En cambio, Baron iba adonde le decían, luchaba con quien le decían y mataba sin remordimientos si se le decía. Actuaba como los mejores constructos que Ori recordaba de su juventud: como algo engrasado, metálico, carente de mente.
Cuando los Alcaudones de la Sombra, en un acto de insignificante provocación, empezaron a actuar de nuevo en las calles de Toro, Ori, Enoch y Baron fueron enviados a terminar con sus incursiones. «Solo uno», ordenó Toro. «El del labio leporino. Él es el que prepara los planes». Ori, el mejor tirador, llevaba una pistola y Enoch una ballesta doble, pero ninguno de ellos tuvo ocasión de disparar. Baron había descargado los cañones de su repetidora con desenvuelta pericia.
Los parásitos de los
Alcaudones
, hombres y mujeres jóvenes, haraganeaban alrededor de las escaleras del ático de la Sombra, bebiendo te-plus y fumando shazbah. Ori y Enoch seguían a Baron. Dos veces le salió al paso algún macarra que teóricamente estaba en guardia: las dos, se libró de él con una mirada o un susurro de amenaza. Ori estaba doblando la esquina del último entresuelo cuando oyó el ruido de la madera reventada de una patada y los gritos.
Dos disparos habían sonado ya cuando alcanzó la puerta. Había dos muchachos de unos diecisiete años en el suelo, chillando y con las piernas destrozadas. Mientras los demás corrían y soltaban las armas, Baron siguió adelante. Alguien disparó a Baron y Ori vio una flor de sangre en su hombro izquierdo: el soldado lanzó un gruñido. Un momentáneo destello de dolor apareció en su rostro, y volvió a quedarse impasible. Dosdisparos más incapacitaron o aterrorizaron a quienes le habían disparado, y entonces se aproximó al joven de labio leporino a quien la banda debía sus ideas y le disparó delante de Enoch y Ori.
Le da igual que lo maten
, pensó Ori aquella noche. Baron lo aterraba.
Matará
si se lo decimos. Matará si le dejamos
.
Ese no es un hombre que ha aprendido a luchar en las estepas
. La rápida y brutal experiencia con la que había barrido la habitación, los tres movimientos, uno-dos-tres con los que había asegurado todas sus esquinas. Baron había repetido aquello, aquella violencia urbana, muchas veces antes. No era ningún recluta reciente, no era un parado que se había alistado por falta de trabajo, un soldado fortuito.
¿
Qué puede hacer Toro
?, se preguntó Ori. Nunca había visto pelear a su jefe.
—¿Qué es ese casco? —preguntó, y Ulliam le contó que Toro había salido de las factorías de castigo o de la cárcel, o de los páramos, o de los barrios bajos, y había emprendido un largo y arduo viaje paraencontrar al artesano y los materiales que necesitaba para que le hicieran su casco: la rasulbagra, como la llamaban a veces, la cabeza del toro.
Ulliam le contó las increíbles historias de sus poderes y del camino que había recorrido, de los luengos peligros de su forja, de los muchos años transcurridos.
—Años en prisión, años buscando las piezas, años llevándola encima-le dijo—. Ya verás lo que es capaz de hacer.
Cada miembro de la banda tenía cometidos propios. Ori fue enviado a robar leche de roca y licores taumatúrgicos a varios laboratorios. Sabía que había un plan en marcha. Podía ver sus contornos en las instrucciones que recibía.
«Consigue un plano de los pisos inferiores del Parlamento». ¿
Que consiga qué
? Ori no sabía por dónde empezar. «Gánate la confianza de algúnadministrativo de las oficinas de los magistrados. Averigua el nombre de la subsecretaría del Alcalde. Consigue un trabajo en el Parlamento, espera nuevas instrucciones».
La atmósfera de huelgas e insurrección iba aumentando: Ori la percibía, distanciado, excitado.
Espiral Jacobs regresó al refugio. Ori sintió que se le quitaba un peso de encima al verlo. Aquella noche Jacobs parecía lleno de lucidez y astucia mientras miraba a Ori con ojos de armiño.
