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Authors: Katherine Neville

El círculo mágico (72 page)

BOOK: El círculo mágico
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Los romanos disponían ahora de un suministro interminable de trabajadores esclavos y propiciaban el crecimiento y desarrollo de cualquier colonia con más pobladores que nunca. José sabía que pronto habrían reconstruido Londinium, esta vez con piedras y ladrillos para una mayor estabilidad y fortaleza, en lugar de usar arcilla y adobe. Construirían fortificaciones y cuarteles. Cualquier cortesía fingida que hubieran mostrado en el pasado hacia los nativos, por exigua que fuese, quedaría completamente suprimida.

La noche de las muertes en los bosques santos de la isla de Mona, cuando José lanzó los objetos sagrados del Maestro junto con los de los druidas al Llyn Cerrig Bach y contempló cómo desaparecían bajo las aguas oscuras del lago, comprendió que era el final de una era. ¿Qué había conseguido de todo lo que había esperado y planeado? ¿Qué sería de los objetos que el Maestro quería que conservara? ¿Volverían los objetos, o el Maestro, a resurgir algún día?

Habían pasado treinta años desde la muerte del Maestro. José contaba casi setenta y todo por lo que había luchado tanto por conservar parecía desmoronarse. Cuando regresó al sur el año anterior, por ejemplo, descubrió que su pequeña iglesia de tepe en Glastonbury, al igual que la mayoría del sur de Britania, había ardido en cenizas durante el año de revuelta civil.

Era como si todo aquello por lo que había vivido y por lo que el Maestro había muerto se desvaneciera como una nube que flotaba hacia el horizonte. Incluso las palabras del Maestro que él y Miriam habían luchado tanto y durante tanto tiempo por conservar volvían a estar encerradas en cilindros de arcilla, ocultos en una cueva de las colinas de Cambria. Y al carecer de una tradición orgullosa como la de los druidas, una tradición oral que el mismo Maestro había esperado que serviría para mantener sus palabras y acciones para siempre en el recuerdo, era como si todas sus vidas, incluida la del Maestro, se perdieran en terreno de nadie, en algún lugar entre el recuerdo y el mito.

La historia la escriben los vencedores, como se solía indicar. Pero la historia era lo que ya había sucedido, lo que había pasado y concluido, pensó José. ¿Y el futuro? Eso era lo que quería averiguar en su vuelta al norte. Porque, si bien durante esos treinta años los druidas habían ayudado a José a propagar la filosofía del Maestro en Britania y al otro lado de los estrechos, en Irlanda y en Galia, en esos momentos eran perseguidos como animales salvajes por los romanos.

Aun así, dado su profundo sentimiento religioso hacia la vida y la tierra, su antigua cultura celta y ese peculiar sentido místico que alimentaban en ellos y en los demás, José esperaba que le ayudaran a recuperar la misión que el Maestro le había encomendado tantos años atrás. Incluso era posible que le pusieran en contacto con el Maestro en persona. Por eso se había ofrecido como mensajero.

Por primera vez en treinta años, José sabía con certeza que algo muy importante iba a suceder, aunque no podía predecir si sería para bien o para mal.

Black Lake, Britania:
beltaine
del año 61 d.C.

EL ENVÍO DEL MENSAJERO

Los hombres sensatos deben pedir todas las cosas buenas a los dioses, mi querida Clea.

P
LUTARCO,
Isis y Osiris

a Clea, sacerdotisa de Delfos

Era medianoche cuando los centinelas romanos partieron por fin de la zona y se pudo encender el fuego sin peligro. EÍ resto de la tribu se mantuvo a distancia, protegida por la oscuridad del bosque.

José, con los otros tres hombres que habían sido elegidos, estaba junto al fuego y observaba en silencio cómo Lovernios, con el rostro iluminado por las llamas, mezclaba un poco de agua del lago con la harina de cinco granos que habían traído y preparaba una torta, que luego envolvía con hojas húmedas y cocinaba en las brasas. Cuando la torta estuvo lista, la abrió y quemó un poco una parte; luego la dividió en cinco trozos, cuatro cocinados y uno quemado, y los colocó en un recipiente.

Sostuvo el recipiente frente a cada hombre para que fueran extrayendo porciones.

Lovernios se quedó con la última. Cuando José abrió la mano, vio que no había elegido el fragmento ennegrecido de torta. Observó a los demás con una mezcla de alivio e incomodidad mientras uno por uno iban levantando la vista de la mano. En ese momento, Belinus, el joven alto y atractivo con la barba y los cabellos rojizos, el hijo de Lovernios, sonrió ampliamente a la luz del fuego. Su mano abierta contenía el fragmento quemado y lo mostraba para que todos lo vieran. Su sonrisa era tan radiante que, por un breve momento, le recordó al Maestro.

Aunque José no quería alterar la ceremonia bajo ningún concepto, no se le había ocurrido que Belinus sería el elegido.

—¡No! —se oyó decir a sí mismo en voz alta.

Lovernios puso la mano en el brazo de José y con el otro brazo rodeó los hombros de su hijo y lo estrechó, casi con orgullo.

