Desde mi cielo (27 page)

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Authors: Alice Sebold

BOOK: Desde mi cielo
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Un día Buckley, que ya está en segundo, volvió del colegio con una redacción que había escrito: «Érase una vez un niño llamado Billy al que le gustaba explorar. Vio un hoyo y se metió en él, pero nunca salió. Fin».

Mi padre estaba demasiado absorto para ver algo en eso. Imitando a mi madre, la pegó en la puerta de la nevera, donde habían estado los dibujos hacía tiempo olvidados de Buckley del Intermedio. Pero mi hermano sabía que su redacción tenía un problema. Lo supo al ver la cara de su profesor al reaccionar tarde, como hacían los personajes de sus libros de cómics. La despegó y la llevó a mi antiguo cuarto mientras la abuela Lynn estaba abajo. La dobló en un pequeño cuadrado y lo metió en las entrañas ahora vacías de mi cama de columnas.

Un caluroso día de otoño de 1976, Len Fenerman hizo una visita a la gran caja fuerte de la sala de pruebas. Allí estaban los huesos de los animales del vecindario que habían encontrado en el sótano del señor Harvey, junto con los resultados del laboratorio de la prueba de cal viva. Había supervisado la investigación, pero por mucho y muy hondo que habían excavado, no habían encontrado huesos o cadáveres en la propiedad. La mancha de sangre en el suelo de su garaje era mi única tarjeta de visita. Len había pasado semanas, meses, estudiando una fotocopia del dibujo que había robado Lindsey. Había vuelto a llevar al campo a un equipo, y habían excavado y vuelto a excavar. Por fin encontraron en el otro extremo del campo una vieja lata de Coca-Cola. Allí había una prueba consistente: huellas dactilares que correspondían con las huellas del señor Harvey que estaban por toda su casa, junto con huellas dactilares que correspondían con las de mi certificado de nacimiento. Ya no tenía ninguna duda: Jack Salmón había tenido razón desde el principio.

Pero por mucho que habían buscado al hombre en cuestión, era como si se hubiera evaporado en el aire al llegar al límite de la propiedad. No había encontrado ningún documento con ese nombre. Oficialmente, no existía.

Lo único que George Harvey había dejado atrás eran sus casas de muñecas. Len llamó al hombre que se las vendía y le pasaba los encargos de los grandes almacenes selectos y de la gente adinerada que pedía réplicas de sus propias casas. Nada. Había llamado a los fabricantes de las sillas en miniatura, de las diminutas puertas y ventanas de cristal biselado y del material de latón, así como al fabricante de los matorrales y árboles de tela. Nada.

Se quedó sentado ante las pruebas esparcidas sobre una desolada mesa común en el sótano de la comisaría. Revisó el montón de carteles de más que mi padre había mandado hacer. Había memorizado mi cara, pero aun así los miró. Empezaba a creer que lo más beneficioso para mi caso iba a ser el creciente desarrollo de la urbanización de la zona. Con toda la tierra removida, tal vez encontraran nuevas pistas que proporcionaran la respuesta que él necesitaba.

En el fondo de la caja estaba la bolsa con el gorro de borla y cascabeles. Cuando se lo había dado a mi madre, ésta se había desmayado en la alfombra. Seguía sin saber en qué momento se había enamorado de ella. Yo sabía que fue el día en que se había sentado en nuestra sala mientras mi madre dibujaba figuras en el papel de la carnicería, y Buckley y Nate dormían en el sofá, cada uno en un extremo. Lo lamenté por él. Había tratado de resolver mi asesinato sin éxito. Había tratado de querer a mi madre, también sin éxito.

Len miró el dibujo del campo de trigo que había robado Lindsey y se obligó a reconocer que, en su prudencia, había permitido que el asesino saliera impune. No podía quitarse de encima el sentimiento de culpabilidad. Sabía, aun cuando nadie más lo hiciera, que el haber estado con mi madre ese día en el centro comercial le hacía culpable de que George Harvey estuviera en libertad.

Se sacó la billetera del bolsillo trasero y dejó en la mesa las fotos de todos los casos sin resolver en los que había trabajado. Entre ellas estaba la de su mujer. Las puso boca abajo. «Fallecida», había escrito en cada una de ellas. Ya no esperaba que llegara el día en que comprendería quién, por qué o cómo. Nunca averiguaría todas las razones por las que su mujer se había quitado la vida. Nunca comprendería por qué habían desaparecido tantas niñas. Dejó esas fotos en la caja de las pruebas de mi caso y apagó las luces de la fría habitación.

Pero no sabía que, en Connecticut, el 10 de septiembre de 1976, un cazador había visto en el suelo, al regresar a su coche, algo que brillaba. Mi colgante con la piedra de Pensilvania. Y vio que cerca de allí, en el suelo, un oso había estado cavando parcialmente y había dejado a la vista algo que, sin lugar a dudas, era un pie infantil.

