El consejo de hierro (49 page)

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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

BOOK: El consejo de hierro
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No fue tras él a hurtadillas, como un cazador, sino que se limitó a caminar a pocos pasos de distancia. Trató de pisar con la suavidad suficiente para que sus pasos no fueran más que un eco de los del mendigo. No había nadie más en las calles. Caminaban entre una valla de madera y hierro y una pared de húmedos ladrillos, que se levantaba varios metros por encima de sus cabezas. Espiral Jacobs daba saltitos, caminaba sin dejar de cantar una canción en una lengua extranjera, retrocedía unos pasos, y pasaba los dedos, que asomaban por los bordes irregulares de los mitones, sobre el hierro corrugado, acariciando el óxido, mientras Ori lo seguía, tan respetuoso y observante como un discípulo.

Con un pedazo de tiza, Espiral Jacobs dibujó la forma a la que le debía el nombre, susurrando por lo bajo, y el resultado fue de una asombrosa perfección, un símbolo matemático. Y luego hubo otras curvas, volutas más pequeñas que parecían brotar de la parte más expuesta de su piel, y Jacobs pasó la manos sobre ellas y siguió su camino. Empezó a llover cuando Ori llegó a la marca dejada por Jacobs. El agua no la diluía.

Pasaron el destartalado arco de ladrillo de la estación Salpetra y continuaron hacia Tábano, hasta llegar a un lugar en el que las farolas seguían funcionando, en el que la temblorosa luz mugrienta seguía tiñendo las paredes y puertas, transformándolas en formas grotescas. El viejo dibujaba sus símbolos. Lo hizo sobre una ventana, donde el residuo del material que estaba utilizando, fuera el que fuese, atrapó las luces. Un surco de calle se cerró sobre Ori y lo catapultó a través de un arco de ladrillo hacia su insensato gurú, hacia una franja más amplia de luz pálida en la que el gas era reemplazado por las luces elictro-barométricas de colores fríos y espeluznantes, rojos y dorados convertidos en hielo en el interior de los globos de vidrio.

Ya no estaban solos. El sonido de unos violines. Las puertas de los garitos escupían hombres acaudalados con putas de los barrios bajos, que caminaban distraídos junto a maleantes que los miraban y acariciaban las armas mal escondidas que llevaban. Hacia una torre de la milicia, bajo el rugido de las vías elevadas por las que pasaba un tren en ese momento. Abarrotados bajo lentos gusanos de cristal iluminado que deletreaban nombres y servicios, animaciones sencillas: una dama de labios rojos pintada de luz, reemplazada de repente por otra que tenía un vaso levantado, y vuelta a aparecer en un juego de luces, recurrente y autista. En las esquinas, narcóticos, ofrecidos por jóvenes macerados, los milicianos en agresivos aquelarres, cuyos espejos devolvían la luz al otro lado del río. Furia, borrachos y peleas estúpidas, y también otras serias.

Hacia el norte, por el puente Nabob, cada vez más cerca de Piel del Río. Al llegar junto a Tábano pasaron por una serie de parcelas, abiertas y esparcidas, y Ori asistió a los últimos golpes de una paliza, y entonces vio a un grupo de calamitas que se les acercaban con sus trajes, pulcros y aciagos, pero en lugar de molestarlos se burlaron de un grupo de estudiantes que pasaron riendo, persiguiendo motas de luz taumatúrgica que volaban como mariposas embriagadas. Y unos silbidos, y entonces vio el brasero encendido de un piquete en el exterior de una planta química, cuyos huelguistas estaban rodeados por simpatizantes armados con bastones y horcas para protegerlos de los calamitas, que les lanzaron miradas hostiles pero atendieron a la prudencia y siguieron su camino.

