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Authors: Kate Jacobs

Tags: #Drama

El club de los viernes se reúne de nuevo (40 page)

BOOK: El club de los viernes se reúne de nuevo
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—Hoy es el día —le recordó a Marty, sentada en el borde de la cama, ya vestida, y sacudiéndolo con suavidad para despertarlo—. Deberíamos procurar estar preparados con tiempo suficiente.

Eran las cinco de la madrugada.

Aquella noche, Anita no había podido dormir y no hizo más que dar vueltas en la cama imaginando el aspecto que tendría su hermana.

Cabello plateado, como el suyo, ¿o se lo teñiría? ¿Y si no se alegraba de verles? Y si, y si, y si... Anita había pensado en todo.

Tras semanas de indagaciones todo se había reducido a pagar a un detective privado y a un joven estudiante que investigara documentos gubernamentales —incluidos certificados matrimoniales— para encontrar a todas las Sarah Schwartz que había en la ciudad. Y luego ampliaron la búsqueda a todo el país. Buscaron a mujeres con ese nombre, así como con el apellido Schwartzman, Schwartzmann y todas las variantes que se les ocurrieron, que aparecieran en los registros entre 1968 y la actualidad. Estaban en Italia, y no había muchas. No era lo mismo que si buscaran a un tal John Smith en la ciudad de Nueva York.

Así pues, esto era una ventaja. Habían ido a la sinagoga, por supuesto, un edificio majestuoso situado en la zona que fue la judería desde tiempos ancestrales y donde muchos de los comercios continuaban siendo especializados, aun cuando el nombre del barrio perteneciera a otra época y otro lugar.

Anita se unió al personal contratado ante el ordenador y con frecuencia examinaba en pantalla archivos que se habían subido a la red a lo largo de los años. También se calzó unos guantes de látex para proteger sus muy cuidadas manos y rebuscó entre los archivos en papel que languidecían en el interior de unas cajas.

Buscaron a las Sarah que se apellidaran Schwartz (y todas sus variaciones) en el presente y a las Sarah que hubiesen tenido dicho apellido en el pasado, antes de sus enlaces o cambios de apellido, por ejemplo. Luego, siguieron la lista sistemáticamente y viajaron fuera de Roma varias veces durante el verano en compañía de su detective privado para reunirse con Sarah. Sólo que, en cada una de esas ocasiones, cuando llamaban a una puerta y Anita contenía el aliento aguardando el instante en que por fin viera a la mujer que un día fuera su niña de las flores con un vestido de color verde menta, dicha mujer no era Sarah. Bueno, sí era Sarah, por supuesto, pero no la Sarah que estaban buscando.

Pero ahora sólo quedaba un nombre. Y, por un proceso de eliminación, estaba claro que tenía que ser esa persona.

Más avanzada la mañana subieron al automóvil Smart que utilizaban en sus investigaciones para emprender el corto recorrido hasta el barrio periférico de Saxa Rubra, no muy lejos de la ciudad. Anita, aunque nerviosa —estuvo apretando un pañuelo hasta que los nudillos se le pusieron blancos— reía y bromeaba como no había hecho antes durante toda la búsqueda.

—Lo sé —le dijo a Marty—. Tengo el presentimiento de que volveré a ver a Sarah.

En un café acogedor, el grupo repuso fuerzas con unas tazas de expreso antes de subir las escaleras de una pulcra vivienda suburbana de Saxa Rubra que tenía una hilera de flores blancas bajo las ventanas.

—Las ventanas están muy limpias —comentó Anita señalándoselas a Marty—. Sarah siempre fue obsesiva con la limpieza.

Llamaron a la puerta y esperaron. Volvieron a llamar.

—Buongiorno
—saludó la mujer, que parecía rondar los sesenta años y que los miraba con curiosidad—. ¿Puedo ayudarles? —preguntó en un inglés con acento, y algo en su ropa o en sus gestos les dijo que no era italiana—. ¿Se han perdido?

Anita no pudo evitarlo: las lágrimas brotaron de sus ojos, rodaron por sus mejillas y notó la humedad en el rostro antes de ser consciente siquiera de que estaba sollozando.

La mujer frunció el ceño y adoptó un semblante de preocupada amabilidad.

—¿Necesitan que llame a un médico? —le preguntó a Marty—. ¿Se encuentra bien? —Se volvió hacia el ayudante en la investigación—. Hay un hospital a unos diez minutos de distancia —le explicó—. Puede que su abuela necesite ayuda.

Anita, que mantuvo la compostura cuando falleció Stan, cuando perdió a Georgia, cuando Nathan le gritaba, cuando Dakota se enfurruñaba... finalmente la había perdido. Toda la amargura, el miedo, el arrepentimiento y la ira que se había tragado parecieron aflorar a la superficie a la vez, rebosando, y fue incapaz de seguir conteniéndolos más tiempo.

Anita sabía cómo iba a sentirse, pero luego resultó que no.

