En el umbral del templo estaba el Calvo.
—Ha llegado la hora de saber si eres justa de voz y digna de pertenecer a la comunidad de los vivos que se alimentan de luz. Debes comparecer, pues, ante el tribunal de los dos Maat. ¿Aceptas?
Isis conocía la continuación: o un nuevo nacimiento o la aniquilación. Las anteriores pruebas que había tenido que superar sólo representaban una preparación para aquel temible paso.
Pensó en Iker, en su valor, en los peligros que no dejaba de afrontar. Y la joven sacerdotisa comprendió entonces que sentía por él algo más que una simple amistad. Como el hijo real, tenía que vencer el miedo.
—Acepto.
Ungida con incienso, vistiendo una larga túnica de lino fino y calzada con sandalias blancas, Isis fue introducida en una gran sala donde se sentaban cuarenta y dos jueces, cada uno de los cuales lucía el rostro de una divinidad.
Dos encarnaciones de Maat presidían el tribunal, una femenina y la otra masculina.
—¿Conoces el nombre de la puerta de esta sala? —preguntó un juez.
—El peso de lo justo.
—¿Eres capaz de separarte de tus faltas y tus iniquidades?
—No he cometido injusticia alguna —afirmó Isis—, combato el
isefet
, no tolero el mal, respeto los ritos, no profano lo sagrado, no revelo el secreto, no he matado ni he hecho matar, ni infligido sufrimiento a nadie, ni maltratado animal alguno, ni hurtado los bienes y las ofrendas de los dioses, ni he aumentado o disminuido el celemín, ni he falseado la balanza.
—Verifiquemos tus declaraciones pesando tu corazón.
—Deseo vivir de Maat, corazón de mi madre celestial, no te levantes contra mí, no testimonies contra mí.
Anubis, con cabeza de chacal, tomó a Isis de la mano y la llevó hasta el pie de una balanza de oro. Allí aguardaba un monstruo con fauces de cocodrilo, pecho de león y posaderas de hipopótamo.
—Tu corazón debe ser tan leve como la pluma de Maat. De lo contrario, la Devoradora te tragará y los componentes de tu individuo, diseminados, regresarán a la naturaleza.
Anubis rozó el plexo solar de la sacerdotisa. Sacó de allí un pequeño cuenco y lo depositó en uno de los platillos de la balanza. En el otro, la pluma de la diosa. Isis no cerró los ojos.
Fuera cual fuese la sentencia, quería contemplar su destino.
Tras algunas oscilaciones, los dos platillos permanecieron en perfecto equilibrio.
—Exacta y justa de voz es la Osiris Isis
(16)
—declaró un juez—. La Devoradora la respetará.
En el pecho de la sacerdotisa palpitaba un nuevo corazón, inalterable, don de las cuarenta y dos divinidades de la sala de los dos Maat.
—Hete aquí capaz de cruzar una nueva puerta —anunció el Calvo.
Isis siguió a su guía.
En la entrada de una capilla en tinieblas, el sacerdote quitó un paño de lino rojo que cubría un león de loza.
—El fuego brota de mis fauces, me protejo a mí mismo. Mi enemigo no sobrevivirá. Castigo a los humanos que reptan y también a todo reptil, macho o hembra. Avanza, Isis, puesto que eres justa de voz.
En ese instante apareció una gigantesca serpiente. Su cuerpo se componía de nueve círculos, cuatro de ellos de fuego.
—¿Te atreverás a seguir esa espiral?
La sacerdotisa tocó los círculos, que se unieron y formaron la cuerda de la barca de Ra. Ésta subió hasta el cielo en forma de una llama de oro que sembraba la turquesa, la malaquita y la esmeralda, que daban nacimiento a las estrellas.
Asociada al nacimiento del universo, Isis vivió la creación del mundo. Cuando el deslumbramiento cesó, divisó las paredes de la capilla, adornadas con escenas en las que el faraón hacía ofrenda a las divinidades.
Con un cinturón rojo, el Calvo hizo un nudo.
—He aquí la vida de las diosas y la estabilidad de los dioses. En ellas resucita Osiris. Este símbolo te protegerá de la agresión de los seres malvados, apartará los obstáculos y te dará la posibilidad de recorrer, algún día, el camino de fuego.
El Calvo colocó el nudo mágico en el ombligo de la sacerdotisa, y la mirada de ella descubrió un lujuriante paraje, inundado de sol.
—Contempla el oro verde de Punt. Sólo él nos permitirá obtener la completa curación de la acacia.
Atrincherado en el fondo de su despacho, Medes sudaba la gota gorda.
La guarnición acababa de rechazar el tercer ataque de los kushitas, diez veces más numerosos que los egipcios que defendían la fortaleza de Semneh. ¡Y el secretario de la Casa del Rey corría el riesgo de que sus aliados lo mataran! A pesar de esa encarnizada resistencia, el final parecía evidente. Cuando el Anunciador lo hubiera decidido, las murallas caerían.
El comandante, herido en la frente, se dirigió a Medes.
—Llega el faraón.
—¿Estás… seguro?
