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Authors: Katherine Neville

El círculo mágico (63 page)

BOOK: El círculo mágico
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En 1922, cuando se creó la Unión Soviética, estaba formada por las repúblicas de Bielorrusia (Rusia Blanca), Transcaucasia (Georgia, Armenia y Azerbaiján), Ucrania y la República Socialista Federativa Soviética de Rusia, que incluía más o menos el resto. Sólo más tarde, cuando la anterior Turkestán, básicamente islámica, solicitó convertirse en una república separada e independiente, se trazaron fronteras artificiales que la dividieron no en uno, sino en cinco estados basados en «nacionalidades étnicas». Esa decisión fue tomada en 1924, el año en que Lenin murió y Iósiv Stalin lo sucedió para mantenerse durante los siguientes treinta años como la mano dura del Partido Comunista.

A partir de 1939, la URSS «pacificó y absorbió» todo o parte de Polonia, Checoslovaquia, Rumania, los estados bálticos de Letonia, Estonia y Lituania y porciones de Alemania y Japón.

Casi no necesitaba que Yevgeni Molotov, del Instituto de Física Nuclear de Leningrado, me pusiera al corriente del resto. Tras la Segunda Guerra Mundial, el nombre del juego había cambiado pero los jugadores seguían siendo los mismos: ahora se llamaba Guerra Fría. El nuevo juguete que todos los jugadores clave poseían era un «artefacto» nuclear. La estrategia diplomática tomaba como modelo el «juego del gallina», en que dos coches corren uno en dirección al otro con el acelerador a fondo. El conductor que se desvía primero para evitar el choque es el perdedor, el gallina. Y Estados Unidos había acelerado mucho más que nadie. La única diferencia que percibía entre la versión automovilística de este juego y la de la Guerra Fría era que, en la primera, había una posibilidad remota de que alguien ganara.

En la semana de reuniones que teníamos programadas, Wolfgang y yo cruzamos una amplia parte del centro de Rusia, donde visitamos instalaciones y nos reunimos con grupos y personas que trabajaban en diversos ámbitos del campo nuclear. Descubrí que la máxima preocupación del Gobierno soviético no consistía en la seguridad operacional de las centrales nucleares sino en algo que me encontraba en una posición excepcional para tratar: la seguridad de los materiales nucleares, en especial de los reciclados a partir de combustibles y armamento. La mayoría de ellos, en el caso de la Unión Soviética, se situaba fuera de la república federal rusa. Ahí es donde yo encajaba.

Durante casi cinco años, Olivier y yo habíamos elaborado una base de datos diseñada para localizar, clasificar y controlar los residuos transuránicos, tóxicos y peligrosos, producidos por divisiones del Gobierno de EE. UU. y otras industrias relacionadas. El proyecto incluía a muchos grupos de todo el país y del mundo, y todos compartíamos nuestra pericia en una versión yanqui de
glasnost
y
perestroika.
Estábamos en contacto informático con la OIEA y con las bases de datos desde Monterrey a Massachusetts que controlaban el comercio de materiales, equipo y tecnología nucleares. Pero nuestros esfuerzos empezaban tan sólo a explorar la superficie de una herida muy profunda.

Pronto averigüé que el secretismo y desconfianza de la Guerra Fría, ahora en período de retroceso, había dejado unas cicatrices difíciles de eliminar, sobre todo en la Madre Tierra. Las historias terribles se multiplicaban: durante años el lema del ámbito nuclear había sido: «Que la mano izquierda no sepa lo que hace la derecha.» El ejército enterraba los residuos en zonas después edificadas; los residuos líquidos de los reactores se inyectaban en los acuíferos, ríos y demás. Pero por lo que vi, nuestros antecesores industriales y militares occidentales parecían hermanitas de la caridad en comparación con sus homólogos rusos de los pasados cuarenta años.

