El vientre de piedra era una región olvidada por los dioses. Amontonamiento de enormes bloques negruzcos e islotes que obstruían el curso del Nilo, su segunda catarata proclamaba una desolación de granito y de basalto, decididamente hostil a cualquier forma de vida. Furiosos rápidos intentaban forzar aquel bloqueo, provocando un hervor y un estruendo perpetuos. Nunca cesaba el violento combate entre el agua y la piedra.
Una roca dominaba aquel caos, en el que se desencadenaban terroríficas fuerzas. Allí estaban el Anunciador, Bina, Shab
el Retorcido
y Jeta-de-través. Al final de un largo viaje por el desierto, acababan de alcanzar el lugar más fascinante y más peligroso de Nubia.
—Es imposible superar esta catarata —advirtió el Retorcido, impresionado por tanto salvajismo.
—Se diría que unos brazos de gigante apartaron las orillas y se divirtieron torturando a la roca —comentó Jeta-de-través, cuyos comandos se mantenían algo más retrasados.
Extendiéndose a lo largo de doscientos kilómetros, la segunda catarata dejaba escapar un hilillo de agua azul que formaba un poderoso contraste con la arena ocre del desierto y el verde de las palmeras; en el vientre de piedra, ninguna vegetación resistía la cólera de las aguas.
—De aquí surgirá la muerte que herirá Egipto —predijo el Anunciador.
Y, acto seguido, abandonó el promontorio y se dirigió al grupito, recogido y atento.
—Menfis se vio duramente afectada —recordó—, y el faraón no consigue curar el árbol de vida. Todos los egipcios tiemblan, temiendo nuestro próximo ataque. El ejército enemigo nos busca en la región sirio-palestina, donde operaciones de guerrilla lo debilitarán día tras día. Clanes y tribus siguen siéndome fieles. Los fuegos del cielo y de la tierra devorarán a los traidores. Nuestra organización en Menfis sigue intacta, y los policías de Sobek el Protector no detendrán a ninguno de mis discípulos. Sin embargo, nuestros pasados éxitos no significan nada. Aquí, la energía de la que disponemos aumentará considerablemente nuestros poderes. Y no será un ejército humano el que invadirá las Dos Tierras.
—Sólo somos un centenar —advirtió Jeta-de-través mirando a su alrededor.
—Mira mejor.
—¡Veo torbellinos y más torbellinos!
—Ésas son nuestras invencibles tropas.
Shab
el Retorcido
estaba boquiabierto.
—¿Cómo movilizarlas, señor?
—¿Acaso no somos capaces de manejar poderes que se consideran incontrolables?
—¿Podéis… mover esos bloques negruzcos?
El Anunciador posó la mano en el hombro del Retorcido.
—Ve más allá de la apariencia, no te detengas en los límites materiales. El pensamiento puede superarlos y hacer que broten recursos ocultos en el seno de las rocas o del agua furiosa.
El Anunciador se volvió hacia el vientre de piedra.
De pronto pareció crecer. Y, espontáneamente, sus fieles se prosternaron.
—Egipto sobrevive gracias a los misterios de Osiris. Mientras sigan celebrándose, el país de los faraones se nos resistirá. Así pues, debemos buscar estrategias sobrenaturales. El propio Osiris nos ofrece una, las aguas creadoras, la inundación de origen celestial que da prosperidad y alimento a los egipcios. Todos los años los embarga la inquietud: ¿cuál será el nivel de la crecida? Demasiado baja, y amenaza la hambruna; demasiado alta, y la lista de daños es interminable. Vamos a utilizar, precisamente, esta crecida. Nunca habrá sido tan enorme, tan devastadora.
Jeta-de-través, atónito, fue el primero en levantarse.
—¿Pensáis… pensáis manipular las aguas?
—¿Te he decepcionado alguna vez, amigo mío?
—No, señor, pero…
—El propio vientre de piedra provocará ese cataclismo. Nos toca saber animarlo para que exprese una cólera destructora.
El Anunciador y sus discípulos establecieron su campamento junto al promontorio que dominaba el hirviente corazón de la segunda catarata. Dada la cantidad de provisiones transportadas por los comandos, nadie tenía hambre. El Anunciador se limitó a un poco de sal y no apartó los ojos del temible espectáculo que sería la clave de su próxima victoria.
Bina no dormía. Desde que la sangre de su dueño corría por sus venas, sólo necesitaba un mínimo de sueño.
También ella se abandonaba a la fascinación de aquel estruendo que no conocía ni un instante de reposo. El Anunciador abrió el gran cofre de acacia y sacó dos brazaletes adornados con garras de felino.
—Póntelos en los tobillos —ordenó.
Muy lentamente, ella lo hizo.
—Ya no eres una mujer como las demás —afirmó el Anunciador—. Actuarás muy pronto.
Bina se inclinó.
Salió el sol, y en menos de una hora, el calor se hizo asfixiante.
De pronto,
el Retorcido
corrió hacia el Anunciador.
—¡Nubios, maestro! ¡Decenas de nubios!