—Comprobadlo vos mismo.
—Debo permanecer aquí y preservar los archivos.
El comandante volvió al combate.
En la proa del navío almirante, la alta estatura de Sesostris dejó pasmados a los kushitas.
Un jefe de tribu ordenó a sus guerreros que lucharan. ¿Acaso no bastaban dos barcos para bloquear el Nilo?
La pesada lanza del rey cruzó el espacio con ligereza, describió una larga curva y se clavó en el pecho del rebelde.
En seguida se produjo la desbandada.
Ágil como un joven, el general Nesmontu fue el primero en saltar al navío enemigo. Infantes y arqueros, precisos y disciplinados, exterminaron a los sitiadores.
La superioridad del ejército egipcio era tal que los kushitas sufrieron una derrota absoluta, y muy pronto, Semneh quedó liberada.
Sin embargo, el monarca no manifestó triunfalismo alguno.
Medes comprendió por qué cuando finalmente salió de su refugio, ante las ansiosas miradas de los soldados.
—¡No… no tenéis ya sombra, ni tampoco nosotros! —exclamó uno de ellos. Todos los egipcios pudieron comprobarlo.
Pese a aquella aparente victoria, Nesmontu temió una cruel derrota. Sin sombra, el cuerpo se exponía a mil y una heridas. Sin ella, era imposible unirse al
ka
. La energía se diluía, y el alma se veía condenada a las tinieblas.
Sesostris levantó su llameante espada hacia el cielo, Sekari silbó el canto de un pájaro.
En el azur se desplegó una bandada de golondrinas. En la ribera, un centenar de avestruces se lanzaron a toda velocidad hacia el sur.
—Sigámoslos —ordenó el rey—. De su plumaje procede el símbolo de Maat. Ellos destruirán el maleficio del Anunciador.
El Nilo demasiado estrecho, unas rocas amenazadoras, una nube negra que ocultaba el sol… Si el propio faraón no hubiese encabezado la expedición, ningún valiente se habría atrevido a explorar un mundo tan temible.
Aprovechando el fuerte viento, la flota avanzó con rapidez. La nube se deshizo y las riberas se separaron.
Bañados por la luz, los avestruces danzaban.
—¡Nuestras sombras han regresado! —advirtió Sekari.
—La batalla prosigue —recordó el rey—. Ahora, el Anunciador provocará el furor de la leona. Doctor Gua y farmacéutico Renseneb, traed lo necesario.
Los dos facultativos habían preparado jarras de cerveza roja con cizaña.
—A la leona le gusta la sangre de los hombres —explicó el monarca—. Intentaremos engañarla y emborracharla, pero sólo la reina de las turquesas podrá pacificarla.
De unos doce kilómetros de largo, la isla de Sai estaba a medio camino entre la segunda y la tercera catarata. En su punta norte se acumulaban las tribus nubias fieles al Anunciador y dispuestas a vérselas con los egipcios. Al acercarse el navío almirante, la hermosa Bina lanzó un terrorífico rugido.
Los guerreros negros retrocedieron para dejar el máximo espacio a la enorme leona. Ni flecha ni lanza la detendrían.
En la proa, varios marinos lanzaron decenas de jarras que se rompieron en las rocas. El olor del líquido derramado atrajo a la fiera, que, excitada, lo lamió golosa.
Saciada, la leona gruñó de satisfacción, se tendió y se adormeció.
Entonces, Sesostris atracó.
Esperando terminar con el faraón, un gran kushita blandió su bastón arrojadizo. Pero el rey simplemente extendió el brazo hacia el asaltante que, derribado por una fuerza desconocida, dio varias vueltas y cayó.
—¡Un mago! ¡Este rey es un mago! —aulló un jefe de clan.
Aquello significó el «sálvese quien pueda».
Dispuestos a un feroz cuerpo a cuerpo, los soldados de Nesmontu tuvieron que derribar sólo a fugitivos.
Un inmenso halcón sobrevoló la parte meridional de la isla de Sai, donde se hallaba el Anunciador. Seguía el combate a distancia, y presenciaba la derrota de sus vasallos.
El repentino picado de la rapaz no le dio tiempo a intervenir. El halcón se apoderó de la reina de las turquesas y subió hacia el cielo.
—¿Cuáles son vuestras órdenes, señor? —preguntó
Shab el Retorcido
, estupefacto.
—Ponernos al abrigo, esos nubios son unos incapaces.
—¿Y Bina?
—Intentemos traerla de vuelta.
Cuando Sesostris se acercó a ella, la leona salió de su sopor y mostró unos amenazadores colmillos.
—Queda en paz, tú, que detentas el poder de matar a la humanidad. Que tu violencia se convierta en dulzura.
A riesgo de ser devorado, el monarca posó en la frente de la fiera la reina de las turquesas, que le había entregado el halcón.
—Transmite tu fuerza a los hijos de la luz. Que triunfen sobre la desgracia y la decrepitud.
De pronto brotó un gran halo con un fulgor verde y azul, y la leona se transformó en una gata esbelta, de pelo negro y brillante y ojos dorados.
