Desmontaron la aldea, derribando las paredes de adobe, las casas comunales, reduciéndolas a polvo. Recogieron las cosechas que pudieron. Entre los consejeros no faltaban quienes estaban indignados.
El tren perpetuo, a pesar de las ampliaciones llevadas a cabo con aquella extraña colección de materiales que les proporcionaba la tierra, sus vagones de madera y mineral, no podía albergar a todos los consejeros. De nuevo habría centenares de seguidores, nómadas en pos del camino del tren. Unos pocos no irían. Algunos se marcharon a las colinas o se empeñaron en quedarse allí, en aquella tierra civilizada, como campesinos, rodeados por los rastros de la vía que ya no estaba.
—Moriréis —les dijo Judah— cuando lleguen. —Y ellos respondieron con baladronadas y exhibiciones de valor. No serviría de nada, pensó Cutter, cuando la milicia de Nueva Crobuzón, sus pelotones más poderosos y mejor armados, aparecieran en el lugar en el que esperaban encontrar a su presa y se encontraran en su lugar a cincuenta viejos campesinos. Los contempló, sabiéndolos muertos.
Puede que os maten con rapidez
.
Cutter no sabía si Ann-Hari y Judah eran amantes, pero sin duda se amaban de una manera profunda y sencilla. Estaba celoso, sí, pero no más que de cualquier otra de las personas a las que amaba Judah. Estaba acostumbrado a no ser correspondido.
Judah pasó con Ann-Hari la noche antes de que el Consejo de Hierro abandonara el santuario de las praderas. Cutter estuvo solo, abrazándose y recordando la noche que había jugueteado con el joven fornido.
Al día siguiente se reunieron: allí estaba Cutter, en los lindes de aquella tierra donde la hierba salvaje sucumbía al paso del tren y de los granjeros. Y allí estaba el musculoso Pomeroy, moviendo el arma en el aire como si fuera una guadaña y Elsie, con el brazo alrededor de su cintura, y Drogon, con su sombrero de ala ancha, llevando de la brida la montura que había conseguido de los criadores de caballos del Consejo de Hierro, moviendo los labios sin que Cutter supiera muy bien a quién le hablaba, y allí estaba el temblor de la hierba, que anunciaba el paso de Qurabin por sendas secretas reveladas por voluntad de su pequeño y extraño dios, y por delante de todos, cogidos del brazo, Ann-Hari y Judah Low, investigados por los insectos matutinos.
Tras ellos venía el Consejo de Hierro. Pronto formarían una línea, empezarían a tender las vías, a partir la roca y a avanzar serpenteando entre los bloques de arenisca de las tierras bajas, pero por el momento se limitaban a caminar. La elipse de hierro estaba desplegándose una vez más y los consejeros volvían a ser peones ferroviarios. Y exploradores, y aguadores, cazadores y niveladores, pero por encima de todo, peones, que iban desplegando los lindes de su propio pueblo, desmontándolos y volviendo a desplegarlos en línea recta, regresando por una tierra que aún exhibía el tenue rastro de su llegada.
Por el oeste se aproximaba la milicia depredadora, los soldados que no querían otra cosa que destruirlos. El Consejo de Hierro se estremeció y se puso en marcha, en marcha hacia el este, hacia Nueva Crobuzón, hacia su casa.
Así es como había sido. Hasta llegar allí, a aquella frontera, a aquella tierra hostil.
—Ahí. Ahí está, ahí. El borde. El borde de la mancha cacotópica.
L
OS MONSTRUOS INTERNOS - Y EXTERNOS. LOS DOS ENEMIGOS DE
N
UEVA
C
ROBUZÓN: EL VIGILANTE Y EL TRAIDOR. NOCHE DE IGNOMINIA
.
Declamaban los periódicos. Habían empleado fuentes de enorme tamaño para condenar los disturbios de Ojospía. Había heliotipos de los cadáveres, amontonados en las tiendas y humeantes, defenestrados y abatidos a tiros.
