Read El asesinato de Rogelio Ackroyd Online
Authors: Agatha Christie
Es de presumir que el buen hombre compra leche, legumbres, carne y pescado, como todo el mundo, pero ninguno de los proveedores da la sensación de saber lo más mínimo respecto a él. Al parecer, se llama Porrott, un nombre que transmite una extraña sensación de irrealidad. Lo único que sabemos es su interés por el cultivo de calabacines. Pero esto no es, desde luego, lo que Caroline desea conocer. Quiere saber de dónde viene, qué hace, si está casado, lo que su mujer era o todavía es, si tiene hijos, cuál era el nombre de soltera de su madre. Nunca puedo dejar de pensar que alguien como Caroline debió de inventar los formularios de los pasaportes.
—Mi querida Caroline, no me cabe duda, en cuanto a la profesión de ese hombre. Es un peluquero retirado de los negocios. No tienes más que mirarle el bigote.
Caroline no opinaba como yo. Insistió en que, si el hombre fuese peluquero, tendría el cabello ondulado en vez de lacio. Todos los peluqueros lo tienen así.
Cité algunos peluqueros a los que conozco personalmente y que llevan el cabello liso, pero Caroline rehusó dejarse convencer.
—No sé cómo clasificarle —me dijo agraviada—. Le pedí prestadas unas herramientas el otro día y se mostró muy cortés, pero no pude sonsacarle nada. Le pregunté bruscamente si era francés y me contestó que no. Des-pués de eso no me atreví a preguntarle nada más.
Empecé a sentir mayor interés por nuestro misterioso vecino. Un hombre capaz de enmudecer a Caroline y de dejarla con las manos vacías, como una nueva reina de Saba, tenía que ser una personalidad.
—Creo —comentó Caroline— que posee uno de esos modernos aparatos aspiradores de polvo.
Percibí la insinuación de un regalo y vi en sus ojos el brillo de la oportunidad de hacer más preguntas. Aproveché para escaparme al jardín. Me gusta la jardinería. Estaba muy atareado exterminando raíces de dientes de león cuando sonó muy cerca un grito de aviso. Un objeto pesado pasó silbando junto a mi oreja y cayó a mis pies, donde se aplastó con un ruido repugnante. Era un calabacín.
Miré hacia arriba con enojo. Por encima de la tapia, a mi izquierda, surgió un rostro humano. Pertenecía a una cabeza semejante a un huevo, parcialmente cubierta de cabellos de un negro sospechoso y en la cual destacaban un mostacho enorme y un par de ojillos despiertos. Se trataba de nuestro misterioso vecino Mr. Porrott.
Él se apresuró a disculparse.
—Le pido mil perdones, monsieur. ¡No tengo excusa! Durante varios meses he cultivado calabacines. Esta mañana, de pronto, me he encolerizado con ellos y los he mandado a paseo, no sólo mental, sino también físicamente.
Et voilá!
Cojo el mayor y lo echo por encima de la tapia. ¡Monsieur, estoy avergonzado y me pongo a sus pies!
Ante tan profusas disculpas, mi cólera se disipó, como era natural. Después de todo, el dichoso calabacín no me había tocado. Pero esperaba que nuestro nuevo amigo no tuviese por costumbre arrojar cucurbitáceas de ese tamaño por encima de los muros. Semejante hábito le haría indeseable como vecino.
El extraño personaje pareció leer en mi pensamiento.
— ¡Ah, no! —exclamó—. No se inquiete usted. No es mi costumbre dejarme llevar por estos excesos. ¿Pero cree usted posible, monsieur, que un hombre trabaje y sude para lograr cierta clase de bienestar y una vida conforme a sus ambiciones para descubrir que, después de todo, echa de menos los días de trabajo ingrato y la antigua tarea que creyó que le hacía tan feliz dejar?
