero no ella. En vez de ello, sus pensamientos se centraron en esas noches recientes en que lograba alejarse con sigilo de sus hermanos, cuando salía al atardecer, con una radio oculta bajo la blusa, y subía con el corazón desbocado a la casa del árbol. Ahí, sola, se apresuraba a sintonizar Radio Luxemburgo y se recostaba en la oscuridad, dejando que la música la envolviese. Y a medida que se iba adentrando en el aire inmóvil del campo, cubriendo ese paisaje antiguo con las canciones más modernas, a Laurel se le erizaba la piel con la sublime intoxicación de saberse parte de algo inmenso: una conspiración mundial, un secreto grupal. Una nueva generación de jóvenes, todos a la escucha en este preciso instante, sabedores de que la vida, el mundo, el futuro estaban ahí, esperándolos…
Laurel abrió los ojos y el recuerdo se desvaneció. No obstante, su calidez persistió, y se estiró satisfecha, siguiendo el vuelo de un grajo. Vuela, pajarito, vuela. Así sería ella, en cuanto terminase el colegio. Continuó mirando y solo parpadeó cuando el ave era un punto en el lejano azul, y se dijo a sí misma que, si lograba esta proeza, sus padres verían las cosas a su manera y ante ella se abriría un futuro prometedor.
Sus ojos se humedecieron triunfales y dejó que su mirada se posase en la casa: la ventana de su habitación, el aster que ella y su madre habían plantado sobre el pobre cadáver de Constable, el gato, la rendija entre los ladrillos donde, qué vergüenza, solía dejar notas para las hadas.
Eran recuerdos vagos de un tiempo acabado, de una niña pequeña que recogía caracolas en una charca a orillas del mar, de cenar todas las noches en el cuarto delantero de la pensión que su abuela tenía en la costa, pero eran como un sueño. La casa de labranza había sido su único hogar. Y, aunque no pretendía tener un sillón propio, le gustaba ver a sus padres en sus sillones por la noche; saber, mientras iba quedándose dormida, que se hablaban en susurros al otro lado de esa pared tan fina; que bastaba estirar un brazo para molestar a una de sus hermanas.
Iba a echarlas de menos cuando se fuese.
Laurel parpadeó. Las iba a echar de menos. Fue una certeza súbita y abrumadora. Cayó en su estómago como una piedra. Compartían la misma ropa, le rompían los pintalabios, le rayaban los discos, pero las iba a echar de menos. El ruido y el calor, el movimiento y las riñas, y la alegría aplastante. Eran como una camada de cachorros que retozaban en su habitación compartida. Abrumaban a los visitantes y eso les gustaba. Eran las jóvenes Nicolson: Laurel, Rose, Iris y Daphne; un jardín de hijas, como papá decía extasiado cuando había bebido una cerveza de más. Pilluelas de mil demonios, según proclamaba la abuela tras sus visitas estivales.
Ahora oía el jolgorio y los gritos distantes, los sonidos remotos y acuosos del verano junto al arroyo. Algo dentro de ella se tensó como si hubieran tirado de una cuerda. Podía imaginarlos, igual que el retablo de un cuadro antiguo. Las faldas metidas a los lados de las calzas, persiguiéndose unas a otras a lo largo del riachuelo; Rose se ponía a salvo en las rocas, los delgados tobillos colgando en el agua mientras dibujaba con un palo mojado; Iris, empapada y furiosa por ello; Daphne, con sus tirabuzones, se tronchaba de risa.
Habrían extendido el mantel de picnic a cuadros sobre la orilla cubierta de hierba y su madre estaría cerca, metida hasta las rodillas en la curva donde el agua corría más rápido, para soltar su último barco. Su padre estaría mirando a un lado, con los pantalones enrollados y un cigarrillo en los labios. En su rostro (Laurel lo veía con claridad meridiana), esa expresión tan suya de ligero desconcierto, como si le costase creer que la fortuna le hubiese deparado estar en ese lugar, en ese preciso momento.
Salpicando a los pies de su padre, dando grititos y riendo mientras sus manos, pequeñitas y regordetas, se estiraban en busca del barco de mamá, estaría el bebé. El ojito derecho de todos ellos…
El bebé. Tenía nombre, por supuesto, Gerald, pero nadie lo llamaba así. Era un nombre de adulto y él era todavía un bebé. Hoy cumplía dos años, pero aún tenía una cara redonda y con hoyuelos, los ojos resplandecían traviesos y sus piernas eran gordinflonas y deliciosas. A veces Laurel sentía una tentación casi irresistible de apretujarlas con todas sus fuerzas. Todos competían por ser su favorito y todos clamaban victoria, pero Laurel sabía que su rostro se iluminaba de una manera especial con ella.