—Deja que sea yo en lugar de tu hijo —pidió José a Lovernios—. Sólo tiene treinta y tres años y toda una vida por delante. Yo tengo casi setenta y he fracasado.

Lovernios echó hacia atrás la cabeza y soltó una gran carcajada, lo que a José no le pareció demasiado adecuado dadas las circunstancias.—En ese caso, amigo mío —indicó Lovernios—, ¿por qué te ofreces voluntario? ¿De qué nos servirías a nosotros y mucho menos a los dioses? Belinus es el ejemplar perfecto: fuerte, sano, intachable. Sabe ser el siervo perfecto para someterse a la voluntad de Dios. Pregúntale si se siente feliz de ser nuestro mensajero.

A la cabeza de José acudió el recuerdo de la última cena del Maestro, cuando lavó los pies a los demás. No entendía por qué, pero cada vez que pensaba en algo emotivo, en lugar de recibir inspiración sólo le venían ganas de llorar. Belinus le sonrió de forma casi beatífica y se metió feliz el pedazo de torta en la boca. Una vez que lo hubo tragado, se acercó a José y lo estrechó entre sus brazos, balanceándolo con suavidad igual que Lovernios había hecho en su día hacía tantos años.

—José, José —dijo—. No voy a morir, ¿sabes? Voy a entrar en la vida eterna. Deberías alegrarte por mí. Cuando vea a tu Esus, al otro lado, le daré recuerdos de tu parte.

José se cubrió los ojos con la mano y estalló en sollozos, pero Belinus se limitó a mirar a Lovernios y a encogerse de hombros, desconcertado. Su expresión decía: «Todos estos años viviendo entre druidas y sigue pensando como un pagano o un romano.»

Mientras José intentaba serenarse, llamaron a los demás para que salieran del bosque. Una por una, las personas de las tribus celtas fueron saliendo de detrás de los matorrales, se acercaron al fuego para recibir la bendición, llevaron sus tesoros de oro o cobre a la orilla del lago y los encomendaron a las aguas. Cuando todas las vasijas, torques e incluso cadenas de esclavo hubieron desaparecido, avanzaron en fila india tras Lovernios para alejarse del fuego y rodear el lago hacia las tierras bajas donde se encontraban las turberas. Las nubes susurraban a la luna y mandaban una luz fantasmagórica hacia la tierra.

En el borde de la abertura insondable de la turbera, Belinus se arrodilló y alzó las manos. Los dos hombres más jóvenes que se habían ofrecido como voluntarios con José y Lovernios le quitaron las vestiduras y otros adornos para cumplir con su función. Lovernios esperó hasta que su hijo estuvo totalmente desnudo y le entregó la banda de piel de zorro. Belinus se la pasó por el hombro y luego inclinó la cabeza y puso las manos a la espalda para que las ataran con correas de cuero. Los hombres le pasaron también una soga de cuero por el cuello. Belinus con la cabeza aún agachada hacia la turbera dijo en voz baja:

—Madre, en tus manos encomiendo mi espíritu.

José sintió que esas palabras le traspasaban el alma. Observó, conteniendo el aliento, cómo Lovernios alargaba la mano hacia el saco de cuero y extraía un hacha de caza muy afilada. La mantuvo por encimade su cabeza y levantó los ojos al cielo. La luna apareció por detrás de las nubes e inundó de luz el paisaje. Los celtas guardaron silencio al borde de la turbera; a José le recordaron un bosque de árboles que rezaban. Lovernios entonó con su voz grave:

—Ésta es la muerte por fuego. Por el trueno de dios, te encomendamos a Taranis.

Belinus se mantuvo absolutamente inmóvil cuando el hacha voló a sus espaldas, rápida y segura, aunque a José le pareció oír que soltaba un grito ahogado cuando la hoja de metal afilado le golpeó la parte posterior del cráneo con un crujido quebradizo. Belinus cayó de bruces.

Los dos hombres jóvenes se apresuraron a apretar la soga mientras Lovernios, con un tirón fuerte, arrancaba el hacha de la cabeza de su hijo.

—Esta es la muerte por aire —pronunció Lovernios—. Te encomendamos a Esus.

José oyó el ruido en medio del silencio: el sonido de la tráquea al partirse.

Los dos hombres, a los que ahora se unió José, levantaron el maltrecho pero hermoso cuerpo de Belinus y lo pusieron boca abajo sobre las aguas salobres. Lovernios dijo entonces las últimas palabras que se pronunciarían esa noche:

—Ésta es la muerte por agua. Te encomendamos a Teutates.

José contempló cómo la turbera engullía el cuerpo, que desapareció sin dejar rastro, tragado por la tierra.

Pero antes de que se desvaneciera, a José le pareció ver, solo por un instante, que algo se movía en las espesas aguas negras. Le pareció ver a Dios con los brazos abiertos, recibiendo el cuerpo de Belinus. Y Dios sonreía.

UTOPÍA

Quien crea que es portador de la mejor sangre y la haya usado de forma, consciente para guiar a la nación, mantendrá ese liderazgo y no renunciará a él...

