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Authors: Kate Jacobs

Tags: #Drama

El club de los viernes se reúne de nuevo (43 page)

BOOK: El club de los viernes se reúne de nuevo
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—¡Ya lo creo que sí! Y te llamo porque se me ha ocurrido un plan.

—A propósito, te has olvidado de volver a conectar a Catherine —susurró Peri, de pie en el salón de Darwin.

—Ah, sí —dijo K.C., que pulsó un botón para ponerlas a todas en comunicación—. Bueno, ¿qué os parece si el año que viene nos vamos de vacaciones en grupo?

—¿Contigo? —quiso saber Lucie—. ¿O para alejarnos de ti? Estoy agotada.

—Lo siento, Lucie —dijo Darwin—. K.C. es una fuerza de la naturaleza, y...

—¿Cómo? ¿Tú también estás ahí?

—¡Sorpresa! Es una reunión del club que os hace llegar la tecnología —explicó K.C.—. Veamos, ¿quién sabe el número de la habitación de Anita?

—¡No! —exclamaron Peri, Lucie, Catherine y Darwin al unísono.

A diferencia del resto, sólo Catherine sabía que, si bien Anita se hacía la valiente, todavía estaba aceptando el hecho de que por fin iba a abandonar lo de Sarah. Catherine pensó que, aunque lo más probable era que el insomnio la mantuviera despierta y estuviese trabajando en su abrigo de novia, lo último que necesitaba Anita era que la molestaran.

—Bueno, ¿y Dakota, entonces? —insistió K.C.

—Tampoco vas a despertarla —replicó Lucie—. Aunque por lo que oigo, me temo que ya es demasiado tarde. Está dando traspiés en el salón.

Quejándose entre dientes, Lucie se puso una bata y abrió la puerta del dormitorio para que Dakota supiera que había descolgado el teléfono de la habitación. Con la esperanza de poder forzar la suerte y no molestar a Ginger, no encendió la luz.

—¡Oh, Dios mío! —gritó al teléfono.

—¿Qué pasa? —exclamaron cuatro voces como respuesta—. ¿Estás bien? ¿Qué ocurre?

—¡Hay un hombre en mi salón! —chilló.

—¡Mierda! ¿Y ahora qué?

Lucie reconoció la voz al instante. Llevaba oyéndola con frecuencia durante el verano.

Era Roberto.

Capítulo 30

¿Estaba o no estaba...? Esta era la pregunta que se hacía todo el mundo. La llamada telefónica finalizó a toda prisa, para disgusto de K.C., que tenía muchas, muchas ganas de permanecer a la escucha.

Sin embargo, no parecía haber respuesta, y Catherine no podía sino admirar a Dakota por ello. Salió de su habitación en camisón y con el par de zapatos de tacón que se puso para ir a la ópera, pues ni siquiera había tenido tiempo de buscar una bata. Salió corriendo sin saber si iba a reprender a Dakota o a protegerla. Lo único de lo que estaba segura era de que Georgia esperaría que se hiciera cargo de la situación.

Cuando llegó a la
suite
de Lucie al cabo de unos minutos, Dakota estaba sentada en el sofá con Roberto, y Lucie caminaba de un lado a otro de la habitación. Se notaba que estaba afectada.

—¿Qué pensaría tu padre? —masculló Lucie—. Está en este mismo pasillo. Y fue todo un reto conseguir que accediera a que vinieses.

—Eso es problema mío —repuso Dakota con total naturalidad—. Tú no eres responsable de lo que haga durante mi tiempo libre. Si saliera y atracase un banco, nadie te arrestaría. Porque sería cosa mía. Y esto también lo es.

Dakota se disculpó por haber asustado a Lucie. Dijo que comprendía que no era apropiado haber traído a Roberto sin permiso porque, técnicamente, ella trabajaba para Lucie y la habitación no era suya.

—Pero, por lo que respecta a otros detalles —prosiguió—, voy a hablaros con franqueza a las dos: no es asunto vuestro y no voy a entrar en ello.

La conversación se alargó hasta el amanecer pero no condujo a ninguna parte, y Dakota se mantuvo firme en su negativa a soltar prenda.

—Os estáis pasando de la raya —advirtió la adolescente a Lucie y Catherine después de horas de darle vueltas al asunto. Su tono de voz no era brusco ni sarcástico, sino desapasionado y seguro—. La verdad es que no soy la mascota del club. Mi vida no es un proyecto de grupo. Y el tema está zanjado.

