El asesinato de Rogelio Ackroyd (27 page)

BOOK: El asesinato de Rogelio Ackroyd
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— ¡Sí, amigo mío!

— ¿Cuál?

Hubo un silencio que duró unos minutos. De pronto arrojó la colilla en el hogar y empezó con voz reposada:

—Voy a llevarle por el camino que he recorrido yo mismo. Paso a paso me acompañará usted y verá que todos los hechos señalan infaliblemente a una determinada persona:

»Para empezar, había dos hechos y una pequeña discrepancia en las horas que me llamaron de un modo especial la atención. El primer hecho era la llamada telefónica. Si Ralph Patón era en realidad el asesino, la llamada carecía de sentido: era absurda. Me dije, pues, que Patón no era el criminal.

»Me aseguré de que la llamada no fue hecha por nadie de la casa y, sin embargo, estaba convencido de que tenía que buscar al criminal entre los que estaban presentes la noche fatal. Llegué, pues, a la conclusión de que la llamada debió provenir de un cómplice. Esta deducción no acababa de satisfacerme, pero de momento no la descarté.

»Examiné luego el motivo de la llamada. Eso resultó difícil. Sólo podía estudiarlo juzgando su resultado: que el crimen se descubrió aquella noche en vez de a la mañana siguiente. ¿Comprende usted?

—Sí. Ackroyd había dado órdenes para que no le molestaran y no era probable que nadie entrara en el despacho aquella noche.


Tres bien
. El asunto marcha, ¿verdad? Pero algunos puntos continuaban oscuros. ¿Cuál era la ventaja de hacer descubrir el crimen aquella noche, en vez de la mañana siguiente? La única idea que se me ocurrió fue que el asesino, sabiendo que el crimen se descubriría a una hora determinada, se las compondría para estar presente cuando se forzara la puerta o inmediatamente después. Llegamos ahora al segundo hecho: el sillón apartado de la pared. El inspector Raglán desechó el detalle por carecer de importancia. Yo, en cambio, lo consideré siempre del mayor interés.

»En su manuscrito usted ha dibujado un pequeño plano del despacho. Si lo tuviese aquí en este momento vería que el sillón, colocado de la manera indicada por Parker, se encuentra precisamente en línea recta entre la puerta y la ventana.

— ¡La ventana!

—Veo que capta mi primera idea. Me imaginé que entraron por la puerta, pero no tardé en abandonar esa suposición, pues, aunque el sillón tenía un respaldo muy alto, tapaba muy poco la ventana. Pero recuerde usted,
mon ami
, que frente a esa ventana había una mesa cubierta de libros y revistas. Esa mesa quedaba completamente oculta por el sillón y enseguida surgió en mi mente la primera sospecha de la verdad.

»Supongamos que había en esa mesa algo que no se quería que fuese visto. Algo colocado allí por el asesino. Hasta entonces no tenía la menor idea de qué podría ser, pero sabía que era algo que el criminal no había podido llevarse consigo cuando cometió el asesinato y que era un asunto vital para él quitarlo de allí tan pronto como le fuese posible, después de ser descubierto el crimen. La llamada telefónica obedecería, pues, a la necesidad del culpable de encontrarse sobre el terreno al ser hallado el cuerpo.

«Cuatro personas estaban presentes cuando la policía llegó: usted, Parker, el comandante Blunt y Mr. Raymond. Eliminé inmediatamente a Parker, puesto que, fuese cual fuese la hora en que se descubriera el crimen, se encontraría allí. Además, él fue quien me habló del sillón cambiado de sitio. Parker quedaba descartado del crimen, pero era posible que hubiese sido el chantajista. Raymond y Blunt eran sospechosos, puesto que, si el crimen hubiese sido descubierto por la mañana, cabía en lo posible que llegaran demasiado tarde para impedir fuera encontrado el objeto colocado en la mesa.

» ¿Qué era ese objeto? Hace un momento ha oído usted lo que argumentaba con respecto al fragmento de conversación oído. Tan pronto como supe que el representante de una compañía de dictáfonos había estado en la casa, la idea de un dictáfono arraigó en mi mente. ¿Recuerda lo que he dicho hace media hora? Todos estaban de acuerdo con mi teoría, pero parecía que un hecho vital se les había escapado. Si se usó un dictáfono aquella noche, ¿por qué no se encontró?

—No había pensado en eso.

—Sabemos que le fue entregado un dictáfono a Mr. Ackroyd, pero no estaba entre los objetos de su pertenencia. Si algo fue retirado de la mesa, ¿por qué no había de ser el dictáfono? Sin embargo, la empresa no era fácil.

»La atención de todos estaba naturalmente concentrada en el muerto. Creo que cualquiera podía haberse acercado a la mesa sin que le vieran los demás, pero un dictáfono es un objeto voluminoso. No se puede meter en un bolsillo. Debió de tener un receptáculo capaz de contenerlo. Ya ve usted adonde llegamos. La figura del asesino toma forma. Es la persona que se encontraba en el lugar del crimen, pero que tal vez no hubiese estado presente si se hubiese descubierto a la mañana siguiente, una persona que llevaba un receptáculo dentro del cual cabía el dictáfono...

