Desde mi cielo (29 page)

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Authors: Alice Sebold

BOOK: Desde mi cielo
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Levantó la visera de su casco para decirle a gritos:

—Es peligroso. Voy a llevarla debajo de esos árboles.

Lindsey lo siguió, con el ruido de la lluvia amortiguado dentro de su casco acolchado. Se abrieron paso entre la grava y el barro, pisando las ramas y los escombros amontonados al lado de la carretera. Parecía que llovía con más fuerza, y mi hermana se alegró de haberse quitado el vestido que había llevado en la ceremonia de graduación y haberse puesto los pantalones y la cazadora de cuero que Hal había insistido en darle pese a sus protestas de que parecía una pervertida.

Samuel empujó la moto hasta la hilera de robles que había junto a la carretera, y Lindsey lo siguió. La semana anterior habían ido a cortarse el pelo al mismo barbero de la calle Market, y aunque Lindsey tenía el pelo más claro y fino que Samuel, el barbero les había hecho el mismo corte puntiagudo. En cuanto se quitaron los cascos, las grandes gotas que se colaban entre los árboles les mojaron el pelo, y a Lindsey se le empezó a correr el rimel. Observé cómo Samuel le limpiaba la mejilla con el pulgar. «Feliz graduación», dijo en la oscuridad, y se agachó para besarla.

Desde su primer beso en nuestra cocina dos semanas después de mi muerte, yo había sabido que él era —como mi hermana y yo lo habíamos llamado riendo bobamente con nuestras Barbies o cuando veíamos a Bobby Sherman por la televisión— el hombre de su vida. Samuel se había hecho tan imprescindible para ella que su relación enseguida se había consolidado. Habían estudiado juntos en la Temple University, codo con codo. Él la había odiado, pero Lindsey lo había animado a continuar. Verla disfrutar tanto le había permitido sobrevivir.

—Busquemos la parte más tupida de esta maleza —dijo. —¿Y la moto?

—Hal seguramente tendrá que rescatarnos cuando deje de llover.

—Mierda —dijo Lindsey.

Samuel rió y le cogió la mano para empezar a andar. En ese preciso momento oyeron el primer trueno, y Lindsey pegó un bote. El la abrazó con más fuerza. Los relámpagos todavía estaban lejos, y los truenos cobrarían intensidad, siguiéndolos de cerca. A ella nunca le habían fascinado como a mí. La ponían histérica y nerviosa. Pensaba en árboles partiéndose por la mitad, casas estallando en llamas y perros escondiéndose en los sótanos de los barrios residenciales.

Caminaron a través de la maleza, que estaba empapada a pesar de los árboles. Aunque era media tarde, estaba oscuro salvo por la linterna de Samuel. Aun así, vieron rastros de gente; sus botas aplastaban latas y se tropezaban con envases vacíos. Y de pronto, en medio de las tupidas malas hierbas y la oscuridad, los dos vieron la ventana con los cristales rotos del piso superior de una vieja casa victoriana. Samuel apagó la linterna inmediatamente.

—¿Crees que habrá alguien dentro? —preguntó Lindsey.

—Está oscuro.

—Es espeluznante.

Se miraron, y mi hermana dijo en voz alta lo que los dos pensaban:

—¡Allí no nos mojaremos!

Se cogieron de la mano bajo la intensa lluvia y echaron a correr lo más deprisa posible hacia la casa, tratando de no tropezar o resbalarse en el barro cada vez más abundante.

Al acercarse más, Samuel se fijó en la pronunciada inclinación del tejado, así como en la pequeña cruz de madera de los aguilones. Casi todas las ventanas del piso de abajo estaban cerradas con tablones, pero la puerta delantera se balanceaba sobre sus goznes, golpeando la pared de yeso de dentro. Aunque parte de él quería quedarse fuera, bajo la lluvia, para examinar los aleros y las cornisas, entró en la casa precipitadamente con Lindsey. Se quedaron a unos pasos del umbral, temblando y mirando hacia el bosque que los rodeaba. Luego registraron rápidamente las habitaciones de la vieja casa. Estaban solos. No había monstruos espeluznantes agazapados en las esquinas ni había echado raíces allí ningún vagabundo.

Cada vez eran más escasos esos terrenos sin urbanizar que habían marcado más que ninguna otra cosa mi niñez. Vivíamos en una de las primeras urbanizaciones de la región que se habían construido en tierra de labranza, una urbanización que iba a convertirse en modelo e inspiración de lo que ahora parecía un millar de ellas, pero yo siempre había soñado con el tramo de carretera que no se había llenado de tejas de madera de colores chillones y tubos de desagüe, caminos de acceso pavimentados y buzones de tamaño desmesurado. Y lo mismo podía decirse de Samuel.

—¡Guau! ¿Cuántos años crees que tiene? —La voz de Lindsey resonó como en una iglesia.

—Vamos a explorar —dijo Samuel.

Las ventanas cubiertas con tablones del primer piso hacían difícil que se viera algo, pero con la ayuda de la linterna lograron distinguir una chimenea y la guardasilla que se extendía a lo largo de las paredes.

