Sin esperar a que el hijo real asintiera, Gergu abrió un ánfora y escanció un tinto afrutado en una copa de alabastro que sacó de un bolsillo de su túnica.
—Tengo también la pareja —murmuró, mostrándola—, i A la salud de nuestro faraón!
Aquel gran caldo encantaba el paladar.
—Al parecer, acabaste con un gigante.
—A su lado, yo parecía un enano —reconoció Iker.
—¿Y era ese Anunciador al que todos temen?
—Desgraciadamente, no.
—¡Si ese monstruo existe realmente, lo encontrarán! Ningún terrorista pondrá en peligro Egipto.
—No comparto tu optimismo.
Gergu pareció asombrado.
—¿Qué podemos temer, a tu entender?
—Ningún argumento, ni siquiera un poderoso ejército, convencerá a los fanáticos de que renuncien a sus proyectos.
Viento del Norte
se había acercado con ejemplar discreción, y humedeció su lengua en la copa de Iker.
—¡Un asno aficionado al vino! —exclamó Gergu—. ¡He aquí un buen compañero de viaje!
La mirada enojada de Iker disuadió al cuadrúpedo.
—¿Algún problema más, Gergu?
—De momento, todo va bien. Permíteme que vuelva a darte las gracias. Los envidiosos de la corte no dejan de criticarte, porque no te conocen. Yo he tenido la inmensa suerte de hacerlo. No dudes de mi estima y de mi amistad.
—Puedes contar también con la mía.
El capitán dio la señal de partida.
En el último momento, Sekari subió a bordo del barco que iba en cabeza, donde se habían acomodado los oficiales de alto rango. El hijo real intentaba explicar a
Viento del Norte
que las bebidas alcohólicas ponían en peligro la salud.
—Sin novedad, Iker. No hay caras sospechosas a bordo. Sin embargo, proseguiré mi inspección.
—¿Alguna inquietud en concreto?
—El convoy no puede pasar desapercibido. Tal vez algún miembro de la organización menfita tenga el encargo de provocar problemas.
—Me extrañaría, dado el filtrado llevado a cabo por la policía.
—Ya hemos tenido horribles sorpresas.
Cuando Sekari comenzaba de nuevo a registrar el navío, Medes saludó al hijo real.
—Dadas vuestras obligaciones, no he tenido aún tiempo de felicitaros.
—No he hecho más que cumplir mi misión.
—¡Arriesgando vuestra vida! La región sirio-palestina no es precisamente un lugar fácil.
—Lamentablemente, las graves amenazas están lejos de haberse disipado.
—Disponemos de bazas importantes —aseguró Medes—: un rey excepcional, un ejército reorganizado y bien mandado, y una policía eficaz.
—Sin embargo, Menfis se vio duramente afectada y seguimos sin poder encontrar al Anunciador.
—¿Realmente creéis en su existencia?
—A menudo acostumbro a preguntármelo. A veces, un fantasma siembra el terror.
—Es cierto, pero su majestad parece pensar que ese espectro ha tomado cuerpo realmente. Ahora bien, su mirada alcanza más allá de la común razón. Sin él, estaríamos ciegos. Al restablecer la unidad de Egipto, el rey le ha devuelto su vigor de antaño. Que los dioses concedan un total éxito a esta expedición y la paz a nuestro pueblo.
—¿Conocéis Nubia?
—No —respondió Medes—, y la temo.
En el muelle principal de Elefantina había numerosos soldados. Al pie de la pasarela, el general Nesmontu.
—¿Ningún incidente durante el viaje? —le preguntó a Iker.
—Ninguno.
—Su majestad ha tomado graves decisiones. Está convencido de que el Anunciador se oculta en Nubia.
—¿No es inaccesible el paraje?
—En parte, pero probablemente el oro de los dioses se encuentra allí. Irás en primera línea, junto al rey. Tras haber salido del avispero sirio-palestino, ahora te ves sumido en el caldero nubio. ¡Realmente los dioses te han bendecido, Iker!
—Espero ganarme así la confianza de Sobek.
—¡Siempre que tengas éxito, claro está! Los guerreros y los brujos nubios son temibles. ¡Qué inesperada ocasión, a mi edad, para desplegar un verdadero ejército en un país tan hostil, con mil peligros cotidianos! Ya me siento rejuvenecido, y sólo es el comienzo.
Una intensa actividad reinaba en Elefantina. A pesar del asfixiante calor, la expedición se preparaba. Había que verificarlo todo: el estado de los navíos de guerra, el equipamiento de los soldados, el barco hospital, la intendencia.
—Si el Anunciador se creía seguro, ahora verá que estaba equivocado —dijo Nesmontu.
Viento del Norte
precedía a los dos hombres,
Sanguíneo
los seguía. El asno no se engañaba al tomar la dirección del palacio de Sarenput.
El drama se produjo ante la entrada principal.
Buen Compañero y Gacela, los dos perros del alcalde, montaban guardia. El primero era negro, esbelto, rápido. La segunda, pequeña, rechoncha, de prominentes mamas. Siempre juntos, el uno protegiendo a la otra, gruñeron al ver al mastín.