Mientras nosotros llevábamos tiempo discutiendo sobre cómo localizar y desenterrar residuos, por no mencionar qué debíamos hacer con ellos una vez encontrados, en la semana en que viajamos por Rusia me enteré de que los soviéticos disponían de bombarderos Satán ICBM y Bear H, así como millares de cabezas nucleares estratégicas. Contaban con numerosas instalaciones de almacenaje para las unidades de combustible gastadas; plantas de difusión gaseosa y de separación isotópica por láser para el enriquecimiento de uranio; minas a cielo abierto y fango de lavado, y filtraciones
in situ
de depósitos de uranio a gran profundidad. Al parecer se practicaba el vertido de tritio y de circonio al Ártico y al Pacífico desde hacía décadas.

La industria nuclear soviética proporcionaba empleo a unas novecientas mil personas y por lo menos diez ciudades se dedicaban en exclusiva a esta actividad. Existían más de ciento cincuenta centros donde se usaban o producían materiales fisibles, y el proyecto de doblar el número de reactores comerciales en los próximos veinte años. Y eso era sólo el principio.

El problema que suponía el mayor pincho bajo la silla de montar, como diría Olivier, era Asia central, la zona llamada
Ortya Asya
en las lenguas turcas de la región, que comprendía las cinco repúblicas, principalmente islámicas, de Kazajstán, Kirguizistán, Uzbekistán, Tadzhikistán y Turkmenistán. Cuando Karl Marx afirmó que la religión era el opio del pueblo, olvidó lo profundo que circulaba esa droga por las venas de la humanidad y que la retórica nunca había servido de antídoto. Los diez años de guerra de agresión rusa contra su vecino islámico Afganistán, el «Vietnam ruso», sólo sirvió para exacerbar ese antiquísimo cisma entre el espíritu y la materia.

Para avivar aún más el fuego del fundamentalismo, el nombre ruso para esa misma región,
Sredniya Aziya,
se refería a sólo cuatro de las repúblicas y excluía Kazajstán que, con su elevado porcentaje de población de origen étnico ruso, se consideraba parte de Rusia. Los centros de pruebas nucleares de la Unión Soviética se encontraban en Kazajstán, fronteriza con Xinjiang, el antiguo Turkestán chino, con su propia población islámica, donde desde 1964 se habían desarrollado las pruebas nucleares chinas en pleno desierto, en Lob Nor. Toda la zona era un auténtico polvorín.

Las operaciones rusas fuera de la URSS tampoco tenían mejor aspecto. Existían arsenales de armas, minas y centros de producción de combustible en Checoslovaquia y Polonia. Desde la década de los setenta, la Unión Soviética había proporcionado combustible nuclear a países como Egipto, India, Argentina, Vietnam, así como uranio muy enriquecido a los reactores de investigación de Libia, Iraq y Corea del Norte. Aun así, no había un solo control aduanero en toda la Unión Soviética que se encargara de medir de forma regular el nivel de radiación de los barcos.

Teniendo en cuenta todo esto, no se requería una imaginación demasiado fértil para adivinar por qué los rusos andaban sobre ascuas. Era obvio que la pericia de Occidente les llegaba como agua de mayo.

Y cuando se trataba de reforzar diques que hacían agua, mi filosofía había sido siempre mejor tarde que nunca.

La mítica Pandora había abierto su caja legendaria hacía tanto tiempo, que la moraleja de su relato parecía haberse perdido. Puede que vertiera al mundo todos los males que un Zeus vengativo había soñado. Pero como Sam había dicho, quizás interpretábamos mal los mapas. Al fin y al cabo, hubo algo que se quedó en la caja sin salir jamás de ella: la esperanza. Si se miraban las cosas desde una perspectiva distinta, quizá la esperanza seguía aguardándonos dentro de la caja. Yo al menos confiaba en ello.