Un niño cacto cubierto de cicatrices, mendigando a tan altas horas de la noche, mientras su mono bailaba, la cabeza del niño acariciada con amigable condescendencia por el gran cacto que dirigía un grupo de cactos, debían de ser del Crisol Militante, sin armas a la vista (los milicianos estaban lo bastante cerca como para verlos), pero haciéndose notar en las calles nocturnas y decadentes, saludando en silencio, con una especie de cautelosa camaradería, a un cacto, que respondió en jerga manual y desapareció en una fría y vieja callejuela al mismo tiempo que pasaba corriendo una aterrorizada patrulla de la milicia y había disparos al final de la calle, donde se acurrucaban los drogadictos y un draco aterrizaba con un grito y volvía a alzar el vuelo.

Pasaban hombres y mujeres. Olía a alcohol y a humo, a residuo de drogas, y se oían chillidos y graznidos que parecían de pájaro.

Espiral Jacobs caminó entre todo aquello, escudado por su locura. Se detuvo, dibujó sus formas, siguió caminando, se detuvo, dibujó, caminó, siempre hacia la dentada y centenaria forma del puente Nabob y tras dejarla rápidamente atrás, por Kinken, donde la mitad rica de las khepri, arribistas de dinero viejo, preservaban sus sueños culturales en la plaza de las Estatuas, formas míticas y kitsch moldeadas en esputo de insecto. El aire sabía a los espectros de las conversaciones entabladas por las khepri con sus emanaciones químicas.

Espiral Jacobs siguió caminando por las calles estrechas de la Ciudad Vieja, la parte más antigua de Nueva Crobuzón, una «V» trazada sobre el lodo de los ríos y ahora dotada de dimensiones metropolitanas. Arrastrando los pies, canturreando y dibujando sus espirales en las oscuras paredes de ladrillo, continuó hasta llegar a Sheck, una zona de tenderos y comerciantes, el feudo del Nuevo Cálamo, donde Ori extremó el cuidado. No vio a los soldados de a pie del Cálamo, con sus sombreros de hongo, sino a los hombres nerviosos y barrigones de los comités de defensa, embargados de agónico orgullo por su propia valentía. Atravesaron el borde exterior de Hogar del Esputo, poblado de prostitutas, seguidos por las miradas de los transeúntes. Espiral Jacobs dibujaba sus formas. A un lado se encontraba la ventana de un burdel que prometía extravagantes desahogos: al otro, un cartel enmohecido, un grupo radical que trataba de reclutar a aquellas mujeres que se dedicaban a lo que, recatadamente, definía como «profesiones poco ortodoxas».

El Cuervo, el corazón comercial de Nueva Crobuzón, no estaba lleno. A esas horas solo había unos pocos en las calles. Espiral Jacobs, seguido por Ori, pasó por las galerías, túneles que atravesaban edificios, ni abiertos ni cerrados. Había formas curvilíneas, espirales de hierro que el viejo acarició con aprecio, frente a los escaparates abarrotados de baratijas para los burgueses.

Y entonces Ori se detuvo y dejó que Espiral continuara hacia la sombra cuajada de luces del corazón de Nueva Crobuzón: un castillo, una fábrica, una ciudad de torres; un dios, según algunos, engendrado por un loco proyecto de teogénesis. No era un edificio, sino una montaña levantada con los mismos materiales que los edificios, una mestiza mezcolanza de estilos unificados con ilícita inteligencia. Las cinco líneas férreas de la ciudad brotaban de sus bocas, o quizá se congregaban allí, pues tal vez su movimiento fuera convergente y se uniesen trazando espirales, como las colas de un rey de las ratas y anudándose formasen el edificio que las albergaba, la estación de la Calle Perdido. Un ganglio de vías férreas.

Espiral Jacobs pasó bajo el arco que la unía a la Espiga central de la milicia, en dirección a su refugio, al templo de ladrillo, hormigón, madera, hierro, tan grande y tan cargado de energía como para alterar el clima encima a su alrededor, para alterar la misma noche.

