Una decena de ellas se prendieron al mismo tiempo.
El pánico sucedió a los gritos de espanto. El incendio inflamó los papiros, el material de escritura, los asientos de madera y, luego, los muros.
Un joven escriba consiguió salir de la hoguera.
Estupefacto, vio que otras columnas de humo brotaban del centro de la capital. Varios edificios de despachos ardían.
El maestro cocinero no dejaba de maldecir. Debía preparar un banquete para treinta comensales y la entrega de aceite de primera calidad no llegaba. Por fin, apareció un cortejo de asnos muy cargados.
—A ti no te conozco —le dijo al bigotudo que los conducía.
—Mi patrón está enfermo, yo lo sustituyo.
—Con semejante retraso, corres el riesgo de que te despidan.
—Os presento mis excusas. Al parecer, sois muy exigente; he perdido tiempo seleccionando los mejores productos.
—Muéstramelo.
El proveedor abrió las jarras una a una.
—Aceite de moringa, de oliva y de balanites, de una calidad excepcional.
Suspicaz, el cocinero lo probó.
—Parece correcto. Pero ¡ que no se produzcan más incidentes en el futuro!
—No temáis, tomaré mis precauciones.
Puesto que detestaba trabajar con urgencia y presa de un leve malestar, el maestro cocinero consiguió preparar unos entremeses, carnes y pescados de modo relativamente satisfactorio. Los invitados comieron con buen apetito y brotaron los cumplidos. Luego sucedió el desastre.
Una mujer vomitó. Los servidores la llevaron aparte, pero pronto les llegó el turno a dos comensales más, que fueron víctimas de los mismos síntomas. El conjunto de los invitados pronto quedó afectado, y algunos incluso se sumieron en el coma.
Llamado de urgencia, el doctor Gua sólo pudo certificar varias muertes. Tras haber examinado a los supervivientes, su diagnóstico asustó al maestro cocinero.
—La comida ha sido envenenada.
Al intendente del jefe de los archiveros de Menfis le complacía ofrecer a la esposa de su patrón su producto de lujo preferido: un frasco de láudano, de aroma ambarino y cálido. Gracias a las indicaciones de un primo, lo había obtenido en casa de un vendedor desconocido hasta entonces en la capital.
La rica propietaria quedó efectivamente encantada. Creyó que haría palidecer de envidia a sus mejores amigas, ignorando que todas ellas habían conseguido obtener, también, el costoso producto por medio del mismo contacto.
Apenas la esposa del alto funcionario se hubo perfumado con unas gotas de láudano cuando vaciló. Intentó desesperadamente agarrarse a un mueble, pero cayó hacia adelante. Extrañado de su ausencia en la comida, su marido entró en la habitación. El cuello de la infeliz era sólo una llaga, corroída por un ácido.
—No tiene muy buena cara —dijo el segundo a su capitán, que manejaba, blandamente, la barra de un pesado carguero que transportaba trigo al Fayum.
—Sí, sí, no te preocupes. Sólo estoy algo fatigado.
—¿Qué ha comido esta mañana?
—Pan y dátiles.
—¿No habrá olvidado su medicina para los dolores?
—¡Al contrario! El médico me ha dado una nueva poción que contiene láudano procedente de Asia. Ya no me duele nada la espalda.
El Nilo se bamboleaba ante los ojos del capitán. De pronto creyó ver una decena de barcos de guerra que se abalanzaban sobre él.
—¡Huyamos, nos atacan!
Soltó la barra e intentó lanzarse al agua, pero su segundo lo agarró por la cintura.
—¡Estamos perdidos, vamos a morir!
La cabeza del capitán cayó hacia atrás y su cuerpo cedió. El segundo lo tendió en cubierta y palmoteo sus mejillas.
—¡Capitán, despierte! No hay peligro alguno.
—Ha muerto —afirmó un marinero.
La hermosa Nenúfar vivía el colmo de la felicidad. No sólo se había casado con un notable apuesto y adinerado, sino que, además, los pronósticos referentes al próximo nacimiento de su primer hijo resultaban excelentes. La joven vivía en una agradable villa al sur de Menfis y sus dos criadas, a las que mimaba de buena gana, se desvivían por ella.
Por lo que se refiere al último regalo de su marido, había soñado tanto con él que apenas lo creía real: ¡un magnífico frasco de preñez importado de Chipre! Con la forma de una mujer encinta amamantando a su bebé, contenía aceite de moringa con el que su masajista le ungía el cuerpo. El conjunto de los canales de energía se abría, y las defensas, tanto las de la madre como las del hijo, quedarían así fortalecidas.
Unas manos expertas palpaban su piel procurándole una maravillosa sensación de bienestar. Empezaba a adormecerse cuando unas atroces quemaduras le arrancaron gritos de dolor.
La masajista se apartó, pasmada.
—¡Mi cuerpo arde! ¡Agua, pronto!