Acordamos con nuestros colegas soviéticos de la industria nuclear que participaríamos en el nuevo espíritu de compartir los problemas. Y es que con la reciente atmósfera de apertura y cooperación, en los últimos tiempos los científicos soviéticos obtenían permiso para cruzar el telón de acero, a diferencia de lo que ocurría en el pasado. Antes de que Wolfgang y yo abandonáramos el país, fijamos fechas para contactos de seguimiento y yo reuní incluso un puñado de esos objetos elitistas que me habían puesto en la mano toda la semana: tarjetas comerciales.

El aeropuerto de Viena estaba casi desierto a la hora en que nuestro avión llegó. Ya habíamos alcanzado el enlace por los pelos y nos daba miedo perder el vuelo. Pero el último avión hacia París se había demorado para efectuar unas reparaciones de poca importancia y el pasaje no había embarcado aún, así que facturamos las maletas. Mientras Wolfgang esperaba con los demás el autobús que nos llevaría a la pista, fui a llamar a Laf como había prometido. Wolfgang me recomendó que no tardara mucho rato, porque podíamos salir en cualquier momento.

Esperaba que no fuera demasiado tarde para llamar, pero no me esperaba la que me iba a caer. Cuando el criado que me contestó encontró a Laf y le pasó la comunicación, oí:

—Por todos los santos, Gavroche, ¿dónde estás? ¿Dónde te habías metido? —estalló Laf, nervioso—. Te hemos estado buscando toda la semana. La nota que enviaste con Volga, ¿qué hacías en la abadía de Melk? ¿Por qué no me llamaste mientras estabas en Viena, o en Leningrado? ¿Dónde estás ahora?

—Estoy aquí, en el aeropuerto de Viena —le informé—. Pero mi vuelo a París saldrá en cualquier momento.

—¿París? Estoy muy preocupado por ti, Gavroche —comentó Laf y, de repente, me pareció sincero—. ¿Por qué vas a París? ¿Sólo por lo que te dijo Volga? ¿Has hablado antes con tu madre de esto?

—Jersey no creyó oportuno mencionarme nada de este asunto a lo largo de los últimos veinticinco años —señalé—. Pero si tú lo consideras importante, por supuesto que se lo comunicaré.

—Tienes que ponerte en contacto con ella antes de hablar con nadie en París —insistió Laf—. En caso contrario, ¿cómo sabrás qué debes creer?

—Puesto que ya no creo a nadie ni nada de lo que oigo —solté con sarcasmo—, ¿qué más da si me engaño a mí misma en Idaho, Viena, Leningrado o París?

—Muchísima diferencia. —Por primera vez noté a Laf enfadado de verdad—. Sólo intento cuidar de ti, Gavroche, y tu madre también. Tenía excelentes motivos para no confiarte antes estas cuestiones; lo hizo para protegerte. Pero ahora que Earnest y tu primo Sam están muertos... —Laf se interrumpió como si acabara de recordar algo. Luego, prosiguió—: ¿Con quién estuviste en Melk, Gavroche? ¿Fue con Wolfgang Hauser? —preguntó—. ¿Viste por casualidad a alguien más mientras estuviste aquí en Viena? ¿Alguien que no fuera tus colegas del trabajo, me refiero?

No estaba segura de lo que le quería contar a Laf, y mucho menos desde una cabina. Pero estaba tan harta de todo ese secretismo y conspiración, incluso en mi propia familia, sobre todo en mi propia familia, que decidí acabar con todo.

—Wolfgang y yo pasamos la mañana en Melk con un individuo llamado padre Virgilio —conté.

La línea quedó impregnada de silencio, de modo que añadí:

—La tarde anterior almorcé con un atractivo diablo que afirmaba ser mi abuelo...

—Ya está bien, Gavroche —me espetó Laf desde el otro lado de la línea en un tono que apenas reconocí como suyo—. Conozco a ese tal Virgilio Santorini; es un hombre muy peligroso, como supongo que tú misma descubrirás con el tiempo. En cuanto al otro, ese «abuelo» tuyo, sólo espero que acudiera a ti como amigo. No me cuentes más, no podemos comentarlo ahora, porque has tomado tantas decisiones equivocadas e insensatas desde que nos despedimos en Idaho que no sé qué hacer. Aunque hasta ahora no has cumplido nada de lo prometido, júrame otra cosa: que llamarás a tu madre antes de ver a la persona que tienes previsto visitar en París. Es de vital importancia, al margen de cualquier otra decisión insensata que quieras tomar.