—Los esperaba.
—¡Parecen amenazadores!
—Yo les hablaré.
Mientras Jeta-de-través y sus sayones se disponían a combatir, el Anunciador se enfrentó a una tribu formada por un centenar de guerreros negros, vestidos con taparrabos de piel de leopardo. Adornados con collares de cuentas coloreadas, con pesados anillos de marfil en las orejas y las mejillas escarificadas, blandían azagayas.
—Que se adelante vuestro jefe —exigió el Anunciador.
Un hombre alto y flaco que llevaba dos plumas en el pelo salió de la hilera.
—¿Hablas nuestra lengua? —se extrañó.
—Hablo todas las lenguas.
—¿Quién eres?
—El Anunciador.
—¿Y qué anuncias?
—He venido a liberaros del ocupante egipcio. El faraón os oprime desde hace demasiados años. Mata a vuestros guerreros, pilla vuestras riquezas y os reduce a la miseria. Yo sé cómo acabar con él.
Con un ademán, el jefe ordenó a sus hombres que bajaran las armas. Jeta-de-través lo imitó.
—¿Conoces Nubia?
—El fuego de esta tierra es mi aliado.
—¿Acaso eres mago?
—Los monstruos del desierto me obedecen.
—¡Nadie supera a los hechiceros nubios!
—Su desunión los hace ineficaces. En vez de enfrentarse en inútiles duelos, ¿no deberían aliarse para combatir a su verdadero enemigo, Sesostris?
—¿Has examinado de cerca el fuerte de Buhen que vigila esta catarata? Marca la frontera del territorio controlado por los egipcios. Si lo atacáramos, las represalias serían terroríficas.
—Ignoraba que los nubios fueran miedosos.
Los labios del jefe de tribu temblaron de indignación.
—¡O te arrodillas ante mí implorando perdón o te destrozo el cráneo!
—Arrodíllate tú y sé mi vasallo.
El nubio levantó su maza.
Antes de que cayera sobre la cabeza del Anunciador, las garras de un halcón se clavaron en el brazo del agresor, que se vio obligado a soltar el arma. Luego, el pico de la rapaz, con terrible precisión, reventó los ojos del jefe de tribu.
Los guerreros negros no podían creerlo.
Pero el moribundo, efectivamente, se retorcía de dolor.
—Obedecedme —exigió el Anunciador con voz tranquila—. De lo contrario, pereceréis como este cobarde.
Algunos vacilaban aún, otros deseaban reaccionar. Prevaleció la violencia.
—¡Matemos al asesino de nuestro jefe! —gritó un escarificado.
—Que la leona del desierto extermine a los infieles —ordenó el Anunciador.
Un rugido de potencia desconocida aterrorizó a los nubios. Quebrado su impulso, vieron cómo se arrojaba sobre ellos una fiera de inimaginable tamaño.
Mordió, desgarró, pisoteó y se dio un banquete de chorros de sangre, sin respetar a un solo guerrero.
Del cofre de acacia, el Anunciador sacó la reina de las turquesas, que expuso a la luz del sol antes de presentársela a la exterminadora.
Casi de inmediato, se calmó.
Un pesado silencio cubría el lugar de la matanza.
Bina se hallaba a la izquierda de su señor, hermosa y altiva. En su frente, una mancha roja que el Anunciador enjugó con el faldón de su túnica de lana.
—Las demás tribus no tardarán en reaccionar —advirtió Jeta-de-través.
—Eso espero.
—¿Conseguiremos rechazarlas?
—Las convenceremos, amigo mío.
No fueron guerreros armados con lanzas y mazas los que brotaron del desierto para dirigirse hacia el campamento del Anunciador, sino una veintena de nubios de edad avanzada, con el cuerpo cubierto de amuletos. A su cabeza, un anciano de piel muy negra y cabellos blancos que, apoyándose en un bastón, se movía con dificultad.
—¡Eso es todo lo que nos envían! —se divirtió Jeta-de-través.
—No hay regimiento más peligroso —observó el Anunciador.
—¿Por qué son temibles esos viejos?
—Sobre todo no los desafíes, te harían cenizas. He aquí la flor y nata de los brujos nubios, capaces de lanzar los peores maleficios.
El anciano se dirigió al Anunciador.
—¿Has sido tú el que ha exterminado a la tribu del hijo de la hiena?
—Me he visto obligado a castigar a una pandilla de insolentes.
—¿Acaso manejas las fuerzas oscuras?
—Yo, el Anunciador, utilizo todas las formas del poder para acabar con el faraón Sesostris.
El nubio inclinó la cabeza.
—Todos nosotros, los aquí presentes, disponemos de considerables poderes. Sin embargo, no hemos conseguido librarnos del ocupante.
El Anunciador esbozó una sonrisa condescendiente.
—Os acantonáis en vuestro país perdido. Yo propagaré una nueva fe por el mundo entero. Y vosotros me ayudaréis a desencadenar la violencia que preña esta tierra. El fuego del vientre de piedra asolará Egipto.