—Tranquilo,
Sanguíneo
—ordenó Iker— Están en su casa.
Gacela se acercó primero y dio vueltas en torno al recién llegado, ante la vigilante mirada de Buen Compañero. En cuanto le lamió el hocico, la atmósfera se relajó. Para festejar aquel encuentro, los tres perros comenzaron a corretear, cada cual con su estilo, y a ladrar alegremente.
Buen Compañero
levantó la pata y
Sanguíneo
orinó en el mismo lugar. Habían sellado, pues, la amistad. Fatigada, la hembra se instaló a la sombra y los dos machos la protegieron.
—Esperemos que Sarenput se muestre igualmente conciliador —deseó Nesmontu—. Estás invitado a la entrevista decisiva, a última hora de la mañana.
Con la frente baja, la boca firme, los prominentes pómulos y el pronunciado mentón, el rostro de Sarenput nada tenía de agradable. Enérgico, áspero, el ex jefe de provincia vivía en un palacio desnudo donde reinaba un agradable frescor gracias a la corriente de aire alimentada por unas altas ventanas hábilmente dispuestas. El consejo restringido estaba formado por Sarenput, el general Nesmontu, Sehotep e Iker. Presentado como hijo real al alcalde de Elefantina, el joven escriba sentía clavada en él una mirada crítica, casi despectiva.
—El demonio que intenta asesinar el árbol de vida se oculta en Nubia —reveló Sesostris— Se hace llamar el Anunciador y ha asestado duros golpes en Menfis. Iker nos permitió evitar la trampa que nos tendía en la región sirio-palestina. He decidido enfrentarme con él cara a cara.
—Los nubios necesitan una buena lección —consideró Sarenput—. He recibido un nuevo e inquietante mensaje del fuerte de Buhen. Hay disturbios en la región. Las tribus se agitan cada vez más y la guarnición teme ser atacada.
—El Anunciador intenta organizar un levantamiento —supuso Nesmontu— Intervengamos rápidamente.
—Las comunicaciones entre Egipto y Nubia siguen siendo difíciles —consideró el rey—. De modo que excavaremos un canal navegable en cualquier estación. Ni la crecida ni las rocas de la catarata nos molestarán. De ese modo, las embarcaciones de guerra y de comercio circularán con toda seguridad.
¿Cómo reaccionaría Sarenput, el mejor conocedor de la región? Si el proyecto le parecía irrealizable, se mostraría muy poco cooperativo, hostil incluso. Semejante innovación corría el riesgo de sorprenderlo, a menos que se enojara por no haber pensado él mismo en ella.
—Majestad, apruebo por completo vuestra decisión. Antes de la reunificación de las Dos Tierras, semejante canal habría puesto en peligro esta provincia. Hoy, en cambio, es indispensable. Naturalmente, los canteros y los talladores de piedra de Elefantina están a vuestra entera disposición.
—He aquí el resultado de mis cálculos —indicó Sehotep, jefe de todas las obras del rey—: el canal tendrá ciento cincuenta codos de largo, cincuenta de ancho y quince de profundidad
(5)
.
—El éxito de esta empresa depende de que las divinidades de la catarata estén de acuerdo —precisó Sesostris—. Debo consultar con ellas sin más tardanza.
Desde la profanación del islote sagrado de Biggeh, éste era severamente custodiado. Nadie, a excepción del faraón y sus representantes, podía penetrar en él, de modo que la obra de Isis seguía vitalizando a Osiris rodeada por el misterio.
Una agua límpida, un cielo en calma y brillante. Lejos de los ruidos de la ciudad, el islote pertenecía a otro mundo.
El rey remaba ágil y silenciosamente. En la proa de la embarcación, Isis, recogida, contemplaba el admirable paraje donde reposaba uno de los aspectos del resucitado.
El esquife atracó sin hacer ruido.
Las trescientas sesenta y cinco mesas de ofrenda de Biggeh sacralizaban el año. La diosa derramaba en ellas, diariamente, una libación de leche, procedente de las estrellas.
La joven sacerdotisa siguió al faraón hasta la caverna que albergaba la pierna de Osiris y el jarro de Hapy, provocador de la crecida. En lo alto de la roca, una acacia y un azufaifo.
Isis tomó una jofaina que contenía el agua de la anterior inundación y purificó las manos del monarca.
—Soberanas de la catarata, sednos favorables —imploró la sacerdotisa—. El rey es el servidor de Osiris y la encarnación de su hijo Horus. Diosas Anukis y Satis, dadle vida, fuerza y vigor para que reine según Maat y disipe las tinieblas. Que el valor salga victorioso.
En el umbral de la caverna aparecieron dos mujeres de prodigiosa belleza. La primera llevaba un tocado compuesto por plumas multicolores; la segunda, la corona blanca con cuernos de gacela. Anukis ofreció al soberano el signo del poder, Satis le entregó un arco y cuatro flechas.