—Fíjate en el suelo —dijo Samuel. Se arrodilló, tirando de ella—. ¿Ves el trabajo de machihembrado? Esta gente tenía más dinero que sus vecinos.

Lindsey sonrió. Del mismo modo que a Hal sólo le importaba el funcionamiento interno de las motos, Samuel se había vuelto un obseso de la carpintería.

Recorrió el suelo con los dedos y pidió a Lindsey que lo imitara.

—Es una ruina maravillosa —dijo.

—¿Victoriana? —preguntó Lindsey, tratando de adivinar.

—Me alucina decirlo —dijo Samuel—, pero creo que es neogótico. Me he fijado en los soportes en diagonal en los bordes de los aguilones, lo que significa que es posterior a mil ochocientos sesenta.

—Mira —dijo Lindsey.

Alguien había hecho una hoguera hacía tiempo en medio del suelo.

—Eso sí que es una tragedia —dijo Samuel.

—¿Por qué no utilizaron la chimenea? Hay una en cada habitación.

Pero Samuel estaba absorto mirando por el agujero que había abierto el fuego en el techo, tratando de distinguir el trabajo de carpintería de los marcos de las ventanas.

—Vamos arriba —dijo.

—Tengo la sensación de estar en una cueva —dijo Lindsey mientras subían por la escalera—. Hay tanto silencio que casi no se oye la lluvia.

Al subir, Samuel golpeó el yeso con un puño.

—Podrías emparedar a alguien en este lugar. Y de pronto tuvo lugar uno de esos instantes que ellos habían aprendido a dejar correr y que yo vivía esperando. Planteaba una pregunta primordial: ¿Dónde estaba yo? ¿Me mencionarían? ¿Sacarían el tema y hablarían de mí? Por lo general, a esas alturas la respuesta era un decepcionante no. Ya no era el festival de Susie en la Tierra.

Pero algo tenían esa casa y esa noche —los días señalados, como las ceremonias de graduación y los cumpleaños, siempre reavivaban mi recuerdo, me hacían ocupar un lugar más prominente en sus pensamientos— para que en ese momento Lindsey pensara en mí más de lo que normalmente pensaba. Aun así, no lo dijo en voz alta. Recordó la embriagadora sensación que había tenido en la casa del señor Harvey y que había experimentado a menudo desde entonces: que yo estaba con ella de alguna manera, en sus pensamientos y en sus miembros, moviéndome con ella como una hermana gemela.

En lo alto de la escalera encontraron la puerta de la habitación que se habían quedado mirando desde fuera.

—Quiero esta casa —dijo Samuel.

—¿Qué?

—Esta casa me necesita, lo noto.

—Tal vez deberías esperar a que salga el sol para decidirlo —dijo ella.

—Es lo más bonito que he visto nunca —dijo él.

—Samuel Heckler, reparador de cosas rotas —dijo mi hermana.

—Así se habla.

Se quedaron un momento en silencio, oliendo la humedad del aire que entraba por el hueco de la chimenea e inundaba la habitación. Aun con el ruido de la lluvia, Lindsey tenía la sensación de estar escondida, arropada en un seguro rincón del mundo con la persona que más quería.

Le cogió la mano y caminó con él hasta una pequeña habitación de la parte delantera. Sobresalía por encima del vestíbulo del piso de abajo y tenía forma octogonal.

—Miradores —dijo Samuel, y se volvió hacia Lindsey—. Las ventanas, cuando se construyen así, como una habitación diminuta, se llaman miradores.

—¿Te excitan? —preguntó Lindsey sonriendo.

Los dejé en la oscuridad y la lluvia. Me pregunté si Lindsey había notado que, en cuanto empezaron a desabrocharse las cazadoras, los relámpagos habían parado y había cesado el ruido en la garganta de Dios, ese trueno aterrador.

En su estudio, mi padre sostenía en la mano una bola de nieve. El frío del cristal en los dedos lo reconfortaba, y lo sacudió para ver cómo el pingüino desaparecía bajo la nieve ligera y volvía a aparecer poco a poco.

Hal había vuelto de la ceremonia de graduación en su moto, pero en lugar de tranquilizar a mi padre al proporcionarle cierta garantía de que, si una moto había sido capaz de sortear una tormenta y llevar a su conductor a salvo hasta su puerta, otra también podría hacerlo, pareció buscar en su mente las probabilidades de lo contrario.

La ceremonia de graduación de Lindsey le había reportado lo que podría llamarse un doloroso placer. Buckley se había sentado a su lado, indicándole solícito cuándo sonreír y reaccionar. A menudo sabía cuándo hacerlo, pero sus sinapsis ya no eran tan rápidas como las de la gente normal, o al menos así era como se lo explicaba a sí mismo. Era como el tiempo de reacción en las demandas de seguro que él estudiaba. Para la mayoría de la gente había una media de segundos entre el momento en que veían venir algo —otro coche, una roca que bajaba rodando por un terraplén— y el momento en que reaccionaban. Los tiempos de reacción de mi padre eran más lentos que los de la mayoría, como si se moviera en un mundo donde una inevitabilidad aplastante le había arrebatado toda esperanza de percepción aguda.