—Sí —dije lentamente—. Creo que eso ocurre a menudo. Yo soy tal vez un ejemplo de ello. Hace un año que cobré una herencia, suficiente para permitirme la realización de mi sueño. Siempre deseé viajar, ver mundo. Pues bien, de eso hace un año, tal como le digo, y continúo aquí.
—Son las cadenas del hábito —afirmó mi vecino—. Trabajamos para alcanzar un objetivo y, una vez conseguido éste, descubrimos que lo que echamos de menos es el trabajo diario. Créame, monsieur, mi trabajo era interesante, el más interesante del mundo.
— ¿Sí? —dije para animarle. Por un momento me sentí movido por la misma curiosidad que Caroline.
— ¡El estudio de la naturaleza humana, monsieur!
— ¡Ah, ah! -—contesté amablemente.
No me cabía duda de que era peluquero jubilado. ¿Quién conoce mejor que un peluquero los secretos de la naturaleza humana?
—También tenía un amigo; un amigo que durante muchos años no se alejó de mi lado. A pesar de que algunas veces hacía gala de una imbecilidad que daba miedo, me era muy querido. Figúrese que echo de menos hasta su estupidez. Su
naiveté
, su honradez, el placer que disfrutaba sorprendiéndole con mis dotes superiores, todo eso lo echo de menos más de lo que puedo decirle.
— ¿Murió? —pregunté con interés.
—No. Vive y prospera, pero al otro lado del mundo. Se encuentra actualmente en Argentina.
— ¿En Argentina? —dije con envidia.
Siempre ha sido mi deseo ir a América del Sur. Levanté la vista y comprobé que Mr. Porrott me miraba con simpatía. Parecía un tipo comprensivo.
— ¿Irá usted allí? —preguntó.
Sacudí la cabeza mientras suspiraba.
—Podía haber ido. Hace un año. Pero fui un loco y, peor que loco, ambicioso. Arriesgué lo tangible por una sombra.
—Comprendo. ¿Especuló usted?
Asentí tristemente, pero, a pesar mío, me sentía secretamente satisfecho. Aquel hombre ridículo se mostraba tan solemne.
— ¿No sería con los Petróleos Porcupine? —preguntó de pronto.
Le miré con asombro.
—Pensé en ellos, pero acabe optando por una mina de oro en Australia occidental.
Mi vecino me miraba con una extraña expresión que no lograba definir.
—Es el destino —dijo finalmente.
— ¿A qué se refiere? —pregunté algo irritado.
—El destino es lo que hace que yo viva al lado de un hombre que toma en serio los Petróleos Porcupine y las minas de oro australianas. Dígame, ¿es usted aficionado también a las damas de cabello rojizo?
Le miré boquiabierto y se echó a reír.
—No tema usted, no estoy loco. Ha sido una pregunta tonta. Verá usted, el amigo de quien le he hablado era joven, creía que todas las mujeres eran buenas y, la mayoría, hermosas. Pero usted tiene ya cierta edad, es médico y conoce la locura y la vanidad de esta vida nuestra. Bueno, bueno, somos vecinos. Le ruego que acepte y presente a su distinguida hermana mi mejor calabacín.
Se inclinó y me alargó un enorme ejemplar de la tribu que acepté con el mismo espíritu con que me lo ofrecía.
—Vamos —dijo el hombre alegremente—. No he perdido la mañana. He trabado conocimiento con un hombre que se parece algo a mi lejano amigo. A propósito, querría hacerle una pregunta: sin duda conocerá a todos los habitantes de este pueblo. ¿Quién es el joven de cabellos y ojos negrísimos y hermoso rostro que anda con la cabeza echada hacia atrás y con una agradable sonrisa en los labios?
La descripción no dejaba lugar a dudas.
—Debe de tratarse del capitán Ralph Patón.
—No le había visto hasta ahora.
—Hace tiempo que no ha estado aquí, pero es hijo, o mejor dicho, hijo adoptivo de Mr. Ackroyd, de Fernly Park.