Catherine se había preguntado cuándo sabría que Dakota se estaba convirtiendo en una persona adulta de verdad. No se trataba de si había tenido relaciones sexuales o no, por supuesto. Hay muchos chicos inmaduros y no preparados que experimentan cada día. Fue cuando cambió el concepto de cómo se veía a sí misma. Aquello no eran las quejas de una adolescente diciendo que tenía su propia vida y no quería que nadie se inmiscuyera, sino la segura y tranquila convicción de que parte de su vida era pública y la mayor parte privada, que sólo compartiría según su criterio.

Sin duda, tenía que aprender más de la vida en general. Sin embargo, Catherine no podía criticarla por eso, cuando ella misma, con cuarenta y pocos años, acababa de entender qué era lo que la hacía sentir mejor. Y era cuando se sentía completamente dueña de sí misma.

Había pasado una velada estupenda con Marco; asistieron a una representación de
Las bodas de Fígaro
y terminaron tomando unas copas en la terraza.

—Bueno, ahora ya sabes dónde me escondo —le dijo ella, riendo—. Llevo casi todo el verano evitándote.

—¿Por qué? No soy peligroso, ni mucho menos.

—No lo sé —contestó, tras lo cual lo miró a los ojos—. Bueno, sí que lo sé. No he tenido muy buena suerte con los idilios. No últimamente. Ni nunca.

—Apenas hemos tenido tiempo de conocernos —repuso Marco—. No sabemos cómo sería tener un idilio. Y no es porque no me haya pasado el verano conduciendo hasta Roma tratando de encontrarte.

—¿Qué piensas del hecho de que esté divorciada? —le preguntó de pronto.

—Que tu esposo debía de ser estúpido. O cruel.

Catherine bajó la mirada.

—Ahora ya sabemos cuál de las dos cosas era —afirmó Marco en voz baja.

—Tu esposa... Debes de echarla de menos.

—Todos los días. Me dijo que si alguna vez le ocurría algo, lo mejor sería que me hiciera monje. —Se echó a reír con ganas y vio la expresión consternada de Catherine—. No te preocupes —añadió—. Paso mucho tiempo hablando con ella mentalmente. No lo decía en serio.

—¿A qué te refieres? —preguntó Catherine.

—Finjo hablar con ella en mi cabeza —contestó Marco—. Trato de imaginar cómo resolvería ella los problemas, o qué diría. Lo siento, esto no debe de resultarte muy interesante.

—No —repuso Catherine—. No, ésta es la conversación más sincera que he tenido desde hace mucho, mucho tiempo.

Catherine le habló de Georgia, de las cenas con James, de que sus padres murieron en un accidente de tráfico años atrás y de cómo le había costado mucho tiempo aceptar su vida tal como era.

—Ahora no puedo estropear las cosas, ¿entiendes? —le dijo.

Él asintió con la cabeza, y a continuación se ofreció cortésmente a celebrar una fiesta de fin de rodaje en el Viñedo Cara Mia para los miembros del reparto y del equipo. Claro, había que desplazarse hasta el campo, pero prometió que sería algo realmente especial, y añadió que iba a llamar a Lucie para hacer extensiva la invitación. Todo el mundo que conociera a Isabella estaría muy interesado, y además también haría quedar muy bien a Lucie.

—Eres un hombre muy bueno —le dijo Catherine, y Marco se río.

—Conozco ese dicho norteamericano —repuso—. Los hombres buenos son los primeros en morir.

—Algo parecido —admitió Catherine—. No me refiero a eso exactamente. Lo que quiero decir es que no eres la clase de hombre que suelo tratar.

—Las personas no pertenecen a ninguna clase —replico Marco—. Las personas son personas. Únicas. Tú y yo, Catherine, somos personas que comprendemos lo que es una pérdida. Pero podemos perdernos en esa comprensión. Quizá ya sea hora de que nos centremos más en el beneficio que podemos obtener.

Isabella se presentó en cuanto la avisaron de la llegada de los vestidos y llevó consigo al fotógrafo y al editor de modas de
Vogue
Italia. Por regla general se les hubieran enviado los vestidos, por supuesto. Pero Catherine se negó rotundamente a separarse de ellos y dejó claro que si Isabella quería ponérselos, tendría que acudir al rodaje. Así como James, Dakota y Anita. Era un gran momento para todos ellos y para Georgia. Parecía adecuado que compartieran su triunfo todos juntos.

—Nuestra amiga Peri Gayle te ha enviado un regalo —anunció Catherine a Isabella, colmándola de bolsos de punto para gran deleite de la cantante.