Buckley llamó a la puerta entreabierta del estudio de su padre.

—Pasa —dijo él.

—Estarán bien, papá. —A sus doce años, mi hermano se había vuelto serio y considerado. Aunque no pagara las facturas ni cocinara, era él quien llevaba la casa.

—Te sienta bien el traje, hijo —dijo mi padre.

—Gracias. —Eso le importaba a mi hermano. Quería que mi padre se sintiera orgulloso de él y se había esmerado en arreglarse, pidiéndole incluso a la abuela Lynn esa mañana que le cortara los mechones que le caían sobre los ojos. Estaba en la fase más incómoda de la adolescencia, cuando no se es niño ni hombre. Casi siempre ocultaba su cuerpo bajo camisetas grandes y vaqueros desaliñados, pero ese día le había gustado llevar traje—. La abuela nos espera abajo con Hal —dijo.

—Enseguida bajo.

Esta vez Buckley cerró la puerta del todo.

Ese otoño mi padre había hecho revelar el último carrete que había encontrado en mi armario en la caja de «Carretes para guardar», y ahora, como hacía a menudo cuando pedía un minuto antes de cenar o veía algo por la televisión o leía un artículo del periódico que le provocaba dolor, abrió el cajón de su escritorio y sacó las fotos con cautela.

Me había sermoneado muchas veces, diciendo que lo que yo llamaba mis «fotos artísticas» eran temerarias, pero el mejor retrato que había tenido nunca se lo había hecho yo en ángulo, de tal modo que su cara llenara todo el cuadro cuando lo sostenías como un rombo.

Debí de hacer caso de sus consejos sobre los ángulos de la cámara y la composición cuando saqué las fotos que él tenía ahora en las manos. No había sabido en qué orden iban los carretes ni qué había en ellos cuando los había hecho revelar. Había un número excesivo de fotos de
Holiday,
y muchas de mis pies en la hierba, borrones grisáceos en el aire que eran pájaros y un granulado intento de atardecer sobre el sauce blanco. Pero en un momento dado yo había decidido hacerle fotos a mi madre. Cuando mi padre recogió el carrete del laboratorio, se quedó sentado en el coche mirando fijamente unas fotos de una mujer que tenía la sensación de que ya casi no conocía.

Desde entonces las había sacado demasiadas veces del cajón para contarlas, pero cada vez que había examinado la cara de esa mujer, había tenido la sensación de que algo crecía dentro de él. Le llevó mucho tiempo comprender qué era. Hacía muy poco que sus sinapsis heridas le habían permitido ponerle nombre. Se había vuelto a enamorar.

No comprendía cómo dos personas que estaban casadas, que se veían todos los días, podían olvidar el aspecto que tenían, pero si tenía que describir de algún modo lo que había ocurrido, era eso. Y las últimas dos fotos del carrete proporcionaban la clave. Él había vuelto a casa del trabajo (yo recordaba que había tratado de mantener la atención de mi madre cuando
Holiday
se puso a ladrar al oír detenerse el coche en el garaje).

—Ya vendrá —le dije—. Espera.

Y ella así lo hizo. Parte de lo que me fascinaba de la fotografía era el poder que me otorgaba sobre la gente que estaba al otro lado de la cámara, incluidos mis propios padres.

Con el rabillo del ojo vi a mi padre cruzar la puerta lateral del patio. Llevaba la delgada cartera que, años atrás, Lindsey y yo habíamos registrado emocionadas para encontrar muy pocas cosas de interés. Los ojos de mi madre ya habían empezado a reflejar distracción y ansiedad, deslizándose por debajo de una máscara. En la foto siguiente la máscara estaba casi en su sitio, y en la última, en la que mi padre se inclinaba ligeramente para besarla en la mejilla, estaba puesta del todo.

—¿Te hice yo eso? —preguntó él a la imagen de mi madre mirando fijamente las fotos, colocadas en fila—. ¿Cómo ocurrió?

—Han parado los relámpagos —dijo mi hermana. La humedad que le cubría la piel ya no era de la lluvia, sino del sudor.

—Te quiero —dijo Samuel.

—Lo sé.

—No, quiero decir que te quiero y quiero casarme contigo, ¡y quiero vivir en esta casa!

—¿Cómo?

—¡Ya se ha acabado esa mierda de universidad odiosa! —gritó Samuel. La pequeña habitación absorbió de tal manera su voz que en sus finas paredes apenas hubo eco.

—Para mí no —dijo mi hermana.

Samuel se levantó del suelo, donde había estado tumbado al lado de mi hermana, y se arrodilló delante de ella.

—Cásate conmigo.

—¿Samuel?

—Estoy cansado de hacer siempre lo que está bien. Cásate conmigo y dejaré esta casa como nueva.

—¿Y quién nos mantendrá?

—Nosotros —dijo él—, como sea.

Ella se incorporó y se arrodilló frente a él. Estaban los dos medio vestidos y empezaban a tener frío a medida que se disipaba su calor.

—De acuerdo.

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