El día de la cadena siguiente, Ori fue a El amorcito del frutero esperando encontrarse con una abarrotada reunión del
Renegado Rampante
, pero no había nadie. Regresó al día siguiente y al otro, buscando un rostro que recordaba. Al fin, el día del polvo, vio a la hilandera, reuniendo donativos, susurrando al oído del casero.
—Jack —dijo Ori. Ella se volvió con mirada suspicaz, y su expresión solo se relajó un poco, muy poco, al ver que se trataba de él.
—Jack —respondió.
—No tengo mucho tiempo —dijo Ori—. Tengo que irme. Vamos a tomar un vino.
—Una espiral de depravación, ¿eh? —dijo ella, señalando las marcas de tiza de su ropa—. Últimamente se ven por todas partes. Han pasado de las paredes a la ropa. Los macarras del Caucus las llevan, y los novistas, y los radicales… ¿Qué significan?
—Un vínculo —respondió él prudentemente—. Con Mediamisa. Yo conozco al tío que empezó a dibujarlas.
—Creo que he oído hablar de él…
—Es amigo mío. Lo conozco bien. —Hubo un silencio. Bebieron—. Echo de menos las reuniones.
—Ya no hay reuniones. ¿Estás loco, Ori…, Jack? —Puso cara de consternación—. Lo siento, Jack —dijo—. Lo siento mucho. Curdin me dijo cómo te llamabas. Y dónde vivías. No tendría que haberlo hecho, pero quería que pudiese hacerte llegar el
doble R
si era necesario. No se lo he contado a nadie.
Ori contuvo su asombro y sacudió la cabeza.
—¿Y las reuniones? —dijo, y ella olvidó su contrición con rapidez.
—¿Para qué? —respondió—. Con lo que está pasando. —Ori meneó la cabeza y a ella se le escapó algo parecido a un sollozo—. Jack, Jack… Por el amor de Jabber. ¿Qué estás haciendo? ¿No estuviste allí?
—Por los dioses, pues claro que estaba. Estaba en Ensenada, estaba… —bajó la voz—. Y por cierto, ¿qué es eso del Crisol Militante? Estuvimos peleando por las jodidas khepri, que tu estúpido pueblo intentaba asesinar.
—¿El Crisol? Bueno, si fueras xeniano y los únicos que estuvieran de tu lado fueran los codiciosos bastardos de Tendencia Diversa, ¿no buscarías ayuda en otra parte? Y no te tolero… No te tolero que te burles del pueblo. Ya sabes que los calamitas se aprovechan de la gente. Hasta tu amigo Petron sabe eso…, y no me mires de ese modo, Jack, joder, todo el mundo conoce su nombre, era uno de los Flexibles. Y aunque no sé si me gustan todas las malditas locuras que hacen los novistas, esos juegos estúpidos y sanguinarios a los que se dedican, sé que confío en él. No sé si puedo decir lo mismo de ti Jack, y es una pena, porque eso no quiere decir que piense que no queremos lo mismo. Sé que queremos lo mismo. Pero no me fío de tu juicio. Creo que eres un estúpido, Jack.
Ori ni siquiera se enfadó. Ya estaba acostumbrado a la arrogancia de los renegadistas. La miró con frío fastidio, y, sí, con una pizca de respeto, una deuda que había heredado de Curdin.
—Mientras sigues jugando a los profetas, Jack —le dijo—, mantén los ojos abiertos. Cuando actúe… te enterarás. Tenemos planes.
—Dicen que el Consejo de Hierro va a volver.
El rostro de la chica estaba radiante de gozo.
—Va a volver.
Todas las cosas que se le pasaron a Ori por la mente eran obviedades. No quería insultarla, así que trató de pensar en otra cosa, pero no se le ocurrió nada.
—Eso es un cuento de hadas —dijo.
—No.
—Una fábula. El Consejo de Hierro no existe.