Ori vio marchar al anciano. A la estación de la Calle Perdido no le importaba que la ciudad estuviera levantándose. Que nada fuera como antes. Ori se dio la vuelta y, por primera vez desde hacía horas, se le aclararon los oídos y escuchó los gritos de guerra, el rugido de las llamas.

22

«Manos a la obra», decía la nota. «Es la hora». Clavada a la puerta de Ori.

Hombro Viejo y Toro eran los únicos que no estaban allí. Baron les expuso el plan.

—Cerca de una semana —dijo—. Eso es lo que tenemos. La información me la ha proporcionado Bertold. Tenemos que tener mucho cuidado. Esta —un cuadrado de tiza— es la habitación superior. Aquí es donde estarán.

»Recordad. No esperan ataques pero los clípeos son duros. Cada uno de vosotros recibirá instrucciones expresas. ¿Entendido? Debéis recordar cómo entrar, lo que tenéis que hacer y cómo salir. Y, escuchadme bien, no debéis alterar el plan, al margen de lo que veáis. Haced lo que se os ha ordenado y dejad que los demás hagan lo que se les ha ordenado.

¿
Seremos una célula
?, pensó Ori. ¿
Habrá otros de los que no sabemos nada
? Sus compañeros se agitaban.

Baron siguió delineando el plan, repitiendo sus instrucciones hasta que se convirtieron en un mantra. La cadencia de sus palabras nunca se alteraba; era como un cilindro de cera grabada.

Tenían armas nuevas. Repetidoras, trabucos, escupefuegos. Ori observó a sus camaradas mientras las limpiaban y engrasaban. Se fijo en qué manos temblaban. En cuáles no.

Baron les enseñó a tomar puntos, a asegurar áreas, con la instrumental eficacia de la milicia. Cada uno de ellos repetía lo que debía hacer como si estuvieran ensayando una obra de teatro.
Paso arriba, giro, paso, paso, levantar, asegurar, dos tres, digamos dos agentes, dos tres, paso, girar, asentir
. Ori recitaba mentalmente su estrategia. ¿
Cómo vamos a hacerlo
?

—Contamos con el factor sorpresa —dijo Baron—. Ese instante, ese momento, es lo que nos permitirá entrar. Pero tengo que decirte una cosa, Ori. —Se inclinó hacia él exhibiendo tanta alegría como un condenado en el cadalso—. No todos saldremos. Algunos de nosotros moriremos allí. —No parecía asustado. Le daba igual si no salía.

Lo percibes, ¿no es así
?, pensó Ori. Su liberación. Ori estaba estirándose, como si creciera al otro extremo de un tallo que podía romperse en cualquier momento. Todavía estaba en aquella noche con Espiral Jacobs, su despedida del viejo, cuando había caminado sin que nadie lo molestara por una ciudad convertida en una cosa psicótica, turbia, rota. Que seguía con él.

No había ninguna urgencia en su interior. No era un sentimiento desapacible. Simplemente, Ori estaba liberándose. Las cosas lo afectaban desde lejos. Las incertidumbres que crecían en su interior lo hacían también desde lejos.

Reinaba una atmósfera agitada. En las calles acaloradas pasaban corriendo los pregoneros y los vendedores de periódicos, lejos de su territorio habitual, anunciando a voces sus titulares: «Asamblea convocada en la Perrera», gritaba. «Demandas presentadas al Parlamento». «Bandas xenianas». «Secesionistas del Caucus». Los toroanos esperaban en la casa que le habían comprado a sus víctimas. Ignoraban a los vendedores de noticias, la ansiedad de las calles. Empezaron a esparcir su mugre, a vivir en una especie de agresiva inmundicia. Se colgaron los puños metálicos de los cinturones; afilaron sus cuernos.