Era impensable, por tanto, que se perdiese ni un segundo de su fiesta de cumpleaños. ¿A qué estaba jugando escondida tanto tiempo en la casa del árbol, sobre todo cuando planeaba escaparse junto a Billy más tarde?
Laurel frunció el ceño y sorteó una serie de recriminaciones acaloradas que enseguida se enfriaron hasta formar una decisión. Se enmendaría: bajaría, cogería el cuchillo de cumpleaños de la mesa de la cocina y lo llevaría al arroyo sin perder tiempo. Sería una hija modelo, la perfecta hermana mayor. Si completaba esa tarea antes de que pasaran diez minutos según su reloj, se daría un positivo en esa cartilla de notas imaginaria que siempre llevaba consigo. La brisa soplaba cálida contra su pie descalzo y bronceado cuando, apresurada, pisó el peldaño superior.
Más tarde, Laurel se preguntaría si todo habría sido diferente de haber ido un poco más despacio. Si, quizás, podría haber evitado ese suceso horrible de haber sido más cuidadosa. Pero no lo fue, y no lo evitó. Iba a toda prisa y por eso siempre se culparía a sí misma de lo que ocurriría a continuación. En ese momento, sin embargo, fue incapaz de contenerse. Con la misma intensidad que antes había deseado estar sola, la necesidad de encontrarse en el meollo de la acción la poseyó con un apremio pasmoso.
Había ocurrido a menudo últimamente. Era como la veleta en lo alto del tejado de Greenacres: sus emociones viraban de una dirección a otra según el capricho del viento. Era extraño, y a veces la asustaba, pero en cierto sentido era también emocionante. Como viajar dando bandazos a orillas del mar.
En este caso, fue, además, perjudicial. Pues, en su prisa desesperada por unirse a la fiesta junto al arroyo, se golpeó la rodilla contra el suelo de madera de la casa del árbol. El rasguño escocía e hizo una mueca de dolor al bajar la vista para ver cómo manaba sangre de un rojo sorprendente. En lugar de seguir bajando, subió de nuevo a la casa del árbol para examinar la herida.
Aún estaba ahí sentada, observando su rodilla lastimada, maldiciendo sus prisas y preguntándose si Billy notaría esa costra grande y fea, cómo podría disimularla, cuando percibió un ruido que procedía del bosquecillo. Un ruido susurrante, natural y sin embargo tan distinto de los otros sonidos de la tarde que le llamó la atención. Echó un vistazo por la ventana de la casa del árbol y vio a Barnaby caminando torpón sobre la hierba crecida, las orejas sedosas meciéndose como alas de terciopelo. Su madre caminaba no muy lejos, avanzando a zancadas hacia el jardín, con un vestido de verano tejido a mano. El bebé reposaba cómodamente sobre su cadera, con las piernecitas desnudas debido al calor del día.
Si bien aún estaban a cierta distancia, por un extraño efecto del viento Laurel podía oír con claridad la cantilena que su madre canturreaba. Era una canción que les había cantado a todos ellos, y el bebé reía encantado y gritaba: «¡Más! ¡Más!» (aunque parecía decir: «¡Ma! ¡Ma!»), mientras su madre recorría su tripita con los dedos para hacerle cosquillas en la barbilla. Estaban tan concentrados el uno en el otro, ofrecían un aspecto tan idílico en ese prado soleado que Laurel se debatía entre el goce de haber observado ese momento tan íntimo y la envidia por no formar parte de él.
A medida que su madre descorría el pestillo de la puerta y se acercaba a la casa, Laurel comprendió con desánimo que había ido a buscar el cuchillo de los cumpleaños.
A cada paso de su madre Laurel veía alejarse aún más la oportunidad de redimirse. Se fue enfurruñando, y ese mal humor, que le impidió llamarla o bajar, la dejó clavada en el suelo de la casa del árbol. Ahí permaneció sentada, sufriendo cabizbaja de un modo extrañamente placentero, mientras su madre avanzaba y entraba en la casa.
Uno de los aros de juguete cayó en silencio al suelo, y Laurel interpretó esa acción como una muestra de solidaridad. Decidió quedarse donde estaba. Que la echasen de menos un poco más; ya iría al arroyo cuando estuviese lista. Mientras tanto, iba a leer
La fiesta de cumpleaños
de nuevo al tiempo que imaginaba un futuro lejos de aquí, una vida donde era hermosa y sofisticada, adulta, sin costras.