—Es tu hermana —terció Marty con voz resonante—. ¡Ha venido de Nueva York!

La mujer lo negó con la cabeza y cerró la puerta unos centímetros, como si pensara que debía ser cautelosa con aquel trío de desconocidos que estaban en el umbral de su casa. ¿Quién sabe lo que podía ocurrir en los tiempos que corrían? Incluso unos turistas norteamericanos de aspecto bobalicón podían ser timadores... o algo peor.

—Yo no tengo ninguna hermana.

La mujer lo afirmó mientras intentaba cerrar la puerta. A Marty, que alzó una mano como si quisiera sostener la puerta y evitar que la otra cerrara su última posibilidad, se le rompió el corazón cuando adivinó lo que Anita iba a decir.

—¡No es ella!

Fue lo único que Anita pudo articular antes de perder la compostura del todo y sentarse en los peldaños. Marty se sentó a su lado y la rodeó con el brazo mientras ella lloraba y la pobre y confusa Sarah Schwartz —se llamaba igual, pero provenía de una familia totalmente distinta— observaba a aquellos extraños norteamericanos desde la seguridad de la ventana del salón de su casa.

«No hay ninguna necesidad de llegar tarde», se dijo Anita. Había llorado en el coche, en la bañera, en la cama, había llorado durante la cena y otra vez durante el desayuno. Observó que Marty estaba alarmado. Bueno, había decepción, le dijo ella. Y también un enorme desánimo.

Anita no se había dado cuenta de hasta qué punto su confianza la engañó para que pensara que bastaría con dar los pasos adecuados —como si resolviera un problema de matemáticas— y que, una vez realizado el trabajo duro, lo que recibiría a continuación sería el regalo de encontrar a Sarah.

No obstante, Catherine iba a pasar por allí para echar un vistazo a los progresos que había hecho con el abrigo de novia que estaba tejiendo (Anita tenía que admitir que no había adelantado mucho) y luego se irían las dos de compras por Via Véneto. Se aplicó unas capas adicionales de polvos de tocador y de colorete para intentar cubrir la hinchazón del rostro, pero lo único que consiguió fue parecer... vieja, en una palabra.

Mientras todos los demás estaban teniendo el verano de su vida, ella se sentía como si se estuviera desmoronando.

—Mira quién ha venido —dijo Marty asomándose al dormitorio. Tenía muchas ganas de volver a ver a Anita animada—. Es Catherine.

Tenían planeado ir a tantas tiendas de ropa como fuera necesario, una tras otra, en busca del vestido de dos piezas de color crema que Anita imaginaba bajo su abrigo de novia de punto. La prenda, que mostró a Catherine, se hallaba todavía en su fase inicial, y ésta no sabía lo suficiente sobre patrones como para comprender qué era lo que estaba mirando. De todos modos, la pieza frontal que Anita había hecho tenía un aspecto complejo, con un diseño que casi parecía una cuerda en relieve sobre el fondo liso. Los puntos eran tan pequeños y uniformes que aquel fragmento parecía hecho a máquina.

—Eres increíble —comentó Catherine, tras lo cual tomó a Anita de la mano y la hizo salir del hotel a la luz del sol.

Estuvieron un rato paseando en un silencio cómodo antes de que Catherine intentara sacar el tema de los últimos días; Marty ya la había puesto al corriente de los detalles.

—Pareces agotada —le dijo—. ¿Por qué no paramos a tomar un café?

—No necesito que me mimen, te lo aseguro —respondió Anita—. He sufrido un revés. Un revés enorme. Estas cosas ocurren, incluso a mí.

—Lo siento —se excusó Catherine, que la tomó del brazo—. No tenemos por qué hablar de ello.

—Bueno, si no lo hablo contigo, ¿con quién voy a hacerlo? —repuso Anita—. Marty ya me ha escuchado bastante.

No pudo evitar sentirse un poquito orgullosa de que Anita la considerara una confidente, como si la hubieran elegido la primera en la clase de gimnasia. Le gustaba ser la chica con la que alguien contara.

—Mi hermana era una ladrona —declaró Anita—. Ya está dicho. Yo la sorprendí, mi padre sufrió un ataque cardíaco cuando lo supo y ella huyó. Ésta es la historia. La cual dio pie a que estemos caminando por la calle cuarenta años después y que lo único que haya sabido de ella sea por una postal en blanco que llega hacia la fecha en que se marchó.

—¿Tu hermana era una ratera?

—No, era una ladrona. Robaba, no irrumpía en las casas de la gente. No era una delincuente, exactamente. Lo que pasa es que no era honesta.

Catherine no sabía qué decir. ¿Qué debía preguntar ahora? ¿Se había terminado la conversación? ¿O es que Anita quería que insistiera?

—¿Qué robó?

En realidad, ella había estado esperando el día en que pudiera someter sus propios asuntos al «Anitamómetro» y obtener una lectura de lo que debía hacer. Ser la confidente —y la consejera en potencia— de una mujer a la que siempre había admirado le producía una sensación bastante rara.