—Eso es lo que quieren que creas. Si no existe el Consejo de Hierro, es que nunca hemos tomado el poder. Pero si existe, y sí que existe, lo hemos hecho alguna vez, y podemos volver a hacerlo.
—Buen Jabber, escucha lo que estás diciendo…
—¿Vas a decirme que nunca has visto los heliotipos? ¿Qué creías que era todo eso? ¿Crees que construyeron el puto tren poniéndose unos encima de otros, con las mujeres y las putas, joder, las putas, delante? ¿Y los niños montados en el tejado del puñetero techo de la locomotora?
—No digo que no ocurriera. Claro que sí, pero los detuvieron. Fue una huelga, nada más. Hace mucho que murieron…
Ella se echó a reír.
—No tienes ni idea, no tienes ni idea. Querían matarlos, y siguen queriendo matarlos, pero van a volver. Alguien del Caucus ha ido a buscarlos. Hemos recibido un mensaje. ¿Para qué iban a ir a buscarlos, si no era para pedirles que regresaran?
»¿No has visto las pintadas? —dijo—. Están por todas partes. Junto con esas espirales que llevas encima. «CH, tú». Consejo de Hierro, tú. Va a volver. Y el mero hecho de saberlo ya es una inspiración, joder.
—La gente ve lo que quiere creer, y cree en ellos, Jack…
—Lo que tú no sabes —dijo ella, y ya no parecía ni siquiera enfadada— es que nos hemos puesto en movimiento. Si pudieras oír al Caucus. —Dio un sorbo a su copa. Lo miró, como lanzándole una especie de desafío.
Está en el puto Caucus
. El aquelarre de los insurrectos, la asamblea de las facciones y los no alineados.
»Hay gente en el Parlamento que está buscando un compromiso, ¿sabes? No pueden admitirlo abiertamente, pero hay fábricas en las que somos nosotros quienes decidimos si la gente va a trabajar o no. Quieren negociar. El Parlamento ya no es el único que tiene poder de decisión en Nueva Crobuzón: ahora hay dos poderes.
La hilandera tendió la mano sobre la mesa.
—Madeleina —dijo con parsimonia—. Di Farja.
Ori le estrechó la mano, conmovido por su confianza.
—Ori —dijo, como si ella no lo supiera.
—Voy a decirte algo, Ori. Estamos en una carrera. El Caucus está en una carrera por preparar las cosas. Aún faltan semanas o meses. Y no hablo de dar vueltas y más vueltas: es una carrera con una meta. No somos idiotas, ¿sabes? Es una carrera por construir lo que hay que construir, cadenas de… —miró a su alrededor— cadenas de mando, de comunicación. La pasada noche fue el comienzo. Es un largo camino, pero ya hemos empezado. La guerra va mal, según dicen. Las calles están llenas de mutilados. Si Tesh pudiera enviar esa… —cerró los ojos y contuvo la respiración, retrospectivamente horrorizada— esa criatura, ese espía del cielo, ¿qué podrían hacer? Tiempo… No tenemos mucho tiempo.
»Y el Consejo de Hierro va a volver —dijo—. Cuando la gente se entere, será el fin.
Puede que estemos todos juntos
, pensó Ori con una congoja que lo preocupó.
Puede que la carrera del Caucus sea también la nuestra…
—Todos estamos en la misma carrera… —dijo.
—Sí, pero algunos corren en la dirección equivocada.
Ori pensó entonces en lo que pasaría. En el momento en que los desposeídos, los trabajadores, y sí, si ella quería, sí, el pueblo, se enterara de que el mismísimo Alcalde, el líder del Sol Grueso, el árbitro de Nueva Crobuzón, había desaparecido. Cómo sería.
—¿Quieres inspiración? —dijo. De pronto volvía a estar enfadado por la monomaniaca prescripción de la mujer—. Yo te daré inspiración —dijo—. Y me darás las gracias, Jack. Lo que estamos haciendo, lo que estamos haciendo… Tenemos que despertar a la gente.
—Ya están despiertos, Jack. Eso es lo que no comprendes.
