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Authors: Katherine Neville

El círculo mágico (67 page)

BOOK: El círculo mágico
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—Conozco la historia —aseguré a Wolfgang con sequedad. Era el debate eterno entre ingenieros «prácticos», que atribuían a Tesla la invención de las técnicas de cualquier cosa, desde resucitar a los muertos hasta caminar sobre el agua, y los físicos «conceptuales», que señalaban que el autodidacta Tesla había rechazado las teorías modernas, desde la relatividad a la física cuántica. La canción de siempre sobre la dicotomía espíritu-materia.

—Pero Tesla murió antes de que se inventara la bomba atómica. Y se negaba a creer que, aun en el caso de conseguir la división del átomo, la energía liberada pudiera llegar a controlarse —señalé, y pregunté incrédula—: ¿Cómo puedes pensar, pues, que el terrible desastre de Kyshtym de la década de los cincuenta fuera algún tipo de versión chapucera del experimento Tesla?

—No soy el único que lo cree —insistió Wolfgang—. Tesla estableció una nueva ciencia llamada telegeodinámica, cuyo objetivo consistía en desarrollar una fuente de energía ilimitada a través del dominio de las fuerzas naturales latentes en el interior de la Tierra. Creía que podría enviar información subterránea por todo el globo. Solicitó muy pocas patentes en este campo concreto, a diferencia del resto de sus descubrimientos, y sólo reveló descripciones muy vagas sobre cómo funcionarían dichos inventos. No obstante, experimentó de forma exhaustiva con los armónicos e inventó osciladores tan pequeños que cabían en el bolsillo, pero cuyas vibraciones, al aplicarlas a una estructura como el puente de Brooklyn o el Empire State Buildíng, provocaban que oscilaran y se hicieran añicos en cuestión de minutos.

—Aclaremos las cosas —comenté—. ¿Estás diciendo que en 1957 los soviéticos habrían intentado una reacción en cadena controlada invocando de algún modo esta fuerza tipo Tesla, y que la cosa se les fue de las manos? Pero si Tesla no escribió nada sobre ello, ¿cómo sabían lo que tenían que hacer?

—Que no lo publicara no implica que no lo escribiera —aclaró Wolfgang—. De hecho, es posible que esas especificaciones se encontraran entre sus documentos, muchos de los cuales desaparecieron de forma misteriosa cuando murió en Nueva York a la edad de ochenta y siete años, curiosamente en 1943, en plena Segunda Guerra Mundial, una vez iniciada la carrera para conseguir un nuevo tipo de arma. El caso es que justo después Hítler anunció a sus confidentes que los científicos estaban a punto de desarrollar una fabulosa «superarma» que en poco tiempo pondría fin a la guerra a favor de Alemania.

Tenía el cerebro inundado de pensamientos deshilvanados: Nikola Tesla de Yugoslavia, Virgilio de Trieste, Volga Dragonoff, que recibió ese nombre de Pandora debido a las «fuerzas del dragón» de la tierra y que procedía del Cáucaso.

—¿Qué relación guarda eso con los manuscritos de Pandora? —quise saber, dudando de si estaría preparada para la respuesta.

Pero Wolfgang se había detenido en seco en el camino para observar a través de la niebla que se elevaba en el campo de Marte hacia donde la torre Eiffel se mostraba como una aparición frente a nosotros. A ambos lados, se leía un mensaje en letras de neón:
Deux Cents Ans
(«doscientos años»).

¡Dios mío! Míré enseguida a Wolfgang, que se había echado a reír.

—Aunque te lo mencioné la semana pasada, se me había olvidado —me dijo—. Este año, 1989, es el doscientos aniversario de la revolución francesa. El mismo año de ese hecho histórico Klaproth descubrió en Sajonia un nuevo elemento: el uranio. Lo bautizó con el nombre del planeta Urano, que otro alemán, Herschel, había descubierto junto con su hermana en su observatorio de Inglaterra menos de diez años antes. Estos tres acontecimientos señalaron el principio del fin del anterior eón del que nos habló tu abuelo, y se empezó a considerar a Urano como el planeta que regía la nueva era: la de Acuario. Creo que los manuscritos de Pandora tratan de eso. ¿Ves la conexión?

Iba a decir que no pero de repente me pareció que sí.

—¿Prometeo? —pregunté.

Wolfgang, apartó los ojos de las luces de neón y los dirigió hacia mí con una expresión de sorpresa.

—Exacto —corroboró—. En el mito, Prometeo robaba el fuego de los dioses y se lo entregaba a los hombres, del mismo modo que en la era entrante, como dijo Dacian Bassarides, el portador de agua vierte una fuerza fantástica de vida a la humanidad. Estos regalos suelen dejar de ser bendiciones para convertirse en maldiciones. En el mito de Prometeo, Zeus nos dio a Pandora. Ella abrió una caja, en realidad un frasco, y liberó todos los males al mundo. Pero hay quien cree que la historia de Prometeo y Pandora no fue sólo un mito. Sospecho que tu abuela Pandora figuraba entre ellos.