Los magistrados, hasta los dogos de mayor categoría, eran ciudadanos, se subrayaba siempre, ciudadanos como los demás. Trabajaban enmascarados por el bien de la justicia, por el anonimato de la justicia. Cualquier casa, en cualquier parte de la ciudad, podía albergar a un siervo de la justicia. La casa de la colina de la Bandera era elegante, pero no se diferenciaba de las demás.

En un ejercicio de incongruencia, al fin, una noche, entre el ruido de los disparos procedentes del sur —un sonido al que Nueva Crobuzón había acabado por acostumbrarse y que ya no provocaba la llegada de los dirigibles de la milicia, sino que formaba parte del paisaje de la noche— empezaron a llegar visitas. Los cocineros, las doncellas y los criados se marcharon con la noche libre. No conocían el trabajo de su señor y no sabían quién venía a visitarlo. Llegaron petimetres y dandis de los barrios altos, vestidos como para una fiesta de gala.

Probablemente el personal crea que su señor es un pervertido
, pensó Ori.
Pensaran que se entrega a algún vicio, pecadillo o droga
. Los invitados eran milicianos. Clípeos. Preparando la llegada del Alcalde.

Uliam se puso un casco. Se abrochó las correas y suspiró. Se colocó los espejos delante de los ojos.

—Nunca pensé que volvería a ponerme esto —dijo.

—No lo tengo claro —decía Enoch a Ori una y otra vez—. No tengo claro lo que tengo que hacer para salir.

—Ya lo sabes, Noch. Por la ventana del fregadero y luego por el jardín. —
Nunca saldrás de allí
.

—Sí, sí, lo… lo sé. Lo que pasa es que… Seguro que todo sale bien.

Nunca saldrás de allí.

—Cuando llegue el momento de salir, lo sabrás, Ori —había dicho Baron, y Ori estaba esperando. Se apoyó en el yeso agrietado, y colocó la cabeza sobre las finas costillas de madera.
Paso paso asegurar apuntar apuntar disparar
.

—¿Comprendes lo que tienes que hacer, Ori? —le había dicho Baron—. ¿Lo que se te pide?

¿
Por qué este… este honor
?, se preguntaba Ori. ¿Por qué se le había colocado a él en el centro de la misión? Era —después de Baron— el mejor tirador; y aunque no esperaba sobrevivir, no había escapado. Puede que lo hubiese decidido Toro.
Ninguno de nosotros va a sobrevivir
, pensó.
Pero a pesar de ello, volvería a hacerlo mil veces
. Se sentía anclado.

—Ya sabes dónde estaré yo y dónde estará Hombro. Necesitamos a alguien arriba, Ori.

Ori está en su lugar
, pensó.
Ori, toma posición
.

Sentía el peso de la ciudad debajo de sí, como si llevara a Nueva Crobuzón colgada. Cerró los ojos, imaginó que sentía cosas excavando las paredes de la casa, atravesando su piel. Repasó todo lo que había hecho a lo largo de su vida. Sonó una campanada. Un draco gritó en el cielo. En la Perrera, sus amigos seguían luchando.

Oyó que Hombro Viejo llegaba y bajaba. No apartó la cabeza del muro. Oyó el ruido de sus pisadas, el sorprendentemente delicado paso de sus almohadillas de elefante. Poco después, sintió el hormigueo de la realidad; hubo un desgarro. No se volvió.

—Buenas noches, jefe —dijo. Toro había llegado.

Entre las dos y las tres de la madrugada, bajo un cielo tan negro como la tinta de calamar, con las estrellas y la luna ocultas detrás de las nubes, todo empezó.

Toro se estremeció y dijo:

—El embrujo de la casa ha caído.

Sulion, su contacto traidor, había dejado una llave en una cerradura, había dado la vuelta a un poderoso amuleto de protección, lo habría frotado con sal embrujada y había cortado unos cables. Era lo único que necesitaban.

En los comentarios mascullados por Toro, y en los cambios de los cuernos, que se agitaban como antenas entre las ondas de la taumaturgia, Ori siguió la pista a los acontecimientos.

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