Le interrumpí:

— ¿Por qué habría de llevarse el dictáfono? ¿Qué ganaba con ello?

—Usted se parece a Mr. Raymond. Parte de una base falsa: de que a las nueve y media se oyó la voz de Mr. Ackroyd hablando al dictáfono. Pero considere por un momento este útil invento. Usted le dicta, ¿verdad? Y más tarde el secretario o un mecanógrafo lo pone en marcha y la voz vuelve a sonar.

— ¿Quiere decir...? —exclamé.

—Sí, eso es lo que quiero decir. A las nueve y media, Mr. Ackroyd ya estaba muerto. ¡Era el dictáfono el que hablaba y no el hombre!

—El criminal lo hizo funcionar. Entonces, debía encontrarse en el cuarto en aquel momento.

—Es probable, pero no debemos excluir la posibilidad de que le hubiera adaptado un mecanismo especial, algo sencillo como la maquinaria de un vulgar despertador. En ese caso tenemos que añadir dos particularidades a nuestro retrato imaginario del asesino. Debía ser alguien que estaba enterado de la compra del dictáfono y que tenía conocimientos de mecánica.

»A esas conclusiones había llegado cuando encontramos las huellas de la ventana. Aquí podía escoger entre tres conclusiones. Primera: Era factible que las hubiera dejado Ralph Patón. Estaba en Fernly Park aquella noche y pudo introducirse en el despacho y encontrar a su tío muerto. Ésta era una hipótesis. Segunda: Cabía la posibilidad de que las huellas hubiesen sido hechas por alguien que llevara la misma clase de tacones de goma en los zapatos, pero los habitantes de la casa tenían zapatos de suela de
crepé
y
deseché
la idea de que alguien de fuera tuviese la misma clase de zapatos que Ralph Patón. Charles Kent llevaba, lo sabemos por la camarera del bar The Dog & Whistle un par de botas que se le «caían de los pies».

»Esas huellas podían haber sido dejadas por alguien que trataba deliberadamente de hacer recaer las sospechas sobre Ralph Patón. Para probar esa teoría era preciso dilucidar algunos hechos. El par de zapatos de Ralph incautado por la policía en el Three Boars. Ni Ralph ni ninguna otra persona pudo llevarlos aquella noche, puesto que los tenían en los bajos de la posada para limpiarlos.

»Según la teoría de la policía, Ralph poseía otro par de la misma clase y descubrí que era cierto que tenía dos pares. Para que mi teoría fuera correcta, era preciso que el asesino hubiese llevado los zapatos de Ralph aquella noche y, en tal caso, Ralph debía haberse puesto un tercer par de zapatos de una clase u otra. Supuse que no tendría tres pares de zapatos iguales y que poseería por lo menos un par de botas. Pedí a su hermana Caroline que se enterara de ese punto, insistiendo sobre el color, con el fin, lo confieso, de esconder el verdadero motivo de mis preguntas.

»Ya conoce usted el resultado de sus investigaciones. Ralph Patón tenía un par de botas. La primera pregunta que le hice cuando llegó a mi casa ayer por la mañana fue para saber lo que llevaba puesto la noche fatal. Me contestó en seguida que llevaba botas, en realidad todavía las llevaba puestas, porque no tenía nada más que ponerse.

»De este modo adelantábamos en nuestra descripción del asesino. Era una persona que había tenido la oportunidad de llevarse esos zapatos del cuarto de Ralph Patón en el Three Boars aquel día.

Poirot se detuvo y continuó en voz más alta:

—Hay otro punto. El criminal debía ser una persona que tuviera la oportunidad de retirar la daga de la vitrina. Quizás usted diga con toda razón que cualquiera en la casa pudo haberlo hecho, pero le recordaré que Flora Ackroyd está segura de que la daga no se encontraba en la vitrina cuando la examinó.

Hizo otra pausa.

—Recapitulemos: Una persona que estuvo en el Three Boars aquel día, una persona que conocía bastante bien a Ackroyd para saber que había adquirido un dictáfono, una persona que entendía en cuestiones de mecánica, que tuvo la oportunidad de retirar la daga de la vitrina antes de la llegada de miss Flora, que llevaba consigo un receptáculo capaz de contener el dictáfono como, por ejemplo, un maletín negro, y que se encontró sola en el despacho durante unos minutos después de descubrirse el crimen, mientras Parker telefoneaba a la policía. En fin, ¡usted, doctor Sheppard!

Capítulo XXVI
-
Y nada más que la verdad

Reinó un silencio de muerte durante un momento. De pronto me eché a reír.

— ¡Está usted loco!

—No —replicó Poirot plácidamente—. No estoy loco. Esa pequeña diferencia en la hora fue lo que me llamó la atención sobre usted desde el principio.

— ¿La diferencia de hora? —repetí intrigado.