A pocos pasos yacía el cuerpo de Bina sobre un charco de sangre.
Fascinados, los soldados egipcios no descubrieron a
Shab el Retorcido
, que estaba oculto tras una roca, tensando su arco. Iker, de espaldas a él, resultaba un blanco perfecto.
Pese a la fatiga y la embriaguez de la victoria, Sekari seguía atento. Instintivamente, percibió la trayectoria de la flecha, y dando un brinco digno de la más ágil de las gacelas, agarró a Iker por la cintura y lo tiró al suelo.
Demasiado tarde.
La flecha se clavó en el omóplato izquierdo del hijo real.
—Ha faltado media pulgada para que murieras —advirtió el doctor Gua—. Sólo te quedará una pequeña cicatriz.
Tras haber administrado al herido una poción anestésica a base de adormidera y haber extraído delicadamente la punta de la flecha, utilizando un bisturí de hoja redondeada, Gua estaba suturando la herida con tela adhesiva, cubierta de un apósito con miel y aceite de cártamo.
—Te debo otra vez la vida —le dijo Iker a Sekari.
—¡Renuncia a contarlas ya! Por desgracia, tu agresor ha huido en una barca. Nesmontu ha peinado toda la isla: ni un solo rebelde, zona segura. Hoy mismo comienza la construcción de un fuerte.
—Me ha parecido distinguir el cadáver de una mujer junto a la leona. Si no me equivoco, era Bina.
—Desaparecida, también.
—¿Y el Anunciador?
—Ni rastro —respondió Sekari—. A excepción de esa mujer y del arquero que te ha disparado, allí sólo combatían negros. Para ese demonio, el porvenir se anuncia difícil, los kushitas nunca le perdonarán que los haya conducido a semejante desastre.
Más allá de la tercera catarata, un sol abrasador desecaba las colinas corroídas por el desierto. Nubes de insectos agredían la nariz y los oídos. Ni siquiera los rápidos procuraban la menor sensación de frescor. Sin embargo, el Anunciador llevaba aún su túnica de lana. En el islote donde se había refugiado en compañía de sus últimos fieles, seguía cuidando de Bina, cuya respiración era casi imperceptible.
—¿La salvaréis? —preguntó Shab, extenuado.
—Vivirá y matará. Ha nacido para matar. Aunque ya no pueda transformarse en leona, Bina sigue siendo la reina de las tinieblas.
—Confío en vos, señor, pero ¿no hemos sufrido una terrible derrota? ¡Y ese tal Iker todavía vive!
—He implantado en este paraje perdido el germen de la nueva creencia y, antes o después, invadirá el mundo. Tal vez necesite cien mil o doscientos mil años, eso no importa. Pero acabará triunfando, ningún espíritu se le resistirá. Y yo la propagaré de nuevo.
Varias canoas repletas de kushitas que vociferaban y blandían azagayas se dirigían hacia el islote.
—¡Son demasiados, señor! No conseguiremos detener su ataque.
—No te preocupes, amigo mío. Esos bárbaros nos traen las embarcaciones necesarias.
El Anunciador se levantó y se situó ante el río. Sus ojos se enrojecieron y de ellos pareció brotar una llama. Las aguas hirvieron y, a pesar de su habilidad, los remeros no evitaron el naufragio. Una furiosa ola los arrastró.
Las canoas, en cambio, salieron intactas de la tormenta.
Los discípulos del Anunciador comprobaron que los poderes de su maestro no habían perdido ni un ápice de su eficacia.
—¿Adonde pensáis ir? —preguntó
el Retorcido
.
—Donde nadie nos aguarda: a Egipto. El faraón me ve vagabundeando por este país miserable hasta que una tribu kushita me capture y me ejecute. Haber sometido a la leona lo embriaga, y el descubrimiento del oro curador le devuelve la confianza. Sin embargo, sigue faltándole una parte fundamental del valioso metal. La improbable curación del árbol de vida no nos detendrá. Nuestra organización de Menfis sigue a salvo y pronto la utilizaremos para golpear en pleno corazón de la espiritualidad egipcia.
—¿Queréis decir que…?
—Sí, Shab, lo has comprendido bien. El viaje será largo, pero alcanzaremos nuestro verdadero objetivo: Abydos. Lo aniquilaremos e impediremos que Osiris resucite.
La exaltante misión hizo desaparecer la fatiga de Shab
el Retorcido
. Nada apartaría al Anunciador de su misión. ¿Acaso no tenía un valioso aliado en el propio interior del dominio de Osiris, el sacerdote permanente Bega?
El faraón arrojó a un caldero unas figuritas de arcilla que representaban a unos nubios arrodillados, con la cabeza gacha y las manos atadas a la espalda. Cuando las tocó con la espada, brotó una llama. Los soldados presentes creyeron oír los gemidos de los torturados, cuyos cuerpos crepitaron.
En el decreto oficial que anunciaba la pacificación de Nubia, Medes sustituyó el signo jeroglífico del guerrero negro, provisto de un arco, por el de una mujer sentada. La magia de la escritura arrebataba así cualquier virilidad a los eventuales rebeldes.