Soltaron cuanto llevaban. «El Consejo de Hierro», «el Consejo de Hierro». Cada uno de ellos lo repitió al ver que venía aquel tren con colmillos.
Se acercó, repitiendo los escasos kilómetros que lo conformaban, como había hecho durante tanto tiempo, ni sedentario ni nómada, describiendo su propio hogar. Empezó a aminorar.
—Soy Judah Low —gritó. Se dirigió hacia él como si estuviera entrando en una estación—. Soy Judah Low. —Alguien había bajado de la locomotora y Cutter había escuchado un grito, un saludo cuyas palabras no alcanzó a entender pero que hizo que Judah echara a correr y gritara y gritara un nombre—. ¡Ann-Hari!
Aquello había sido una ciénaga. Un marjal camuflado donde lo que parecía tierra y cizaña se convertía de repente en una simple capa de vegetación tendida sobre aguas turbias. Los consejeros de hierro arrojaron fragmentos de roca, construyeron pontones, clavaron pilotes apresuradamente extraídos de los bosques. Vieron sotos hechos de tocones desgastados por más de dos décadas y entremezclados con árboles neonatos, los yacimientos que les habían proporcionado la madera durante el viaje de ida. El Consejo de Hierro se movía con lentitud sobre unos rieles situados ligeramente por encima o por debajo de las aguas. Debajo de ellos y a su alrededor brotaban los ruidos de los bolotnyi y otras criaturas de las ciénagas.
Pomeroy colocaba vías. Elsie se unió a los forrajeadores. Qurabin visitaba de noche a los viajeros y les contaba cosas que había averiguado en las colinas y ciénegas. Cosas secretas. En la lenta entrega del monje al precio de sus revelaciones, Cutter percibió una tristeza, el afán de un cobarde por alcanzar la muerte. Qurabin lo había perdido todo y estaba disolviéndose en el mundo con una veneración carente de sentido.
Drogon el susurrero trabajaba como centinela. Uno de los tiradores que cuidaban del Consejo en su lento y humeante avance. Cutter estaba con Judah: no quería dejarlo marchar. Tendían vías juntos.
Judah era como un cuento de hadas. Los niños acudían a verlo, y no solo ellos, sino también hombres y mujeres que todavía no habían nacido cuando el Consejo de Hierro cruzara el mundo. Él se mostraba afable. Hacía gólems para ellos, cosa que les encantaba. Todos habían oído hablar de sus gólems. Una vez le cantaron, alrededor de una fogata, mientras unos árboles vagamente animales trataban de alejarse de sus voces.
Le cantaron a Judah una canción sobre Judah. Entonaron una canción rítmica, una canción marinera, sobre aquella vez en que congeló a los soldados con un monstruo de lodo y salvó al Consejo de Hierro, y cómo después fue al desierto y creó un ejército, y luego a la corte del rey de los trogs, en las entrañas de una colina, y creó una mujer con las sábanas de la princesa, y cómo cambiaron de lugar las sábanas y la mujer trog, y cómo se fugó Judah con la princesa de los trogloditas y cruzaron juntos el mar.
De noche, Cutter se apretaba contra Judah, y a veces el viejo respondía, con la benéfica templanza que le caracterizaba. Las noches que no estaban juntos, Judah las pasaba con Ann-Hari.
—Recibí tu mensaje —le había dicho Judah la primera noche, al llegar—. El cilindro. La voz de Rahul. Sobre Uzman. Larga vida.
—Larga vida.
Uzman había muerto de repente, le dijo ella. Una parada fulminante. Si de su organismo o de sus sistemas mecánicos, nunca lo supieron.
—¿Todavía conservas el voxiterador?
—¿Cuántos mensajes nuestros recibiste?
—Cuatro.
—Te enviamos nueve. Siempre se los dábamos a alguien que fuera a comerciar a la costa, para que los enviara en algún barco que fuera al sur, que pudiera cruzar los estrechos, seguir más allá de Tesh, hasta Myrshock, y desde allí hasta Nueva Crobuzón. Me pregunto cuáles te llegaron.
—Los llevo conmigo. Puedes contarme lo que me he perdido.
Se sonrieron, un hombre maduro y una mujer que parecía mucho más vieja, ajada por el sol, arrugada por las penurias, pero cuya energía era tan grande como la de él. Cutter estaba admirado.
En la primera y larga noche de presentaciones, conocieron a Cañas Gruesas. El fornido y grisáceo cacto había perdido las espinas y Judah lo abrazó con fuerza. Hubo otros a los que el golemista reconoció y saludó con alegría, pero fueron Cañas Gruesas y Ann-Hari quienes más lo llenaron.
Los demás vivían tranquilamente como granjeros, se habían convertido en nómadas, tramperos o cazadores de larga barba. Había sangre nueva a la cabeza del Consejo, junto con Ann-Hari.
A ella la saludaban en todas partes. Delgada y recia, arrugada, estropeada quizá por el paso del tiempo, pero de una fealdad admirable, vehemente y apasionada. En su avance, el tren pasaba por las fábricas, las granjas, los silos y los pabellones que a lo largo de los años había ido plantando. Ann-Hari bajaba a pasear cada vez que se detenían.