Pero el remedio fue peor que la enfermedad.
Menos de una hora más tarde, la joven agonizaba entre horribles sufrimientos. Y su hijo nunca vería la luz.
Más de un centenar de casos semejantes fueron comunicados al doctor Gua. Aunque se multiplicaban, el facultativo no pudo salvar a ninguna de las víctimas del aceite de masaje.
El carguero atracó en el muelle de Abydos y una decena de soldados se colocaron al pie de la pasarela. A la cabeza, un comandante nombrado por Sobek el Protector.
Subió a bordo y se dirigió al capitán.
—¿Qué transportas?
—Un cargamento especial procedente de Menfis. ¿Queréis ver mis autorizaciones?
—Por supuesto.
Los documentos parecían en regla.
—Aceite de moringa para los cuidados corporales y la cocina, aceite de iluminación y frascos de láudano —precisó el marino.
—¿Quién es el responsable del envío?
El capitán se mesó la barbilla.
—Lo ignoro, y no es problema mío. ¿Podemos descargar?
—Hazlo.
Intrigado, el militar consultó la lista de los movimientos de embarcaciones, presentada a comienzos de mes, y comprobó que aquel navío no figuraba en ella. Sin embargo, eso no era nada inquietante, pues los envíos excepcionales no eran raros. Y el sello de la administración del visir, puesto en el documento, debería haber disipado las dudas del oficial encargado de la seguridad del puerto de Abydos. Pero ¿acaso no ocupaba aquel puesto dada su visceral desconfianza? Así pues, llamó a una veintena de soldados más. Ni un solo marinero abandonaría el carguero.
El oficial subió a bordo mientras los estibadores terminaban su tarea.
—¿Eres originario de Menfis? —le preguntó al capitán.
—No, de una aldea del Delta.
—¿Tu patrón?
—Un armador de la capital.
—¿Primer viaje a Abydos?
—Eso es.
—¿No te ha preocupado mucho pensar en semejante transporte?
—¿Por qué?
—Abydos no es un destino como los demás.
—¿Sabes?, en mi oficio no nos hacemos ese tipo de preguntas.
—¿Respondes por todos los miembros de tu tripulación?
—¡A cada cual, su vida, comandante! Yo me ocupo del trabajo y nada más.
Gracias a aquel interrogatorio desacostumbrado, el oficial esperaba que el marino perdiera su sangre fría y le revelara algún detalle significativo.
Pero, sin ofuscarse en absoluto por aquella retahíla de preguntas, el capitán seguía imperturbable.
—¿Cuándo podré volver a zarpar?
—En cuanto terminen las formalidades habituales.
—¿Y eso requerirá mucho tiempo?
—Me gustaría inspeccionar tu barco.
—¿Es la costumbre?
—Por orden del faraón, la seguridad de Abydos exige medidas excepcionales.
—No hay problema alguno, adelante.
Sorprendido por aquella falta de resistencia, el comandante registró sin embargo el navío, pero sin resultados.
¿Se equivocaba o tenía que hacer caso a su instinto?
—Paciencia, estoy encargándome de las últimas gestiones administrativas.
Con el navío y su tripulación bajo estrecha vigilancia, no había nada que temer. Sin embargo, la angustia persistía. El oficial mandó, por tanto, a un sacerdote temporal.
—Quisiera que un especialista examinara los productos antes de repartirlos. Tráeme a uno.
Cuando Isis se presentó, el comandante se mostró dubitativo. ¿Aquella muchacha sería realmente capaz de hacer un peritaje válido?
—¿Qué sospecháis, comandante?
—Esta carga me intriga.
—¿Por qué razones?
—Es sólo una intuición.
Isis vertió un poco de aceite de moringa en un pedazo de paño, luego en una torta y, por fin, en un pescado que un soldado acababa de sacar del río.
Minutos más tarde aparecieron unas manchas sospechosas.
—Este aceite no es puro; podría resultar, incluso, nocivo.
—Pasemos al producto de iluminación.
—Llenad una lámpara —recomendó Isis.
Efectuada la operación, el oficial quiso prender la mecha.
—¡Un momento! —intervino la sacerdotisa—. Utilizad una vara larga y manteneos a distancia.
El comandante obedeció.
E hizo bien, pues el aceite se inflamó. Si hubiera estado cerca, el militar habría resultado gravemente herido.
—Me habéis salvado —dijo, palideciendo.
—¿Hay más productos sospechosos?
—Uno más.
Prudente, dados los resultados de las primeras experiencias, el comandante manejó con delicadeza un frasco de láudano.
—Lo examinaré en el laboratorio —decidió Isis.
Cuando vio que la sacerdotisa se llevaba el frasco, el capitán del carguero se zambulló en el río: conocía de antemano el resultado del peritaje, por lo que no tenía más salida que la huida.