—Tu dinero nos ha ayudado a seguir adelante —le dijo Ori—. Pero ahora tengo instrucciones imposibles —le contó—. ¿Qué hago?
Se encontraban en la muralla del río de Griss Bajo, a poca distancia de la confluencia, con la isla Strack y las agujas del Parlamento descollando sobre el Gran Alquitrán. Su luz parecía grisácea en el crepúsculo; sus reflejos sobre el agua eran apagados. Un gato maullaba en Pequeña Strack, extraviado quién sabe cómo en aquel tocón de tierra desierta en medio del río. Espiral Jacobs escupió a los pilares que marcaban los límites de la ciudad vieja. Eran piedras grabadas de inmensaantigüedad, una sinuosa vereda de figuras estilizadas en ascenso, que relataban eventos de la historia antigua de Nueva Crobuzón. Las que estaban más cerca del agua habían sido desfiguradas por delincuentes vodyanoi.
—Están haciendo varias cosas a la vez, ¿no? —Le quitó el cigarrillo a Ori—. No tienen una estrategia, ¿verdad? Están intentando hacerlo todo a la vez. Montones de cosas. —Fumó y meditó y sacudió la cabeza—. Lo siento, pero no es así como Jack lo habría hecho. —Se echó a reír.
—¿Y cómo lo habría hecho él?
Jacobs siguió mirando el extremo encendido de su pitillo.
—El Alcalde no puede quedarse eternamente en el Parlamento. —Lo dijo con voz cauta—. Sin embargo, alguien como él no sale andando sin más, o a caballo. Ha de tener protección, ¿no? Gente en la que pueda confiar. Allá donde va… esto me lo contó Jack, él lo había estado estudiando… Siempre que sale, la Guardia Clípea acompaña al Alcalde. Sólo confía en ellos. —Levantó la mirada. Su expresión no era pícara ni bromista—. Imagínate que uno de ellos cambiara de bando. Imagínate que se le pudiera comprar.
—Pero los eligen precisamente para que no se les pueda comprar…
—La historia… —dijo Jacobs con tensa autoridad. Su tono de voz hizo que Ori se callara al instante— está llena. Tapizada. Con los cadáveres. De aquellos que confiaron en los incorruptibles.
Le dio un nombre. Ori se quedó mirando al viejo vagabundo mientras se alejaba. Al pasar debajo de cada farola su figura volvía a aparecer un momento, cojeando, hasta que llegó al final del callejón y se apoyó en la pared, como un viejo cansado con los dedos manchados de tiza.
—¿Adónde vas? —le preguntó Ori. El río amortiguó su voz, que no levantó eco entre las paredes de ladrillo y las ventanas sino que se propagó en todas direcciones y desapareció rápidamente—. Y, joder, Espiral, ¿cómo sabes esas cosas? Ven a ver a Toro —dijo. Estaba excitado y con los nervios a flor de piel—. ¿Cómo lo haces? Se te da mejor que a todos nosotros, ven a ver al puto Toro, ven a unirte a nosotros. ¿Quieres?
El viejo se pasó la lengua por los labios y se detuvo. ¿Iba a hablar? Ori se dio cuenta de que estaba decidiéndolo.
—No todas las sendas de Jack se han secado —dijo—. Hay formas de enterarse. Formas de oír cosas. Yo las conozco. —Se dio unos golpecitos en la nariz, con un gesto de conspirador de opereta—. Sé cosas, ¿verdad? Pero ya soy demasiado viejo para actuar, muchacho. Prefiero dejarles la acción a los jóvenes y enfadados.
Repitió el nombre. Volvió a sonreír y se alejó. Y Ori sabía que debía seguirlo, que debía tratar de atraerlo a la órbita de Toro. Pero había en su interior un muy fuerte y extraño sentimiento de respeto, algo cercano a la reverencia. Ori había empezado a llevar marcas en la ropa, curvas que imitaban las espirales que Jacobs dejaba en las paredes. Espiral Jacobs iba y venía a su extraña manera, y Ori no era quien para negarle las salidas.