Vio que a Anita se le llenaban los ojos de lágrimas.

—Dignidad —respondió Anita—. Amor propio. Honor. Confianza. Robó mucha confianza.

—Entonces, ¿se acostó con Stan? —concluyó Catherine, asintiendo en señal de comprensión.

—¿Por qué contigo todo se reduce a los hombres? —dijo Anita mirándola con desaprobación—. Sarah era como una hermana pequeña para Stanley. Él no tenía la más mínima intención de engañarme y llevársela a la cama. ¡Por Dios, qué obsesa eres! El sexo no es lo único que causa problemas en la vida.

—Puede causar una barbaridad de problemas —replicó Catherine, que dejó de andar y se volvió a mirar a Anita a los ojos—. La única otra cosa por la que la gente se pelea de este modo es el dinero.

Anita suspiró.

—Sí, eso es cierto.

—¿Tu hermana Sarah robó dinero? ¿A quién? ¿A ti?

—A mis padres —contestó Anita—. Y no estoy hablando simplemente de sisar unas cuantas monedas de veinte centavos del monedero de mi madre. Era contable en el negocio de mi padre y falseó las cuentas.

Catherine se quedó anonadada. En sus tiempos ella también se había servido de muchos trucos, pero ¿desfalcar a sus padres?

—Sarah debía de ser una persona horrible —dijo—. ¿Por qué quieres encontrarla?

—No era una delincuente profesional —la rectificó Anita—. Era una joven que se sentía desesperada. ¿No lo ves? Yo era su hermana mayor y debí haberla ayudado.

En esta ocasión Catherine supo morderse la lengua y dejar que Anita se explicara.

—Sarah tenía poco más de veinte años. Era mucho más joven que yo. A finales de los sesenta yo tenía tres niños en edad de crecimiento y estaba muy atareada llevando una casa. Tenía un cajón lleno de guantes de cabritilla. La era de los alfileres circulares tardó en morir conmigo.

Catherine sonrió; podía imaginarse perfectamente a esa mujer elegante con guantes blancos y sombrero casquete.

—Pero mi hermana quería hacerlo y probarlo todo —continuó diciendo Anita—. En aquellos tiempos, hasta las cosas más anodinas nos parecían escandalosas.

Aguardaron a que el semáforo cambiara de color y Anita señaló a una adolescente de cabello rizado y oscuro que paseaba por la calle con sus amigos.

—Sarah tenía ese mismo aspecto —dijo—. Siempre sonriente.

—Hasta... —le apuntó Catherine.

—Hasta que llevó a casa a un chico que no gustó a mis padres. Ahí empezó todo.

—Entonces tenía yo razón, al fin y al cabo —comentó Catherine—. La cosa se reduce a los hombres.

—Todas las cosas acaban teniendo que ver con las relaciones —convino Anita—. Nos empuja el ansia de poder, o de atención, o de consuelo. Sarah salió con un montón de chicos, y algunos de ellos ni siquiera eran judíos, cosa que mis padres no podían tolerar. Y entonces, por lo visto, se decidió por un tipo que se llamaba Patrick, Paul o algo así, y empezaron a salir en serio. Yo no lo conocí, porque ella no tenía intención de presentarlo. Pero un día me lo contó: habían estado juntos.

—Tu hermana tuvo relaciones sexuales. Vale, muy bien. ¿Acaso no era adulta?

—Tenía veintidós años —repuso Anita—. Ya no era tan joven, pero tampoco tenía mucha experiencia. Siempre estuvo muy protegida.

—¿Y tú te escandalizaste?

—No, no me escandalicé. Pero sí me preocupé. No lo aprobaba. ¿Cuánto tiempo hacía que lo conocía, por ejemplo?

—Y le dijiste que tenía que romper con ese chico y ella no quiso.

—No exactamente. No habían utilizado protección, ella estaba preocupada, etcétera, etcétera. Para colmo, a él lo llamaron a filas.

—Vietnam —dijo Catherine.

—Fue un desperdicio terrible, una época confusa —murmuró Anita—. Pero si te llamaban, servías. Eso es lo que pensaba mi padre. Y también Stan.

—Y Sarah...

—Me contó que su plan era huir juntos —dijo Anita—. No presentarse a filas. Largarse a Canadá, supongo.

—Y ahora viene cuando tú le das dinero a escondidas, ¿verdad, Anita? —insistió Catherine.

—Esto es lo que siempre te digo de aprender de las malas decisiones —repuso la anciana—. Te hacen sufrir, pero siempre hay una lección en alguna parte. Porque no fue eso lo que hice. La reprendí por defraudar a todo el mundo. Le dije que me había decepcionado. Yo lo sabía todo, con mi matrimonio feliz y mis hijos perfectos, y no escuché con suficiente atención. No hice las preguntas adecuadas.

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