—Ninguno de nosotros se arriesgaría a provocar su cólera.
—Tú y tus semejantes os habéis adormecido porque teméis al faraón. Yo he venido a despertaros.
El anciano, irritado, golpeó el suelo con su bastón.
—¿Acaso has reanimado a la Terrorífica?
—La leona me obedece.
—¡Bravuconadas! Nadie podría contener su rabia.
—Salvo si se posee la reina de las turquesas.
—¡Ridícula leyenda!
—¿Deseas verla?
—¿Acaso estás burlándote de mí?
El Anunciador mostró su tesoro al decano de los brujos negros.
El anciano contempló largo rato la enorme turquesa de reflejos verde azulados.
—De modo que no era una fábula…
—Obedeced los preceptos de Dios, obedecedme. De lo contrario, la Terrorífica os matará.
—¿Qué vienes a hacer aquí realmente?
—No dejaré de repetirlo: a liberaros de un tirano. Pero primero tenéis que convertiros y ser mis adeptos. Luego uniréis vuestros poderes mágicos a los míos y provocaremos un cataclismo del que Egipto no se recuperará.
—¡Parece inquebrantable!
—En la región sirio-palestina y, más aún, en pleno corazón de la capital, en Menfis, le he infligido ya profundas heridas.
El anciano se quedó atónito.
—En Menfis… ¿Te has atrevido?
—Sesostris os paraliza. Ahora, su pueblo y él conocen el miedo. Y sus tormentos irán en aumento.
—¿No es el rey un gigante de fuerza colosal?
—Exacto —reconoció el Anunciador—. Por tanto, sería vano y estúpido atacarlo de frente. Mis organizaciones actúan en las sombras, fuera del alcance de su policía y de su ejército, y sus mordiscos los cogen desprevenidos. Gracias a los nubios y al vientre de piedra, daré a Sesostris un golpe de inaudita violencia.
El anciano miró al predicador con otros ojos. Se expresaba con una temible calma, como si nada pudiera impedirle llevar a cabo sus insensatos proyectos.
—Desde que el primer Sesostris levantó el fuerte de Buhen, Egipto nos deja en paz —recordó el nubio—. El ejército no cruza esta frontera, y nuestras tribus se reparten el poder.
—Muy pronto, el faraón cruzará este límite y asolará este país. Tras haber propagado el terror en Canaán, el conquistador devastará Nubia. Os queda una sola posibilidad: ayudarme a provocar la riada que le impida actuar.
El viejo se apoyó en su bastón, perplejo.
—Debo consultar al resto de los brujos. Deliberaremos y te comunicaremos nuestra decisión.
—Sobre todo, no os equivoquéis —recomendó el Anunciador.
A oriente se sentaban el faraón y la gran esposa real; a mediodía, el gran tesorero Senankh y Sekari; a septentrión, el general Nesmontu y el Portador del sello real Sehotep; a occidente, el visir Khnum-Hotep y el Calvo.
Tras haber celebrado el ritual de los funerales de Djehuty, el «Círculo de oro» de Abydos orientaba sus percepciones hacia el futuro.
—La hermosa diosa de occidente ha acogido a nuestro hermano y renacerá eternamente a oriente —declaró Sesostris—. Como Sepi, estará para siempre entre nosotros.
Al faraón le habría gustado prolongar la acción ritual y fortalecer los vínculos del «Círculo de oro» con lo invisible, pero un grave problema debía ser sometido a la cofradía.
—Desde la tragedia de Menfis, el Anunciador calla. Forzosamente, esa aparente calma precede a una nueva tempestad, cuya naturaleza ignoramos. Las medidas tomadas por Sobek y el general Nesmontu garantizan la seguridad en el conjunto del territorio. Naturalmente, el enemigo había previsto nuestra reacción.
—Se ve reducido al silencio y es incapaz de hacer daño —observó el visir.
—¡Quiere hacérnoslo creer! —protestó Sekari—. Un criminal de esa envergadura no renunciará.
—Gracias a Iker sabemos que el próximo campo de batalla no será la región sirio-palestina —recordó el general Nesmontu—; por lo que a la capital se refiere, su estrecha vigilancia hace inoperante la organización del Anunciador. Así pues, intervendrá en otra parte.
—El verano es muy cálido —advirtió Senankh—, la sequía está en su punto álgido antes de la crecida. Un período poco propicio para desplazarse e intentar una operación de envergadura. Estas condiciones climáticas nos dan cierto respiro.
La gran esposa real habló del trabajo de las sacerdotisas de Abydos y de los cuidados que proporcionaban al árbol de vida. El Calvo se refirió luego al rigor de sus ritualistas. No había incidente alguno que señalar. A pesar de la inquietud, el dominio sagrado de Osiris resistía ante la adversidad.
—¿Progresa la joven Isis en el camino de los grandes misterios? —preguntó el visir.
—Paso a paso, a su ritmo —respondió la reina—. Pese a nuestro deseo de elevarla, no caigamos en una precipitación que le sería perjudicial.