Hombro Viejo estaba encantado con la información de Ori, el nombre, pero desechó alegremente la historia sobre su procedencia.
—Has estado bebiendo en los pubs de Sheck, ¿eh, chaval? —dijo—. Esto es información interna. No quieres contármelo. Tienes un contacto y quieres guardártelo para ti. ¿Estás atesorándolo? ¿Atesorándola? ¿Es la zorra de algún oficial? ¿Has estado haciendo un poco de reclutamiento horizontal, Ori? Da igual. No sé lo que has estado haciendo pero esto… esto es oro puro. Así que no voy a presionarte.
»Confío en ti, chaval… No te habría metido en esto si no fuera así. Si decides que quieres guardarte la información, voy a suponer que es por una buena razón. Pero no puedo decir que me guste. Si estás jugando a algo —«Si estás trabajando para otros», no lo dijo—, o incluso si estás haciéndolo por buenas razones pero resulta que te equivocas, si haces aunque solo sea una llamada equivocada y todo se va al traste, tienes que saber que te mataré.
Sus palabras ni siquiera lograron intimidarlo. De repente, Hombro Viejo se le antojaba inmensamente aburrido.
Se plantó lentamente frente al cactacae y lo miró a los ojos.
—Daría la vida por esto —dijo, y era verdad, comprendió—. Mataré al Alcalde, decapitaré la serpiente de este puto gobierno. Pero, una cosa, Hombro, dime una cosa. ¿Y si estuviera jugándoosla? Si esta información que os he conseguido, esta información que nos va a permitir hacer lo que siempre habéis querido hacer, si fuera una trampa, ¿cómo ibas a matarme, Hombro? Porque entonces el que estaría muerto serías tú.
Fue un error. Lo vio en los ojos de Hombro Viejo. Pero Ori fue incapaz de arrepentirse de su provocación. Lo intentó pero no pudo.
Baron los asustaba a todos. Todos habían visto que sabía disparar y pelear, pero no sabían si poseía poder de persuasión. Le interrogaron con gran ansiedad hasta que saltó y les dijo que cerraran el pico. No tenían alternativa.
—Necesitamos un hombre que sepa hablar de miliciano a miliciano —dijo Toro. El mecanismo o la taumaturgia de su casco convertía las palabras en mugidos. Ori estudió su cuerpo, empequeñecido por el casco, pero a pesar de ello, por alguna razón, no ridículo, fibroso y duro como el de un bailarín. Las lámparas de aquellos ojos redondos y homogéneos despedían un abanico de luz—. Nosotros somos criminales —dijo—. No podemos hablar con la milicia. Nos verían venir. Necesitamos a alguien que no tenga culpa. Que sea uno de ellos. Que conozca la jerga de los barracones. Necesitamos a un miliciano.
Había barracones de la milicia por toda la ciudad. Algunos estaban ocultos. Todos ellos estaban protegidos con taumaturgia y plomo. Pero cerca de cada uno de ellos había algún pub de la milicia, y todos los disidentes sabían dónde.
Bertold Sulion, el sujeto cuyo nombre había dado Espiral Jacobs a Ori y que este había transmitido a sus camaradas era, según Jacobs, un miembro insatisfecho de la Guardia Clípea, cuya lealtad estaba convirtiéndose en nihilismo o codicia. Debía de estar destinado en el propio Parlamento, junto a los aposentos del Alcalde o dentro de esos. Y eso significaba el pub que había bajo las vías elevadas y la torre de la milicia en la punta de la Ciénaga Brock, en la convergencia de los dos ríos.