Su imagen fatal... será como una Orden Santa.. Es nuestro deseo que este estado subsista miles de años. Nos satisface saber que el futuro nos pertenece.

ADOLF HITLER,

en el sexto Congreso del Partido, discurso «Reich de mil años»

He considerado un deber
para
con mis congéneres registrar estas advertencias de la raza venidera.

EDWARD BULWER, Lord Lytton

 

La Closerie des Lilas sigue siendo uno de los restaurantes más encantadores de París, con flores abundantes durante todo el año. Me resultaba un escenario de lo más inadecuado para nuestra incursión por la Alemania y Austria nazis, atrapados en el letal abrazo de mi abuela de ojos azules Zoé. Montones de lilas blancas nos recibieron a la llegada. Teníamos una mesa junto a la terraza, donde unos enrejados estaban cubiertos de parras.

Zoé nos dijo que había encargado el almuerzo por adelantado. Así que, en cuanto el
sommelier
nos hubo traído el vino, se lo hubo dado a probar y nos hubo servido, ella prosiguió con el tema que nos ocupaba: nuestra familia.

—Como os he mencionado antes —empezó—, en lo alto de los Alpes suizos, cerca del paso de San Bernardino, nacen cuatro ríos. En ese lugar existió hace un siglo una comunidad utópica. Mi abuela Clio, una mujer que no se hizo famosa pero que posee una enorme importancia en nuestra historia, vivió ahí durante varios años con mi abuelo Erasmus Behn, uno de los principales fundadores de la comunidad.

De repente se me encendió una bombilla al recordar lo que Dacian Bassarides me había contado sobre las utopías mientras estábamos juntos a las puertas del Hofburg en Viena: que los idealistas que pretenden crear una civilización mejor suelen empezar por intentar mejorar la raza humana.

—Un mundo perfecto en la cima de una montaña, el retorno a la edad dorada —prosiguió Zoé—. El siglo pasado, todo el mundo buscaba ese tipo de cosas, y muchos lo siguen haciendo hoy en día. Pero como también dije, la vida no es sencilla ni tampoco en blanco y negro. No sería de extrañar que ese deseo de mi abuelo por alcanzar la utopía fuera, en el fondo, lo que ocasionó toda la infelicidad posterior. No recuerdo lo que almorzamos ese día. En cambio, me acuerdo perfectamente de todos los detalles del relato de Zoé. A medida que las piezas iban encajando en su sitio, empecé a ver cómo las acciones de una pequeña familia podían constituir de hecho ese gozne o eje que Dacian había mencionado, a cuyo alrededor giran las cosas como los animales en un tiovivo, como el Zodíaco parece dar vueltas alrededor de esa estrella situada en el extremo de la cola de la Osa Menor.

Escuché con interés la historia que Zoé inició sobre el jardín del Edén particular de nuestra familia. Es decir, antes de la caída.

Mi abuela Clio (contó Zoé) era la hija única de una familia suiza que, como muchas otras familias ricas de la época, mostraba gran diversidad de intereses en el ámbito académico. Entre ellos figuraban los viajes y la investigación de las culturas y reinos perdidos de muchas tierras. Clio también estaba interesada en las investigaciones sobre la antigüedad. No sólo se dedicaba al estudio de libros polvorientos, sino que sentía pasión por un campo que no se inventó hasta hace poco: la arqueología sobre el terreno.

Cuando contaba veinte años, Clio ya había emprendido numerosos viajes de este tipo con su padre hacia regiones recónditas y exóticas del mundo. Se unió al aventurero Heinrich Schliemann, que había amasado una fortuna gracias al suministro de armamento militar durante la guerra de Crimea y la gastaba con generosidad en búsquedas oportunistas y muy propagandísticas de los reinos perdidos de Micenas y Troya. Clio había pasado su corta vida estudiando lenguas antiguas y rastreando el origen de muchos objetos que conocía a partir de documentos deteriorados que hallaba en tumbas, cementerios y cuevas. Había usado con éxito sus conocimientos para localizar emplazamientos perdidos de poder y grandeza, así como para encontrar objetos físicos de gran valor, del mismo modo que Schliemann, a partir de la atenta lectura de los clásicos, había conseguido por fin encontrar las tumbas de Micenas, que contenían el mayor tesoro antiguo del mundo.

En 1866, cuando tenía veintiún años, Clio conoció a un hombre y se casó con él. Se trataba de un holandés que, como Schliemann, se había enriquecido con los desastres de la guerra. Ese hombre, Erasmus Behn, que había invertido en los proyectos arqueológicos de Schliemann, era viudo y tenía un hijo pequeño, Hieronymus, quien más adelante sería mi padre. Si la gran fortuna acumulada por Heinrich Schliemann con la venta de armamento fue dedicada casi en exclusiva a la violación y saqueo del pasado de la humanidad, la fortuna de mi abuelo Erasmus Behn se destinó a una transformación absoluta del futuro de los hombres, que estaría moldeado a su imagen. Y algo más.

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