Catherine había contratado a dos modelos para mostrarle los vestidos a Isabella. La primera de ellas tenía una figura andrógina y muy poco pecho, así que Catherine le asignó a Fénix, que había sido confeccionado para resaltar tanto sus curvas como su generoso busto.

—Ay, no, no es eso lo que busco —rechazó Isabella, y Catherine se sintió como si no estuviera siendo justa con Georgia, aunque sabía lo que ocurriría a continuación.

—Bueno, el otro es mi preferido —explicó a Isabella—. Casi estoy por no enseñártelo.

—He venido hasta aquí —exigió Isabella, que había tomado un taxi para atravesar la ciudad.

Catherine exhaló un profundo suspiro fingido.

—De acuerdo —dijo—. Se llama Flor, y es el último vestido que hizo la diseñadora.

—No creo que debas mostrárselo, querida —terció Anita, quien, por instinto, se dio cuenta de lo que pretendía su amiga.

—Una promesa es una promesa —respondió Catherine con gran solemnidad—. Se lo debemos a Isabella.

Avisó a Lucie para que hiciera salir a la modelo —quien era idéntica a Isabella, naturalmente— con el vestido prendido con alfileres en ciertos puntos para que se adaptara perfectamente a su cuerpo. El contraste entre el tono rosado del vestido y la piel olivácea de la modelo resultaba asombroso; la abertura de la falda emparejada con el cuello mandarín proporcionaba un aspecto agradable y vagamente exótico.

—Éste, quiero éste —declaró Isabella, y se puso de pie—. ¡Sí, está decidido! —y con estas palabras comenzó a hurgar en la caja gigantesca de bolsos de punto y fieltrados de Peri, dejando escapar grititos de deleite de vez en cuando.

—Dime —se dirigió a Catherine sin desviar la mirada de la caja—, ¿en Estados Unidos la gente tiene tejedores personales? Ya sabes, como un asistente personal. Una persona que te confeccione toda la alta costura en punto.

—Si no los tienen —repuso Catherine en tono susurrante—, estoy segura de que ahora los tendrán.

Isabella sacó una mochila descomunal con unas tiras anchas y esbozó una sonrisa perversa.

—¿Estáis pensando lo mismo que yo? —preguntó a todos los presentes.

—Por supuesto —contestó Lucie, ya acostumbrada a seguirle la corriente a Isabella, y pensando que no había necesidad de cambiar ahora que ya estaban a punto de terminar.

—Yo también —dijo Isabella—. Este vestido y esta bolsa van a cambiar mi imagen. Con el vestido soy la inocente que despierta. Con la bolsa seré la colegiala traviesa.

—¿Qué? —inquirió Dakota.

—Mira estas tiras —explicó Isabella al tiempo que se colocaba la mochila sobre la camiseta—. Cubren perfectamente. Como un bikini de tiras. Voy a posar en
topless
llevando sólo la mochila.

—¡Fabuloso! —gritó el fotógrafo—. Me encanta.

—No creo que fuera eso lo que Peri tenía pensado —comentó James.

—Por supuesto, una buena mujer de negocios sabe que toda publicidad es buena —intervino Dakota. ¿Cuánto le debía a Peri por cuidar de la tienda aquel verano? ¿O durante los últimos cinco años? Era tanto que difícilmente podría corresponderle. Sin embargo, dar un empujoncito para estimular la ingeniosa iniciativa de Peri era lo mínimo que podía hacer—.
Vogue
Italia consigue todo lo que quiere. Bien, el nombre de la diseñadora es Peri; se deletrea: P, E, R, I...

Estaba decidido. Isabella iba a adornar la portada ataviada con el vestido rosado de Georgia, y el desplegable del interior incluiría varias fotografías provocativas de Isabella ocultando su cuerpo tras los bolsos de Peri, algunos de los cuales eran realmente diminutos.

Había llegado el momento de Georgia. Había llegado el momento de Peri.

Y el vestido Fénix sería de Catherine para siempre jamás.

Lucie había visto a Isabella con mucha frecuencia a lo largo de las semanas de rodaje del vídeo de rock más ridículamente complicado del mundo, y durante la sesión de fotos para
Vogue,
a la cual acompañó a Catherine, la vio aún más. Y mientras le parecía perfectamente apropiado para Isabella, supo que no querría que Ginger viera esas fotos. Y a Ginger le encantaban todas aquellas cantantes de pop con aspecto de niñas que andaban brincando por ahí con esas camisetas que dejaban la barriga al aire.

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