La Ciénaga Brock, el barrio de los magos. La parte más antigua de una ciudad ya antigua. En el norte, con calles de empedrado y desvencijados cobertizos de madera llenos a rebosar de equipo arcano, vivían los karcistas, los bionumanistas, los físicos y los taumaturgos de toda laya. En el sur del distrito, sin embargo, las alcantarillas no estaban tan inundadas de elixires; no flotaba en el aire una neblina de embrujos tan densa. Los científicos y sus industrias parasitarias iban desapareciendo bajo las atronadoras vías de los trenes elevados y las plataformas. La isla Strack y el Parlamento emergían del cercano río. Era en esta zona donde los miembros de la Guardia Clípea acudían a beber.
Era un puñado de calles estrechas, de bloques y vigas de cemento, industrial, afligido por el paso del tiempo y descuidado. Baron empezó a frecuentar los pubs de la zona —El Enemigo Vencido, La Placa, El Compás y la Zanahoria— para buscar a Sulion.
Los titulares de
La Lucha
, y
El Faro
hablaban de trabajosas victorias en el Estrecho de Fuegagua, de la derrota de los esquibarcos de Tesh y la emancipación de sus ciudades feudatarias. Había heliotipos borrosos en los que se veía a aldeanos y milicianos de Nueva Crobuzón intercambiando sonrisas, a la milicia ayudando a reconstruir una tienda de comida, a un cirujano de la milicia cuidando a un niño campesino.
La Forja
, un periódico del Caucus, encontró a otro oficial desertor, como Baron. La guerra que relataba era totalmente diferente. «Y a pesar de todas las cosas que cuenta, las cosas que estamos haciendo», dijo Baron, «no estamos ganando. No vamos a ganar». Ori no estaba seguro de que aquella no fuese la razón principal de su rabia.
—Baron me recuerda cosas que he visto —decía Ulliam—. Y no son buenas. —Era de noche y estaban en los campos Pelorus, al sur de Nueva Crobuzón. Un pequeño y apacible refugio de oficinistas y funcionarios, con enclaves como prósperas aldeas, jardines sin flores a causa del frío, bonitas fuentes, robustas iglesias y monumentos votivos consagrados a Jabber.
Ulliam y Ori corrían un riesgo estando allí. Con la propagación de las huelgas y la anarquía, en los Campos Pelorus se vivía bajo una sensación de asedio. A medida que los parlamentarios se reunían con los sindicalistas, cuyas demandas estaban cada vez más estructuradas, a medida que se iba alzando la voz del Caucus desde sus toscos organismos frontales, la ansiedad de los Campos Pelorus iba en aumento. Sus respetables ciudadanos, organizados en Comités para la Defensa de la Decencia, patrullaban las calles de noche. Copistas y actuarios aterrados que perseguían a los xenianos y a los mendigos, y a los rehechos que no mostraban el debido respeto.
Pero había lugares como El Bar de Boland. «Tengan un poco de cuidado, damas y caballeros», era lo único que Boland le decía a los poetas novistas, a los disidentes que acudían allí por su café y para ocultarse detrás de las ventanas cubiertas de enredadera. Ori y Ulliam se sentaban juntos. La silla del rehecho miraba en dirección contraria, para que su rostro estuviera orientado hacia delante.
—He visto hombres irrumpiendo en una habitación de esa manera —dijo Ulliam—. Fueron hombres como esos los que me hicieron esto.
»Por eso Toro no me mandó a hablar con Motley… Yo antes trabajaba para él. Hace mucho, mucho tiempo. —Señaló su cuello.
—¿Por qué te rehicieron? ¿Y por qué así? —La pregunta era una muestra de confianza. Ulliam no se encogió al escucharla, no mostró el menor asombro. Se echó a reír.
—Ori, no te lo creerías, muchacho. No debías de ser más que un crío, si es que habías nacido. Ahora no puedo contártelo; es cosa del pasado. Yo era cuidador de animales, o algo parecido. —Volvió a reírse—. He visto cada cosa… Oh, los animales que he cuidado… Ya nada me asusta. Salvo, bueno, ya sabes… Cuando vi a Baron entrar en aquella habitación. No es que me asustara de nuevo, pero recordé lo que era sentirse de aquel modo.