—¿Crees que los manuscritos que recogió Pandora indican cómo construir un reactor nuclear, o cómo dar con las fuerzas de energía de la Tierra? —pregunté—. Tenía entendido que sus documentos eran antiguos o por lo menos muy anteriores a la tecnología o los inventos modernos.

—La mayoría de los inventos se definirían mejor como descubrimientos, o mejor aún, redescubrimientos —dijo Wolfgang—. No sé si los antiguos poseían esos saberes, pero sé que existen lugares en el planeta donde los componentes de reacciones en cadena sostenibles (materiales radiactivos, agua pesada y otros ingredientes) se presentan juntos de forma natural. Se ha comentado a menudo que la Biblia y otros textos de épocas remotas describen escenas muy parecidas a explosiones atómicas, como la destrucción de Sodoma y Gomorra, por mencionar alguna, del mismo modo que existen lugares específicos en la superficie terrestre que constituyen excelentes conductores de los vórtices de poder de Tesla, la creación artificial de truenos y relámpagos y las oscilaciones armónicas. En la mayoría de esos sitios, los antiguos habían construido monumentos, erigido grandes piedras o dejado arte rupestre de importancia chamanística, mucho antes de la historia escrita.

—Pero aunque alguien reuniera todos los documentos de Pandora, los tradujera, descifrara, interpretara y comprendiera, ¿qué podría hacer ese alguien con los conocimientos? —solté contrariada—. ¿Por qué sería tan peligroso?

—Puesto que sólo he ojeado los documentos un momento, no sé todas las respuestas —afirmó Wolfgang—. Pero sí sé dos cosas. Ante todo, que los primeros filósofos, desde Pitágoras hasta Platón, creían que la Tierra era una esfera suspendida en el espacio a través del equilibrio y en sintonía con la armonía de las esferas. Sin embargo, los detalles de las fuentes de poder siempre se mantuvieron ocultos, puesto que se consideraba que eran un elemento clave de los misterios.

»En su lecho de muerte, antes de beberse la cicuta, Sócrates dijo a sus discípulos que la Tierra, vista desde arriba, "recordaba una de esas pelotas confeccionadas con doce trozos de piel de distintos colores". Ésa no es la descripción de una esfera sino del mayor polígono pitagórico, el dodecaedro, una figura de doce lados, donde cada cara es un pentágono. Se trataba de la forma más sagrada para Pitágoras y sus seguidores. Imaginaban la Tierra como un cristal gigantesco (hoy en día seguimos hablando de receptores por cristal), un transmisor que controlaba la energía celeste o de las profundidades terrestres. Estaban convencidos de que se podía usar para el control psíquico a gran escala a partir de la manipulación de los puntos clave de presión. Aún más, imaginaban que las fuerzas del interior de la Tierra, sí se «sintonizaban» de forma adecuada, vibrarían como un diapasón en correspondencia armónica con el cielo.

'—Muy bien —comenté—. Digamos que la Tierra es un entramado gigantesco de energía, como todo el mundo parece creer. Entonces entendería por qué cualquiera que persiga el poder, quiera apoderarse de ese mapa de puntos que lo desencadenan. Pero en cuanto nos referimos a los «misterios», no podemos olvidar que Sócrates y Pitágoras, a pesar de todos los secretos que sabían, o quizá debido a ellos, fueron eliminados a petición popular. Esos «conocimientos ocultos» no los salvaron a la larga.

»En cualquier caso —añadí—, dijiste que sabías dos cosas sobre los documentos de Pandora, ¿cuál es la segunda?

—La segunda es lo que creía Nikola Tesla, que no difiere demasiado de lo que acabo de describirte —respondió Wolfgang—. Tesla pensaba que la Tierra contenía una forma de corriente alterna que se expandía y contraía continuamente a un ritmo que era difícil pero no imposible de medir, algo así como el ritmo de la respiración o de los latidos cardíacos. Afirmaba que si colocaba una carga de TNT en el lugar adecuado y en el momento oportuno, cuando se iniciaba una contracción, podría dividir la Tierra en fragmentos del mismo modo que «un chico podría partir una manzana». Y que al dar con esa corriente, ese entramado de energía, podría controlar un poder ilimitado. Según palabras de Tesla: «Por primera vez en la historia, el hombre posee los conocimientos con los que puede interferir en los procesos cósmicos.»

Me cago en dios.

Wolfgang levantó por unos instantes la mirada hacia la torre Eiffel, con su pequeña señal luminosa de la cima perdida entre la niebla plateada. Luego, me rodeó con el brazo mientras permanecíamos ahí de pie, en silencio.

—Si Tesla, como Prometeo, entregó a la humanidad una nueva forma de fuego —sentenció Wolfgang—> quizá lo que sabía Pandora resulte ser a la v.ez el regalo y el castigo del mundo.

EL BIEN Y EL MAL
SÓCRATES:

Hablas del bien y del mal.

GLAUCÓN:

Es cierto.

SÓCRATES:

Me gustaría saber si los comprendes como yo.