Mi vecino hizo un gesto de impaciencia.
— ¡Podía haberlo adivinado! Mr. Ackroyd habla a menudo de él.
— ¿Conoce usted a Ackroyd? —dije con cierta sorpresa.
—Conocí a Mr. Ackroyd en Londres, cuando estuve trabajando allí. Le he pedido que no hable de mi profesión en este pueblo.
—Comprendo —dije divertido por lo que taché de ridícula vanidad por su parte.
—Uno prefiere guardar el incógnito —continuó el tipo con una sonrisa afectada—. No me atrae la notoriedad y no he intentado siquiera corregir la versión local de mi nombre.
— ¿De veras? —contesté algo desconcertado.
—El capitán Ralph Patón —musitó Porrott— ¿Es el prometido de la sobrina de Mr. Ackroyd, la encantadora miss Flora?
— ¿Quién se lo ha dicho? —pregunté muy asombrado.
—Mr. Ackroyd, hace una semana. Está encantado. Hace tiempo que lo deseaba, según he podido comprender. Creo que incluso ha abusado imprudentemente de su influencia sobre el joven. Un muchacho debe casarse según su gusto, no para complacer a un padrastro de quien espera heredar.
Yo me encontraba presa de la mayor confusión. No comprendía que Ackroyd hiciera confidencias a un peluquero y discutiera con él la boda de su sobrina con su hijastro. Ackroyd se muestra lleno de bondad y deferencia con sus inferiores, pero tiene un alto sentido de la dignidad. Empecé a sospechar que Porrott no era peluquero.
Para ocultar mi confusión, dije lo primero que me pasó por la cabeza.
— ¿Qué le hizo fijarse en Ralph Patón? ¿Su físico?
—No, aunque es muy guapo para tratarse de un inglés, lo que las escritoras llamarían un dios griego. Hay algo en ese joven que no comprendo.
Pronunció esta última frase con un tono que me causó una impresión indefinida. Era como si analizara al joven con ayuda de un conocimiento secreto que yo no compartía. Me quedé con esta impresión, porque en aquel instante mi hermana me llamó desde la casa.
Entré y vi a Caroline con el sombrero puesto. Acababa de regresar del pueblo.
—He visto a Mr. Ackroyd —anunció sin preámbulo alguno.
— ¿Sí?
—Le detuve, como es natural, pero tenía mucha prisa y parecía deseoso de escapar.
No dudé un momento de que así fuera. Actuaría con Caroline como yo hiciera horas antes con miss Gannett.
—Le pregunté de inmediato por Ralph. Se ha quedado asombrado. No tenía la menor idea de que el muchacho estuviese aquí. Llegó a decir que debía de estar equivocada. ¡Equivocarme yo!
— ¡Eso es ridículo! ¡Tendría que conocerte mejor!
—Después me dijo que Ralph y Flora están comprometidos.
—Lo sabía —interrumpí con modesto orgullo.
— ¿Quién te lo dijo?
-—Nuestro nuevo vecino.
Caroline vaciló unos segundos, como la bola de una ruleta que baila con coquetería entre dos números. Entonces rechazó la tentación del cebo.
—Le dije a Mr. Ackroyd que Ralph se aloja en el Three Boars.
—Caroline, ¿no piensas nunca en que puedes hacer mucho daño con esta costumbre de repetirlo todo indiscriminadamente?
— ¡Pamplinas! —replicó mi hermana—. Es preciso que la gente se entere. Considero mi deber avisarles. Mr. Ackroyd se mostró muy agradecido.
—Sigue, sigue —añadí, consciente de que no había concluido.
—Creo que fue directamente al Three Boars, pero si lo hizo no encontró a Ralph.
— ¿No?
—No, porque cuando yo regresaba por el bosque...
— ¿Por el bosque?
Caroline tuvo la gracia de sonrojarse.
— ¡El día era tan hermoso! Decidí dar un paseo. El bosque está precioso en esta época del año, con esos tintes otoñales.