Ori sacudió la cabeza.
Bertold Sulion, miembro de la Guardia Clípea, había perdido la fe en Nueva Crobuzón, en el Alcalde, en la ley que había jurado defender. Baron se lo contó.
—Ha perdido la lealtad —dijo—. Cuando eres un clípeo, no te cuentan muchas cosas. El juramento lo dice todo: «Veo y oigo solo lo que el Alcalde y mis superiores me permiten». Bertold no sabe mucho. Pero sabe que estamos perdiendo la guerra. Y ha visto los tratos que están haciendo mientras sus camaradas, la gente con la que se ha entrenado, sigue luchando y muriendo. Todo está podrido. Ha perdido la lealtad y ya no le queda nada.
»La cosa es siempre así —dijo. Hablaba con detenimiento—. Lo llevas dentro en la sangre. —Se dio unas palmaditas en el esternón—. Y cuando las cosas se tuercen, cuando todo se pudre, como si dijéramos, se te sale de dentro, como si te desangraras, y entonces, o te llena otra cosa o te quedas vacío. Sulion ya no tiene nada dentro. Está dispuesto a ayudarnos aunque, para guardar las formas, pide un montón de dinero por ello, pero no es dinero lo que persigue. Quiere ser un traidor porque quiere ser un traidor. Quiere que lo ayudemos a perderse. Aunque él mismo no lo sepa.
No estaban en Malado. «Aquí están las llaves para vosotros», decía la nota, clavada a la pared por uno de los dos cuernos del puño metálico. «Tenemos un nuevo lugar de reunión». Ori y Enoch habían leído la nota y se habían quedado mirando el uno al otro. Enoch era un estúpido, pero esta vez Ori había compartido su confusión.
—¿La colina de la Bandera?
En un extremo de la ciudad, al final de la línea Principal en su recorrido en dirección norte desde la estación de la Calle Perdido, la colina de la Bandera era el lugar donde vivían los banqueros e industriales, los funcionarios, los artistas de éxito. Era un paisaje de amplias avenidas y suntuosas mansiones, delimitadas a un lado por las calles y al otro por grandes zonas ajardinadas comunes. Había árboles floridos y banianos, tapizados de nudosas enredaderas que formaban raíces y troncos y crecían entre los negros adoquines.
Desde hacía años, había en la colina de la Bandera un lugar miserable, como un absceso: un desliz de la planificación urbanística. El alcalde Tremulo el Reformador, dos siglos antes, había ordenado que se construyeran algunas casas modestas en las laderas de la loma a la que el lugar le debía el nombre, para que los héroes de las Guerras Piratas, según dijo, pudieran vivir junto a aquellos a los que habían defendido. Los acaudalados de la colina de la Bandera no los habían recibido con los brazos abiertos y los planes del alcalde Tremulo sobre una «fusión social» acabaron convertidos en objeto de escarnio. Sin aportaciones de capital, lo que había sido modesto se convirtió en miserable. Las tejas y los ladrillos se estropearon. La pequeña comunidad de pobres de la colina de la Bandera viajaba en tren, mientras que sus vecinos, desdeñando los transportes públicos, hacían uso de sus carruajes privados, y aguardaban a que la miseria alcanzara una masa crítica. Esto había ocurrido hacía quince años.
Los pobres habían sido desalojados de sus casas en ruinas y realojados en bloques de hormigón de diez y quince plantas en Ecomir y Galantina. Y entonces, sus antiguos vecinos habían explorado con curiosidad aquellas desiertas colonias y el dinero, al fin, había empezado a afluir. Algunos edificios, apuntalados y fundidos en grupos de dos o de tres, habían sido reformados y alquilados a nuevos ricos: vivir en «casitas populares» reformadas se había puesto de moda. Pero algunas de las calles del anónimo barrio pobre de la colina de la Bandera, con aquellos edificios característicos que recordaban a bloques de gelatina, se preservaron, convertidas en un museo de la miseria.