Mi madre sólo aguantó un invierno en New Hampshire antes de que se le ocurriera la idea de ir en coche hasta California. Era algo que siempre había querido hacer pero nunca había hecho. Un hombre que había conocido en New Hampshire le había comentado que había trabajo en las bodegas de los valles de San Francisco. Era fácil llegar allí, y el trabajo sólo requería esfuerzo físico y podía ser, si querías, muy anónimo. A mi madre, esas tres condiciones le parecieron bien.

Ese hombre también había querido acostarse con mi madre, pero ella había rehusado. Para entonces ya sabía que ésa no era la salida. Desde la primera noche con Len en las entrañas del centro comercial había sabido que no tenían futuro. En realidad, ni siquiera lo había sentido.

Hizo las maletas para irse a California y envió postales a mis hermanos desde cada ciudad por la que pasaba. «Hola, estoy en Dayton. El pájaro típico de Ohio es el cardenal», «Llegué al Mississippi anoche al atardecer. Es un río realmente enorme».

En Arizona, ocho estados más allá de lo más lejos que nunca había llegado, alquiló una habitación y se llevó una bolsa de cubitos de hielo de la máquina de fuera. Al día siguiente llegaría a California y, para celebrarlo, había comprado una botella de champán. Pensó en lo que le había explicado el hombre de New Hampshire, cómo se había pasado un año entero rascando el moho de los enormes barriles de vino. Tumbado de espaldas, había tenido que utilizar un cuchillo para arrancar las capas de moho. El moho tenía el color y la textura del hígado, y por mucho que se bañara seguía atrayendo a las moscas de la fruta horas después.

Ella se bebió el champán en un vaso de plástico y se miró en el espejo. Se obligó a mirarse.

Se recordó a sí misma sentada en la sala de nuestra casa conmigo, mis hermanos y mi padre la primera Nochevieja que nos habíamos quedado levantados los cinco. Todo su día se había centrado en asegurarse de que Buckley durmiera lo suficiente.

Cuando él se despertó después del anochecer, estaba convencido de que esa noche iba a venir alguien mejor que Papá Noel. En su imaginación tenía una imagen explosiva de las mejores vacaciones posibles, en las que sería transportado hasta el país de los juguetes.

Horas después, mientras bostezaba recostado en el regazo de mi madre y ella le pasaba los dedos por el pelo, mi padre entró a hurtadillas en la cocina para preparar chocolate caliente, y mi hermana y yo servimos pastel de chocolate alemán. Cuando el reloj dio las doce y sólo se oyeron unos gritos lejanos y unos cuantos disparos al aire en nuestro vecindario, mi hermano no podía creérselo. Se llevó un chasco tan grande que mi madre no sabía qué hacer. Lo vio como un
Is that all there is?
de una Peggy Lee pequeña seguido de un berrido.

Recordó que en ese momento mi padre había cogido a Buckley en brazos y se había puesto a cantar. Los demás cantamos con él. «Let ole acquaintance be forgot and never brought to mind, should ole acquaintance be forgot and days of auld lang syne!»

Y Buckley se quedó mirándonos. Capturó las extrañas palabras como burbujas flotando en el aire.

—¿«Lang syne»? —repitió con cara de desconcierto.

—¿Qué significa? —pregunté a mis padres.

—Los viejos tiempos —dijo mi padre.

—Días que pasaron hace mucho —explicó mi madre. Pero de pronto había empezado a reunir las migas del pastel en el plato.

—Eh, Ojos de Océano —dijo mi padre—. ¿Adonde has ido?

Y ella recordó que había reaccionado a la pregunta cerrándose, como si su espíritu hubiera tenido un grifo y lo hubiera girado a la derecha, y luego se había puesto de pie y me había pedido que la ayudara a recoger.

Cuando, en el otoño de 1976, llegó a California, fue directamente a la playa y detuvo el coche. Se sentía como si hubiera conducido a través de familias durante días —familias peleándose, familias chillando, familias desgañitándose, familias bajo la milagrosa presión de la cotidianidad— y, al contemplar las olas a través del parabrisas de su coche, se sintió aliviada. No pudo evitar pensar en los libros que había leído en la universidad.
The Awakening.
Y lo que le había ocurrido a una escritora, Virginia Woolf. Todo le había parecido tan maravilloso entonces, tan romántico y diáfano... con piedras en los bolsillos, caminar entre las olas...

Bajó por el acantilado después de atarse el jersey a la cintura. Abajo no veía más que rocas desiguales y olas. Tuvo cuidado, pero yo estaba más pendiente de sus pies que del panorama que ella contemplaba, me preocupaba que resbalara.

Ella sólo pensaba en su deseo de llegar a esas olas y mojarse los pies en otro océano en el otro extremo del país: el objetivo puramente bautismal de ese gesto. Un remojón y podías volver a empezar. ¿O la vida se parecía más a una horrible gincana que te hacía correr de acá para allá en un recinto cerrado, cogiendo y colocando bloques de madera sin parar? Ella pensaba: «Llega hasta las olas, las olas, las olas». Y yo observaba cómo sus pies se movían por las rocas, y cuando lo oímos, lo hicimos juntas, y levantamos la vista sorprendidas.