La gente le regalaba fruta o pasteles de carne especiada que ella compartía con su séquito, una patrulla de mujeres, alguna setentonas, otras adolescentes. Cutter vio el extraño amor que todos le profesaban. Ann-Hari iba del brazo de Judah. Formaban una pareja majestuosa. Los consejeros de hierro aclamaban a Judah y le decían una y otra vez lo mucho que se alegraban de verlo, regalaban comida y bebida a los demás, los besaban en las mejillas. Gritaban con acentos extraños: crobuzoniano renegado.
El tren perpetuo era ayuntamiento, iglesia y templo. Era su castillo. Avanzaba silbando, recorriendo el perímetro de su país de campesinos, cazadores, cirujanos, maestros y maquinistas. Había cactos y algunas mujeres cacto, y un puñado de vodyanoi, los zahones, con sus mujeres e hijos. El cielo estaba sembrado de dracos. Los más viejos habían olvidado Nueva Crobuzón; los jóvenes nunca la habían visto.
También había pequeñas comunidades de otras razas: aunque el ragamol de Nueva Crobuzón era la lengua principal, había algunos que carraspe-hablaban con arcanos sistemas tonales. Inmigrantes en aquel país de peones ferroviarios. Los jóvenes eran todos enteros, por supuesto, nacidos sin ninguna modificación, pero la mayoría de los humanos que superaban los cuarenta años eran rehechos. Los primeros consejeros. Los creadores del Consejo.
El espectro del firme ascendía por las laderas. «Mirad». Venas que cruzaban la roca. «¿No es allí donde perdimos a Marimon? ¿En aquel picacho? Subió demasiado deprisa y…». Guardaban silencio, respetuosos, cuando la topografía les recordaba a sus antiguos muertos.
La mayoría de los animales de la colinas rehuían al Consejo, pero había depredadores voladores o moradores de las rocas que de vez en cuando atrapaban a algún viajero incauto: criaturas de enormes bocas, grandes como osos, que trepaban por paredes verticales empleando ventosas o pequeñas almohadillas adhesivas, o masas de músculo con alas coriáceas, tentáculos y patas de cabra. Los cactos, cuyo olor no resultaba atrayente para los carnívoros de aquellos parajes, eran los mejores centinelas.
Siempre que podían volvían sobre los pasos del Consejo. Algunas veces tenían que abrir caminos nuevos. Con la pólvora sintetizada en sus laboratorios se abrían camino por la sustancia de las montañas. Había barrancos y acantilados donde todavía se conservaban los puentes construidos en su momento. Los consejeros se encaramaban a ellos para probarlos, y sus pasos levantaban un eco de crepitaciones al rozarse los tablones entre sí. Muchos se habían desplomado. Los fragmentos de madera yacían desparramados por todas partes, desgastados, carcomidos por los insectos, mientras en lo alto sobresalían los extremos de las vigas de la faz de las colinas.
Avanzaban sobre unas vías apresuradamente tendidas, o sobre otras que los esperaban, una vez que les habían arrastrado la costra de herrumbre. A veces, al llegar a la pared de un acantilado, veían la cicatriz del antiguo firme, a kilómetros de allí, y delante de ellos un túnel, tosco pero lo bastante amplio para que pasaran. En el transcurso de los años, el Consejo había ido enviando batallones de excavadores para que fueran abriendo túneles, por si algún día podían necesitarlos.
Tres días después de su llegada hubo mercado. Los trancos llegaron corriendo a su rígida y dimensionalmente irrespetuosa manera, atravesando unos campos de hierba que no se movían como hubiese debido a su paso. Depositaron frente a los mercaderes del Consejo sus arcanos bienes: un coágulo de pelos, flemas y piedras preciosas, un bezoar escupido por la tierra.
—Eso contiene brujería de todo tipo —murmuró un consejero cerca de Cutter. El Consejo de Hierro sabía mucho de magia alienígena.
—Si puedes encontrarnos, puedes comerciar con nosotros. —Grano, información, carne y conocimientos de ingeniería. Por encima de todo, el Consejo de Hierro negociaba con los conocimientos de sus expertos, que vendía a mercaderes de Los Hermanos, de Vadaunk, de tribus nómadas.
Aquella vía no tenía igual. No había nada parecido. Cutter estaba agitado. No podía recordar una época de su vida en la que no hubiese sabido de la existencia del Consejo. De niño era una historia extraña, de joven una aventura, y cuando llegó a la política como un hombre, se transformó en una especie de posibilidad. Y ahora se encontraba allí, y aunque nunca hubiese podido expresar su desencanto, lo cierto es que lo sentía.
No era capaz de cartografiar la sensación de alteridad que lo embargaba. Furiosamente y en silencio se decía que no había mucho en aquella vida que no hubiese visto antes, y sin embargo, cada momento que aquellos a los que observaba pasaban cultivando la tierra, cuidando de los animales, escribiendo, debatiendo, ayudando a los niños y haciendo un millar de cosas que él llevaba toda la vida viendo, le parecían cosas nuevas. No podía entender como era posible que el hombre que estaba lijando y volviendo a pintar el tren estuviera haciendo algo que él ya había visto.