El terrorista nadaba mal. Cuando los arqueros comenzaron a disparar, quedó atrapado por un remolino y cedió al pánico. Luchando en vano contra la corriente, tragó gran cantidad de agua, desapareció, volvió a la superficie, pidió socorro, se hundió de nuevo y finalmente se ahogó.
Iker corría.
Sus zancadas parecían cortas, pero se repetían, incansables, de acuerdo con la técnica aprendida durante su formación militar. Todos los días daba gracias al jefe de provincia Khnum-Hotep, hoy visir, por haberle impuesto aquella disciplina. Seguro de que la aparición de Isis no lo había engañado, Iker devoraba el espacio. No faltaban las aguadas, comía bayas, dormía unas horas y volvía a ponerse en marcha.
¡Había olvidado el agotamiento y la desesperación! Cada esfuerzo lo acercaba a Egipto.
En la lejanía divisó el primer fortín de los Muros del Rey. El joven apretó el paso. En menos de una hora lo recibirían los soldados. Luego llegaría el regreso a Menfis, donde daría cuenta a Sesostris de su misión. De ese modo, su país evitaría la trampa cananea.
Una flecha se clavó a sus pies y lo devolvió a la realidad. Para los centinelas era un rebelde decidido a intentar alguna jugarreta.
El joven se detuvo y levantó los brazos. Del fortín salieron a su encuentro cinco infantes armados con jabalinas.
—¿Quién eres?
—El hijo real Iker.
Aquella declaración los turbó. El oficial se sobrepuso rápidamente.
—¿Tienes el sello que prueba tu calidad?
—Vengo de Canaán. Por orden de su majestad, me infiltré entre el enemigo, sin ningún objeto comprometedor. Conducidme a Menfis.
—Primero debes ver al comandante del fortín.
El oficial de carrera estaba imbuido de su importancia.
—Deja de contarme tonterías, muchacho, y dime quién eres realmente.
—El hijo real Iker.
—El rumor afirma que está muerto.
—Pues estoy muy vivo y debo hablar sin tardanza con el rey.
—¡A ti, al menos, no te faltan narices! Por lo común, los cananeos no plantan cara de este modo.
—Dadme algo para escribir.
El comandante, intrigado, accedió a la petición del sospechoso.
En hermosos jeroglíficos, Iker trazó las primeras
Máximas
de Ptah-Hotep.
—¿Basta eso para probar que soy un escriba egipcio?
El oficial seguía perplejo.
—No es el estilo de los cananeos… Bueno, examinemos más de cerca tu caso.
El libanés podía estar satisfecho.
El conjunto de las operaciones terroristas era un franco éxito y propagaban el pánico en la capital. Circulaban insensatos rumores, y el trono de Sesostris se tambaleaba. ¿Acaso los siniestros emisarios de la diosa Sejmet no sembraban veneno, miasmas y enfermedades disparando flechas mortíferas, visibles e invisibles?
La organización del libanés funcionaba a las mil maravillas. Cada proveedor de los productos adulterados había respetado al pie de la letra las consignas. Ninguna detención, ninguna pista posible para la policía. Las predicciones del Anunciador se estaban cumpliendo.
En adelante, cada uno de sus adeptos lo consideraría el dueño absoluto. ¿Acaso no desafiaba al faraón en el mismo corazón de su reino?
Quedaba un punto tan delicado como irritante: Abydos.
El resonante éxito obtenido en Menfis descansaba sobre una organización pacientemente implantada a la que su rapidez de actuación ponía fuera del alcance de las autoridades. La situación del dominio sagrado de Osiris era muy distinta. De modo que el libanés emitía las más extremadas reservas en lo referente a la posibilidad de introducir allí el láudano y los aceites envenenados. A la cabeza de una tripulación que ignoraba lo que transportaba, uno de sus mejores elementos, un marino muy ducho, había aceptado sin embargo la difícil misión a cambio de una enorme prima.
El libanés recibió al aguador.
—Excelentes noticias, patrón. Menfis arde y la sangre corre. Hay varios incendios difíciles de dominar, templos dañados, despachos destruidos y numerosas víctimas. Eso, por no mencionar las mujeres preñadas de la alta sociedad que han fallecido.
—¿Y hay algo nuevo referente a Abydos?
—Se ha confirmado el fracaso. El cargamento ha despertado las sospechas del ejército. Realizadas las verificaciones a fondo, ningún producto ha superado el cordón de seguridad.
—¿Y el capitán?
—Ha muerto ahogado al intentar huir.
—No ha hablado, pues… ¿Están a cubierto nuestros agentes?
—Los interventores exteriores han abandonado ya la ciudad para unirse al Anunciador. Los demás se dedican a sus ocupaciones habituales y se lamentan ostensiblemente entre el populacho.
El rostro de Sesostris se mostraba más grave aún que de ordinario.
—No se trata de accidentes, majestad —declaró el visir Khnum-Hotep—, sino de un ataque en toda regla que han llevado a cabo terroristas bien organizados.