Había un bebé en la playa.

Entre las rocas había una cueva de arena y, gateando sobre una manta extendida en la arena, mi madre vio a una niña con un gorrito de punto rosa, camiseta y botas. Estaba sola sobre una manta con un muñeco blanco que a mi madre le pareció un cordero.

De espaldas a mi madre mientras bajaba por las rocas había un grupo de adultos de aspecto estresado y muy profesional, vestidos de negro y azul marino, con sombreros sofisticadamente ladeados y botas. De pronto mis ojos de fotógrafa de la naturaleza se fijaron en los trípodes y los círculos plateados bordeados de alambre que, cada vez que un joven los movía hacia la izquierda o la derecha, hacían que la luz rebotara en la niña sobre la manta.

Mi madre se echó a reír, pero sólo un ayudante se volvió y advirtió su presencia entre las rocas; todos los demás estaban demasiado ocupados. Estaban filmando un anuncio, imaginé yo, pero ¿de qué? ¿Niñas nuevas para reemplazar a los propios hijos? Mientras mi madre reía y yo veía cómo se le iluminaba la cara, también la vi torcer el gesto.

Vio detrás de la niña las olas, lo hechizantes que eran; podían acercarse con sigilo y llevarse a la niña. Toda esa gente elegante correría tras ella, pero ella se ahogaría en el acto y nadie, ni siquiera una madre con instinto para anticipar el desastre, podría salvarla si las olas daban un salto, si la vida seguía su curso y algún accidente monstruoso alcanzaba la tranquila playa.

Esa misma semana encontró empleo en la bodega Krusoe, situadas en un valle sobre la bahía. Escribió a mis hermanos postales llenas de los alegres fragmentos de su vida, esperando parecer optimista en el limitado espacio de una postal.

Los días de fiesta paseaba por las calles de Sausalito o Santa Rosa, pequeñas ciudades emprendedoras donde todo el mundo era forastero y, por mucho que intentara concentrarse en las promesas de lo desconocido, en cuanto entraba en una tienda de objetos de regalo o en un café, las cuatro paredes que la rodeaban empezaban a respirar como un pulmón. Entonces sentía, trepando por sus pantorrillas hasta sus entrañas, el violento ataque, la llegada del dolor, las lágrimas como un pequeño ejército que se acercaba implacable al frente de sus ojos, y ella inhalaba hondo, tomaba una gran bocanada de aire para contener el llanto en un lugar público. En un restaurante pidió un café con una tostada y la untó de lágrimas. Entró en una floristería y pidió narcisos, y cuando le dijeron que no tenían, se sintió despojada. Era un capricho tan pequeño: una flor amarilla.

El primer funeral improvisado en el campo de trigo despertó en mi padre la necesidad de más, y ahora todos los años organizaba un funeral al que asistían cada vez menos vecinos. Estaban los incondicionales, como Ruth y los Gilbert, pero el grupo estaba compuesto cada vez más por chicos del instituto que con el tiempo sólo me conocían por el nombre, e incluso éste era un rumor oscuro invocado como advertencia a todo alumno que anduviera demasiado solo. Sobre todo las niñas.

Cada vez que esos desconocidos pronunciaban mi nombre yo sentía como un alfilerazo. No era la agradable sensación que experimentaba cuando lo decía mi padre o cuando Ruth lo escribía en su diario. Era la sensación de ser resucitada y enterrada a la vez dentro del mismo aliento. Como si en la clase de economía me hubieran hecho introducirme en una lista de mercancías transmutables: los Asesinados. Sólo unos pocos profesores, como el señor Botte, me recordaban como una niña de verdad. A veces, en la hora del almuerzo, iba a sentarse en su Fiat rojo y pensaba en la hija que se le había muerto de leucemia. A lo lejos, más allá del parabrisas, se extendía, imponente, el campo de trigo. A menudo rezaba una oración por mí.

En sólo unos años, Ray Singh se volvió tan guapo que irradiaba una especie de hechizo cuando se unía a un grupo. Aún no se le había asentado la cara de adulto, pero estaba a la vuelta de la esquina, ahora que tenía diecisiete años. Exudaba una soñolienta asexualidad que le hacía atractivo tanto a hombres como a mujeres, con sus largas pestañas y sus párpados caídos, su pelo negro y abundante, y las mismas facciones delicadas que seguían siendo las de un niño.

Yo veía a Ray con una añoranza distinta a la que había experimentado nunca por nadie. Un anhelo de tocarlo y abrazarlo, de comprender el mismo cuerpo que él examinaba con la mirada más fría. Se sentaba ante su escritorio y leía su libro favorito,
Gray's Anatomy,
y según lo que leía, utilizaba los dedos para palparse la arteria carótida o apretarse con el pulgar y recorrer el músculo más largo del cuerpo, el sartorio, que se extendía desde el lado exterior de la cadera hasta el interior de la rodilla. Su delgadez era entonces una gran ventaja, los huesos y músculos se le marcaban claramente bajo la piel.

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