Salvo para los que estaban acostumbrados a comerciar lejos de las vías, el dinero no existía. Por alguna razón, eso lo molestaba. Nunca había entendido el afán de los insurrectos por imitar a los viejos feudos de los páramos, donde los trabajadores nunca veían una moneda, sino que tenían que aceptar lo que el caudillo local tuviera a bien entregarles. Esta economía no numeraria lo irritaba, pues la consideraba una afectación. Daba igual que no fuera por dinero: pintar era subir y bajar la brocha, con dinero o sin él.
Tardó varios días en comprender que se equivocaba. Había una gran diferencia. El acto de pintar era diferente, así como el de labrar la tierra, afilar los cuchillos o cuidar los libros.
Esta es gente nueva
, pensó.
No son como yo
. Aquello lo consternó terriblemente.
Durante todo un día espantoso, casi despreció lo que veían sus ojos. Lo detestó por mantenerlo al margen. Por no ser lo bastante extraño y por ser tan extraño a la vez. Y entonces se dio cuenta de que la culpa no era del Consejo, era —pues claro, pues claro— suya.
Yo no estaba aquí cuando se creo esto. No lo hice yo, como los viejos; no nací en ello, como los jóvenes. No he hecho este lugar, así que él no me ha hecho a mí.
—Fue muy largo el viaje hasta aquí. —Los viajeros, Ann-Hari y otros miembros del comité de recepción habían pasado una velada en el comedor. A Judah le regalaron una canción de peones, interpretada a ritmo de martillazos, la historia del viaje hacia el oeste del Consejo de Hierro, grabada a retazos en el antiguado voxiterador—. Canciones para el hombre de los gólems.
—Os contaré algunas historias auténticas sobre el Consejo de Hierro —dijo un hombre al terminar la comida—. No es que las otras sean mentiras, pero siempre omiten algunas cosas. Debéis conocerlo todo. —Se había hecho tarde y hacía frío, y la audiencia le escuchaba mientras picoteaba del pan negro que había quedado—. Fue muy largo el viaje hasta aquí —dijo, y les habló de la mancha cacotópica, aunque sin ofrecer detalles—. Nos quedamos sin luz —fue lo único que dijo—. Casi un mes entero, cerca de las tierras de la locura.
Les habló de más de dos años enviando exploradores a tierras desconocidas y sin cartografiar, hombres que se perderían, o morirían, muchos de ellos, buscando rutas a ciegas, aprendiendo técnicas nuevas. El Consejo siguió avanzando, tropezando con guerras ajenas. Sin pretenderlo llevó su tren hasta la frontera entre las fuerzas de dos facciones de criaturas del bosque, que los atacaron con dardos y piedras; unos hombres-bestia los acusaron de invadir sus tierras. El tren renegado recibió representantes de países casi legendarios: el reino mercenario, Vadaunk; la acuópolis, Gharcheltist. Los consejeros aprendieron nuevas lenguas, nuevas costumbres y nuevas formas de negociar con brutal y urgente eficiencia.
—La tierra se abrió después del cacotopos.
Pobres y desconcertados crobuzonianos. Sentían, comprendió Cutter, una especie de lástima por sus yoes jóvenes, obligados a vagabundear penosamente por lugares que no podían comprender. Su pasado les inspiraba un sentimiento de vergüenza. Pero en aquel momento pasado no hicieron otra cosa que pestañear y seguir caminando, remachando, disculpándose al comprender que habían irrumpido en alguna tierra ajena. Hubo sacrificios: precios severos, onerosos, que había que pagar al cruzar inadvertidamente las fronteras de algún pequeño despotado o al topar con algún monarca o con alguna criatura semidivina.
—Una vez entramos en un bosque, y apareció un caballo de magma que se llevó todo nuestro carbón. ¿Os acordáis? ¿Os acordáis de aquella vez que una criatura que dejaba un rastro de pisadas de vidrio se llevó a varios niños?
Una tierra que castigaba a los forasteros. Sufrieron los ataques de los animales, la crudeza del frío y el calor. Pasaron hambre, perdieron amigos en epidemias, murieron de sed cuando se extraviaron los vagones cisterna. No les quedó más remedio que aprender, mientras seguían tendiendo su prófuga vía.
Y también habían peleado los unos contra los otros, cuando habían tenido que hacerlo, y contra tribus que no estaban dispuestas a aceptar ofrendas por dejarlos cruzar sus tierras. Hubo una época, que los consejeros, avergonzados, describieron brevemente —la Idiocia, la llamaron— en que el tren vivió una guerra civil, por la estrategia a seguir, por la manera de continuar. Los generales del furgón de cola y los de la locomotora delantera se habían atacado con granadas sobre los largos metros de tren que los separaban; una semana de acciones de guerrilla en los tejados de los vagones y masacres en los pasillos.
—Fue un duro invierno. Teníamos hambre. Fue una estupidez. —Nadie podía levantar la mirada cuando se contaba aquella historia.