A Caroline le importan un comino los bosques, sea la estación que sea. Naturalmente, los considera como lugares donde uno se moja los pies y donde toda especie de cosas desagradables pueden caerte sobre la cabeza. Era, sin duda, el instinto de la mangosta lo que la llevó a nuestro bosque local, que es el único lugar cercano al pueblo
de King's Abbot donde se puede hablar con una muchacha sin que se enteren los habitantes. Ese bosque es contiguo a Fernly Park.
—Continúa —le dije.
—Volvía, como te digo, por el bosque, cuando oí voces.
Caroline hizo una pausa.
— ¿Sí?
—Una pertenecía a Ralph Patón, la reconocí de inmediato. La otra era de una muchacha. Naturalmente, no quería escuchar.
— ¡Claro que no! —interrumpí con un sarcasmo que, sin embargo, se desperdició con Caroline.
—Pero era inevitable oírles. La chica le dijo algo que no comprendí y Ralph le contestó muy enfadado: « ¡Querida! ¿No comprendes que es muy probable que el viejo me deje sin un chelín? Se ha ido cansando de mí durante estos últimos años. Otro disgusto y la cosa estará fatal. ¡Necesitamos el dinero, mujer! Seré un hombre rico cuando el viejo muera. Es avaro, pero tiene la bolsa bien repleta. No tengo ganas de que cambie su testamento. Déjamelo a mí y no te preocupes.»
»Ésas fueron sus palabras textuales. Las recuerdo muy bien. Por desgracia, en aquel momento mi pie tropezó con una ramita seca. Bajaron la voz y se alejaron. No podía correr detrás de ellos, así que no vi quién era la chica.
— ¡Que humillación! Supongo, sin embargo, que al sentirte indispuesta, te apresuraste a ir al Three Boars y pedir una copa de coñac en el bar, para ver si todas las camareras estaban de servicio.
—No era ninguna camarera —dijo Caroline sin vacilar—. Estoy casi segura de que se trataba de Flora Ackroyd, pero...
— ¡Pero no parece lógico! —la interrumpí.
—Si no era Flora, ¿quién entonces?
Rápidamente, mi hermana enumeró una lista de muchachas solteras que viven en los alrededores, con muchos argumentos a favor y en contra.
Cuando se detuvo para tomar aliento, murmuré algo respecto a un paciente y me largué.
Pensé ir a los Three Boars, porque me parecía probable que a esa hora Ralph Patón estuviese allí. Conocía bien a Ralph, mejor tal vez que los demás habitantes de King's Abbot, pues había conocido antes a su madre y comprendía ciertas cosas que desconcertaban a los demás. Era, hasta cierto punto, víctima de una ley hereditaria. No heredó de su madre la propensión a la bebida, pero poseía ciertos rasgos de debilidad. Tal como mi nuevo amigo de la mañana había declarado, era extraordinariamente guapo, alto, bien proporcionado, dotado de la elegancia de movimientos del perfecto atleta, moreno como su madre, con un rostro de líneas correctas, tostado por el sol y casi siempre animado por una fácil sonrisa.
Ralph era uno de esos seres nacidos para ganarse la voluntad de los demás sin esfuerzo. Se daba a la buena vida, era extravagante, no respetaba nada en este mundo, pero, aun así, era encantador y sus amigos le eran devotos.
¿Podía yo acaso hacer algo por el muchacho? Me parecía que sí.
En el Three Boars me enteré de que el capitán acababa de regresar. Subí a su cuarto y entré sin hacerme anunciar.
Durante un momento, al recordar lo que había oído y visto, dudé sobre cómo me recibiría, pero sin razón.
— ¡Hola! ¡Es usted, Sheppard! ¡Me alegro de verle! —Se acercó a mí con la mano tendida y el rostro radiante y sonriente—. La única persona que me alegro de ver en este pueblo infernal.