No sabía muy bien qué decir. Admito que estaba apesadumbrada; no había oído nunca a Laf tan disgustado. Pero entonces sonó la primera llamada de nuestro vuelo en alemán.

—Lo siento, Laf —susurré bajo el ruido de fondo de los altavoces—. Llamaré a Jersey en cuanto baje del avión en París, te lo juro.

El teléfono se quedó en silencio mientras seguía el barullo de los altavoces que repetían la llamada del avión primero en francés y después en inglés. Wolfgang asomó la cabeza por las puertas de cristal de la sala de espera y empezó a gesticular frenéticamente en mi dirección, pero en ese momento oí otra voz al teléfono. Era Bambi.

—Fráulein Behn —dijo—. Tu
Onkel
está tan triste por tu conversación que se ha olvidado de pasarte unos mensajes que tenía preparados. Uno es un correo electrónico que nos enviaron desde la oficina de Wolfgang. El otro es de tu colega Herr Maxfield. Ha llamado muchas veces esta semana; afirma que no te pusiste en contacto con él como pidió. Tiene un mensaje muy importante que darte. Envió un telegrama.

—Date prisa —rogué—, el avión está a punto de despegar.

—Te los leeré: son muy cortos —me informó—. El primero es de un lugar llamado Four Corners en América y dice: «Fase de investigación completada. Ten mucho cuidado con el archivo K. Datos sospechosos.»

Sabía que lo único que había en Four Corners, un lugar remoto en el desierto del suroeste, eran las ruinas de las poblaciones anasazi. El mensaje de Sam me informaba de que, según lo que había averiguado en sus investigaciones en Utah, no me fiara de los «datos» procedentes de Wolfgang «K» Hauser. Eso tenía bastante mala pinta. Pero el telegrama de OÍivier era peor. Decía:

El Tanque tomó el siguiente vuelo al tuyo en dirección a Viena; sigue ahí. Quizá tú perdiste más que yo en nuestra lotería. Jason está muy bien y te manda recuerdos. Mi jefe Theron también. Recuerdos, Olivier.

Eso era impactante: la única buena noticia era que mi gato estaba bien. En cambio no era nada bueno que mi jefe, el Tanque, me hubiera seguido hasta Viena. Eso suscitaba el espectro de algo que, durante toda la semana pasada en Rusia, me había dado vueltas por la cabeza. La advertencia de Sam no hacía más que confirmarlo.

Wolfgang decía la verdad al admitir que yo había visto al padre Virgilio antes de conocerlo en la abadía de Melk. Como me señaló, había sido el día antes, en el restaurante donde el padre se disfrazó de ayudante de camarero para controlarme toda la tarde mientras conversaba con Dacian Bassarides. Ver a Virgilio desempeñar esas funciones podía explicar que, más adelante, me resultara vagamente conocido, pero no hasta tal punto. Luego me acordé de las respuestas evasivas de Wolfgang a mis preguntas sobre ese empleado misterioso llamado Hans Claus, cuyo nombre no dejaba de cambiar. Así descubrí la mentira.

Qué aliviado debió de sentirse cuando me pareció reconocer al pa dre Virgilio de espaldas esa noche en el viñedo. Pero en ese momento caí en la cuenta de que la persona que había visto alejarse de mí a la luz de la luna no era Virgilio sino alguien a quien había seguido muchas veces por los pasillos del complejo nuclear en Idaho, un personaje delgado que se movía con el paso dinámico de un boxeador entrenado y veterano de Vietnam. Sabía, sin el menor rastro de duda, que el hombre con el que Wolfgang había hablado de forma tan clandestina en el viñedo de Krems no era otro que mi propio jefe, Pastor Owen Dart.

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