PLATÓN,

La República

 

A pesar de mis buenos propósitos y de todos mis planes, me encontré en la cama con dosel de una suíte renacentista del Reíais Christine, haciendo el amor con Wolfgang toda la noche, o lo que quedaba de ella, con una pasión tan intensa, tan absorbente, que me dio la impresión de haber estado en brazos de un vampiro en lugar de un funcionario austriaco.

Había un jardincito fuera de nuestra habitación. Wolfgang estaba de pie en el ventanal, contemplándolo, cuando abrí los ojos por la mañana. Su espléndido cuerpo desnudo se perfilaba contra la red de ramas negras y húmedas con su manto de hojas verde claro que ondeaba al otro lado de la ventana. Recordé la primera mañana en mi habitación, cuando salió del saco de dormir y se volvió para vestirse, antes de acercarse para besarme por primera vez.

Bueno, ya no era una casi virgen que se sonrojaba: la vida se había encargado de ello. Pero sabía que ese hombre que había vuelto a acelerarme el corazón toda la noche seguía albergando el mismo enigma que cuando nos conocimos, mucho antes de que supiera que era mi primo. Y a pesar de las observaciones filosóficas sobre espíritu y materia, debía admitir que lo que había recibido de Woífgang no tenía nada que ver con el enriquecimiento espiritual. Me hubiera gustado saber en qué lugar me dejaba eso.

Wolfgang abrió las ventanas que daban al jardín y se acercó para sentarse en la cama. Retiró la sábana y me acarició hasta que empecé a temblar otra vez.

—Qué bonita eres —dijo.

No me lo podía creer pero mi cuerpo deseaba más.

—¿No tenemos una cita inminente para almorzar a la que no deberíamos faltar? —me obligué a mencionar.

—Las mujeres francesas siempre llegan tarde —comentó mientras me lamía los dedos y me miraba pensativo—. Desprendes algo, un perfume exótico, erótico, que me vuelve salvaje. Sin embargo, tengo la sensación de que estamos envueltos en un velo mágico que nadie debe penetrar, o se romperá el hechizo.

Esa descripción se ajustaba perfectametne al modo en que yo me sentía: nos había rodeado un cierto aire irreal desde el principio, una ilusión tan poderosa que a menudo parecía peligrosa.

—Sólo son las nueve —susurró Wolfgang, con los labios jugando en mi pecho—. Nos podríamos saltar el desayuno, ¿no?, si vamos a almorzar pronto...

Les Deux Magots es uno de los cafés más famosos de París. En su día había sido el lugar de encuentro favorito de los intelectuales así como de los artistas contraculturales, dos grupos que en Francia muchas veces coinciden. Todo el mundo, desde Hemingway a De Beauvoir y Sartre, lo había frecuentado. Y, al parecer, Zoé Behn también.

Cuando cruzamos la plaza de Saint-Germain-des-Prés, con sus castaños ya en flor, Wolfgang la señaló, sentada sola en una mesa del rincón, en el solárium exterior rodeado de paredes de cristal que daba a la plaza abierta. Accedimos al restaurante y pasamos las famosas estatuas de madera, los dos
magots.
Esas figuras orientales, con sus vestidos azules, verdes y dorados, rodeadas de espejos, elevadas en tronos por encima del bar, eran como los Elias de las calles de París, conducidos hacia el cielo en carros de fuego.

Salimos a la terraza acristalada. Mientras avanzábamos hacia Zoé, estudié a esa mujer, mí infame abuela, de la que se habían dicho y escrito tantas anécdotas escandalosas a lo largo de los años. Tal vez tenía ochenta y tres años, pero sentada ahí, sorbiendo el champán, parecía que la vida que había llevado, con vino, hombres y baile en abundancia, no le había sentado nada mal. Estaba bien «erguida en la silla de montar», como diría Olivíer, con un porte orgulloso que complementaba una piel fina y tersa, y una fantástica trenza de cabellos blancos que le llegaba casi hasta la cintura. La fortaleza que se mostraba en su expresión me hizo recordar el comentario de Laf acerca de que, cuando era niña, tenía la autosuficiencia de Atila.

Cuando llegamos a la mesa, me estudió con unos ojos de color aguamarina, un tono entre el turquesa de Wolfgang y el famoso azul frío de mi madre. Wolfgang me presentó y me ofreció una silla cuando Zoé asintió. Se dirigió a Wolfgang, en un inglés salpicado por una mezcla de acentos, sin apartar los ojos de mí.

—El parecido es realmente asombroso —le comentó—. ¡Me hubiera gustado ver la reacción de Dacian cuando la conoció!—Al principio casi no le salían las palabras —admitió Wolfgang.

—No me gustaría parecer maleducada —se disculpó Zoé—, pero comprenderás que Pandora era excepcional, y ahora que está muerta es increíble encontrar a alguien que es casi su encarnación hasta el último detalle. Has hecho bien al intentar alejarte en lo posible de tu familia durante todos estos años. Ver esta réplica sorprendente de Pandora con mayor frecuencia nos habría obligado a tomar sales o a acabar bebiendo algo más fuerte que el champán. Era alguien a quien se debía tener en cuenta, te lo aseguro.

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