—Sí. Recordará que todo el mundo estaba de acuerdo para decir, usted incluido, que hacían falta cinco minutos para ir andando del cobertizo a la casa e incluso menos si se tomaba el atajo de la terraza. Pero usted dejó la casa a las nueve menos diez según su declaración y la de Parker y, sin embargo, eran las nueve cuando traspasaba la verja delante del callejón. Era una noche fría y desapacible, en la cual uno no se sentiría inclinado a entretenerse. ¿Por qué necesitó diez minutos para recorrer un trayecto que requería cinco? Comprendí desde el principio que sólo teníamos su afirmación para probar que la ventana del despacho estaba cerrada. Ackroyd le preguntó si usted la había cerrado, pero no lo comprobó.

«Supongamos, pues, que la ventana del despacho estuviera abierta. ¿Tendría usted tiempo en diez minutos para dar la vuelta a la casa, cambiar sus zapatos, entrar por la ventana, matar a Ackroyd y llegar a la verja a las nueve? Deseché esta teoría, pues era probable que un hombre tan nervioso como Ackroyd, le hubiese oído entrar y hubiera provocado una lucha. Pero, ¿y suponiendo que hubiera matado a Ackroyd antes de salir, mientras estaba de pie al lado de su silla? Podía entonces salir por la puerta central, dar la vuelta hasta el pequeño cobertizo, tomar los zapatos de Ralph Patón del maletín que llevaba aquella noche, ponérselos, atravesar el fango y dejar huellas en la ventana, entrar en el despacho, cerrar la puerta por dentro, volver corriendo al cobertizo, cambiarse nuevamente de zapatos y correr hasta la verja. Hice todo eso el otro día, cuando usted estaba con Mrs. Ackroyd, y empleé exactamente diez minutos. Luego, a casa y disponer de una buena coartada, pues había regulado el dictáfono para que funcionara a las nueve y media.

—Mi querido Poirot —dije con una voz que sonó extraña y forzada en mis propios oídos—. Usted ha reflexionado demasiado sobre este caso. ¿Por qué había de asesinar a Ackroyd?

— ¡Para protegerse! Usted era quien chantajeaba a Mrs. Ferrars. ¿Quién mejor que el doctor que cuidaba a Mr. Ferrars estaba en condiciones de saber cuál era la causa de su muerte? Cuando usted me habló el primer día en el jardín, mencionó un legado en posesión del que había entrado hacía un año. No he podido encontrar rastro de legado alguno. Tuvo usted que inventar algo para justificar las veinte mil libras de Mrs. Ferrars, que no le aprovecharon gran cosa. Perdió la mayor parte en diversas es-peculaciones y acabó presionando demasiado. Mrs. Ferrars encontró una solución con la cual usted no contaba. Si Ackroyd se hubiese enterado de la verdad, no habría tenido compasión de usted. ¡Estaba arruinado para siempre!

— ¿Y la llamada telefónica? —Pregunté, tratando de hacerle frente—. ¿Supongo que usted tiene una explicación plausible también para ella?

—Le confesaré que quedé desconcertado cuando supe que le habían telefoneado en realidad desde la estación de King's Abbot. Al principio creí que había inventado la historia. Eso fue un detalle ingeniosísimo. Usted necesitaba una excusa para llegar a Fernly Park, encontrar el cuerpo y tener ocasión de quitar el dictáfono del que dependía su coartada. Tenía una vaga noción de lo ocurrido cuando fui a ver a su hermana aquel primer día y le pregunté qué pacientes habían ido a su consulta el viernes por la mañana.

»No pensaba en miss Russell entonces. Su visita fue una feliz coincidencia, puesto que alejó su pensamiento del verdadero objeto de mis preguntas. Encontré lo que buscaba. Entre sus pacientes se encontraba aquella ma-ñana el camarero de un trasatlántico norteamericano. ¿Quién mejor que él para ir a Liverpool en el tren de la noche? Después, estaría en alta mar, lejos de todos. Comprobé que el
Orion
zarpaba el sábado y, tras conseguir el nombre del camarero, le envié un telegrama, haciéndole una pregunta. Su contestación es lo que acabo de recibir.

Me alargó el siguiente mensaje:

«Es cierto. El doctor Sheppard me pidió que dejara una nota en casa de un enfermo. Tenía que llamarle por teléfono desde la estación con la respuesta:
Sin contestación
».

—Fue una idea ingeniosa —dijo Poirot—. La llamada era genuina. Su hermana le vio recibirla, pero una sola persona sabía lo que le decían en realidad. ¡Usted!

Bostecé.

—Todo esto es muy interesante, pero muy poco práctico.

— ¿Usted cree? Recuerde lo que he dicho. La verdad irá a parar a manos del inspector Raglán por la mañana. Pero, por consideración a su buena hermana, estoy dispuesto a dejarle otra alternativa. Podría tomar, por ejemplo, una dosis exagerada de algún somnífero. ¿Me comprende? Antes de eso, el capitán Patón debe quedar libre de toda sospecha,
ca va sans dire
. Le sugiero la idea de concluir su interesante manuscrito pero abandonando su antigua reticencia.

—Usted es muy prolífico en sugerencias. ¿Ha terminado ya?

—Ahora que me dice esto, recuerdo otra cosa todavía. Sería una torpeza por su parte tratar de imponerme silencio como hizo con Ackroyd. Esas cosas no tienen éxito con Hercule Poirot.

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