Sesostris disparó la primera hacia oriente, la segunda hacia occidente, la tercera hacia el septentrión y la cuarta hacia mediodía. En el azur, se transformaron en trazos luminosos.
Las dos diosas habían desaparecido.
—Podemos regresar al otro lado de lo real y comenzar a excavar el canal —dijo el rey a Isis.
Sehotep se felicitaba por la presencia de Iker. Infatigable, el joven escriba realizaba una considerable cantidad de trabajo, tanto si se trataba de comprobar los cálculos, de organizar las obras, como de resolver mil y un problemas técnicos o estimular a los artesanos escuchando sus quejas.
Tampoco Medes estaba de brazos cruzados.
Echaba mano al decreto, fechado en el año octavo de Sesostris III, que anunciaba la creación del canal de Elefantina que conectaba la primera provincia del Alto Egipto con Nubia. Su trabajo no le hacía olvidar un inquietante porvenir: la partida se produciría forzosamente antes del comienzo de la crecida, y carecía de cualquier noticia del Anunciador. Llevar a Sesostris hacia aquellos inhóspitos parajes, poblados por tribus peligrosas, no era una mala idea. Pero el conflicto podía ser largo. Puesto que no le gustaban los viajes, la naturaleza ni el calor, ¿no sería Medes víctima de una flecha perdida o de la maza de algún guerrero negro? En vez de estar tan asociado a los combates, hubiera preferido permanecer en Menfis. ¿Dimitir? ¡Arruinaría su carrera y se ganaría las iras del Anunciador! Fueran cuales fuesen las circunstancias, debía ir hasta el final de la aventura.
También Gergu tenía la moral por los suelos. Obligado a trabajar duro, bebía demasiado. Cuando se presentó, algo alegre, ante Medes, éste advirtió la necesidad de reprenderlo.
—¡Deja de comportarte como un irresponsable! Durante esta expedición desempeñarás un papel fundamental.
—¿Conocéis nuestro destino? ¡Un país de salvajes que adoran matar y torturar! Tengo miedo. Y cuando tengo miedo, bebo.
—Si uno de tus subordinados se queja de ti porque estás borracho, serás depuesto de tus funciones. El Anunciador no te lo perdonaría. Al provocar esta guerra, preveía que seríamos enrolados en el ejército de Sesostris.
Gergu temía más aún al Anunciador que a los nubios. Recordarlo lo serenó de pronto.
—Pero entonces… ¿qué espera de nosotros?
—Nos comunicará sus directrices cuando llegue el momento. Si lo traicionas de un modo u otro, se vengará.
Gergu se derrumbó en una silla de paja.
—Me limitaré a tomar una cerveza ligera.
—¿Te has ganado la amistad de Iker?
—¡Éxito total! Es un muchacho simpático y cálido, fácil de engañar. Y sobre todo eficaz. Me ha sacado de varios atolladeros.
—Tendremos que liquidarlo antes o después. Sin saberlo, está buscándonos a nosotros. Si descubriera nuestro verdadero papel, estaríamos perdidos.
—No hay riesgo alguno, ¡no es tan retorcido! Nunca lo descubrirá.
—Hazle hablar. Está muy cerca del rey, por lo que forzosamente posee informaciones que podrían sernos muy útiles.
—No habla demasiado y, para él, el trabajo pasa ante todo.
—Consigue provocar sus confidencias.
Tras una jornada agotadora, Iker tomó una barca, cruzó el Nilo y, por recomendación de Sarenput, llegó a la orilla oeste para admirar el paraje donde se excavaba su morada de eternidad, que ya estaba casi concluida. En aquel anochecer, los artesanos habrían regresado ya a casa tras haber cerrado la puerta de la tumba. El joven gozaría de la paz del ocaso y del esplendor del lugar.
La expedición se disponía a partir. Desafiando la canícula, todos realizaban una labor empecinada y el escriba sentía la necesidad de relajarse. Fatigados también, el asno y el mastín dormían uno junto al otro. Puesto que no habían manifestado el deseo de acompañar a su dueño, no corría riesgo alguno. Sekari, por su parte, entretenía su tiempo en galante compañía.
Al alejarse de la acción y de lo cotidiano, Iker recuperaba su sentido de la escritura. Frente al grandioso paisaje que el sol cubría con un suave dorado, su mano corría por la paleta, trazando signos de poder que componían un himno a la luz del crepúsculo.
La felicidad seguía siendo inaccesible.
Numerosos cortesanos, es cierto, se habrían contentado con la tan envidiada función de hijo real. Pero ¿cómo podía Iker olvidar a Isis? Ni siquiera veía a las demás mujeres. Sin embargo, dado su título, numerosas enamoradas giraban a su alrededor, aunque ninguna encontraba gracia a sus ojos, sólo Isis reinaba en su corazón.
Estaba más allá del sentimiento y de la pasión.
Aquello era amor.
Sin ella, fuera cual fuese la brillante apariencia del destino de Iker, sería sólo un vacío doloroso.
Se dirigió hacia la tumba de Sarenput con pesados pasos. Cuando ya estaba cerca, se detuvo, intrigado.