Desde mi cielo (24 page)

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Authors: Alice Sebold

BOOK: Desde mi cielo
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Hizo lo posible para parecer agitado. Dio vueltas por la habitación, respirando entrecortadamente, y cuando la operadora respondió, habló con voz nerviosa.

—Han entrado en mi casa. Póngame con la policía —dijo, escribiendo el guión del primer acto de su versión de los hechos mientras calculaba para sus adentros lo deprisa que podía largarse de allí y qué se llevaría con él.

Cuando mi padre llamó a la comisaría, preguntó por Len Fenerman. No estaba localizable, pero le informaron de que ya habían enviado a dos agentes uniformados para investigar. Lo que éstos encontraron cuando el señor Harvey abrió la puerta fue a un hombre consternado y lloroso que —salvo cierta cualidad repelente que atribuyeron al hecho de tratarse de un hombre que no tenía escrúpulos en llorar— daba en todos los sentidos la impresión de estar reaccionando racionalmente ante los hechos denunciados.

A pesar de que les habían informado por la radio del dibujo que se había llevado Lindsey, los agentes se dejaron impresionar más por la prontitud con que el señor Harvey les había invitado a registrar su casa. También les pareció sincero al compadecer a la familia Salmón.

La incomodidad de los agentes aumentó. Registraron la casa como por obligación, y no encontraron nada salvo indicios de lo que interpretaron como una exagerada soledad y una habitación llena de bonitas casas de muñecas en el piso de arriba, donde cambiaron de tema y le preguntaron cuánto tiempo llevaba haciéndolas.

Advirtieron, según afirmaron más tarde, un cambio instantáneo y amistoso en su comportamiento. Entró en el dormitorio y cogió el cuaderno de bocetos sin mencionar el dibujo que le habían robado. La policía notó que su entusiasmo iba en aumento al enseñarles las casas de muñecas. Las siguientes preguntas las hicieron con delicadeza.

—Podríamos llevarle a la comisaría para seguir haciéndole preguntas, señor —sugirió un agente—, y tiene derecho a llamar a un abogado, pero...

—No tengo inconveniente en responder las preguntas que quieran hacerme aquí —lo interrumpió el señor Harvey—. Soy la parte agraviada, aunque no tengo ningún deseo de presentar cargos contra esa pobre chica.

—La joven que entró en su casa —empezó a decir el otro agente— se llevó algo. Era un dibujo del campo de trigo y una especie de estructura en él...

La forma en que Harvey encajó la noticia, según describirían los agentes al detective Fenerman, fue instantánea y muy convincente. Les dio una explicación tan concluyente no vieron el peligro de que huyera, sobre todo porque no lo veían como un asesino.

—Oh, esa pobre chica —dijo. Se llevó los dedos a sus labios fruncidos, luego se volvió hacia el cuaderno de bocetos y pasó páginas hasta llegar a un dibujo muy parecido al que se había llevado Lindsey—. Es un dibujo parecido a éste, ¿verdad?

Los agentes, que se habían convertido en público, asintieron.

—Trataba de resolverlo —confesó el señor Harvey—. Reconozco que ese atroz incidente me ha tenido obsesionado. Creo que todo el vecindario ha estado dando vueltas a cómo podríamos haberlo prevenido. Por qué no oímos nada ni vimos nada. Porque seguro que la niña gritó.

»Aquí tienen —les dijo a los dos hombres, señalando con un bolígrafo su dibujo—. Perdonen, pero yo pienso en estructuras. Y cuando me enteré de la enorme cantidad de sangre que habían encontrado en el campo de trigo y de lo revuelta que estaba la tierra donde la habían encontrado, decidí que tal vez... —Los miró, escudriñando sus ojos. Los dos agentes querían seguir lo que estaba diciendo. Querían seguirlo. No tenían ninguna pista, ni cuerpo. Tal vez ese extraño hombre podía ofrecer una hipótesis factible—. En fin, que la persona que lo hizo había construido algo bajo tierra, una especie de madriguera, y confieso que empecé a devanarme los sesos y a imaginar los detalles como hago con las casas de muñecas, y le puse una chimenea y un estante, y, bueno, es el vicio que tengo. —Hizo una pausa—. Dispongo de mucho tiempo para mí.

—¿Y funcionó? —preguntó uno de los dos agentes.

—Siempre pensé que había encontrado algo.

—¿Por qué no nos telefoneó, entonces?

—Eso no iba a devolverles a su hija. Cuando el detective Fenerman me interrogó, le dije que sospechaba del joven Ellis, y resultó que estaba totalmente equivocado. No quería enredarle con otra de mis teorías de aficionado.

Los agentes se disculparon porque al día siguiente el detective Fenerman volvería a hacerle una visita y seguramente querría examinar el mismo material. Ver el cuaderno de bocetos, escuchar sus explicaciones sobre el campo de trigo. El señor Harvey dijo que lo consideraba como parte de sus deberes de ciudadano, a pesar de que él había sido la víctima. Los agentes documentaron la entrada de mi hermana en la casa por la ventana del sótano y su salida, a continuación, por la del dormitorio. Hablaron de los daños, que el señor Harvey se ofreció a pagar de su bolsillo, insistiendo en que se hacía cargo del dolor abrumador del que habían dado muestras los Salmón en los pasados meses y que parecía haber contagiado ahora a la hermana de la pobre niña.

Vi cómo disminuían las posibilidades de que capturaran a Harvey mientras contemplaba el fin de mi familia tal y como yo la había conocido.

Después de ir a buscar a Buckley a casa de Nate, mi madre se paró en un teléfono público de la carretera 30 y le pidió a Len que se reuniera con ella en una ruidosa y bulliciosa tienda del centro comercial que había cerca de la tienda de comestibles. Él se puso en camino inmediatamente. Al salir del garaje sonó el teléfono de su casa, pero él no lo oyó. Estaba aislado dentro de su coche, pensando en mi madre y en que todo estaba mal, pero era incapaz de negarle nada por motivos que no era capaz de sostener el tiempo suficiente para analizarlos o rechazarlos.

Mi madre condujo la breve distancia que la separaba del centro comercial y llevó a Buckley de la mano a través de las puertas de cristal hasta un parque circular situado a un nivel más bajo, donde los padres podían dejar a sus hijos para que jugaran mientras ellos hacían sus compras.

Buckley se puso eufórico.

—¡El parque! ¿Puedo ir? —dijo al ver a otros niños pegar botes en el gimnasio como si estuviesen en la selva y dar volteretas en el suelo cubierto de colchonetas.

—¿Seguro que te apetece, cariño? —preguntó ella.

—Por favor —dijo él.

Ella respondió como si se tratara de una concesión maternal.

—Bueno. —Y al verlo salir disparado hacia el tobogán rojo, dijo tras él—: Pero pórtate bien. —Nunca le había dejado jugar allí solo.

Dio su nombre al monitor que vigilaba el parque y dijo que estaría comprando en el piso inferior, cerca de Wanamaker's.

Mientras el señor Harvey explicaba su teoría sobre mi asesinato, mi madre sintió el roce de una mano en el hombro dentro de una tienda de baratijas llamada Spencer's. Al volverse con expectante alivio, vio la espalda de Len Fenerman salir de la tienda. Pasando junto a máscaras que brillaban en la oscuridad, ocho pelotas de plástico negro, llaveros de gnomos peludos y una gran calavera sonriente, salió tras él.

Él no se volvió. Ella lo siguió, al principio excitada y luego enfadada. Entre paso y paso tenía tiempo para pensar, y no quería hacerlo.

Finalmente, lo vio abrir una puerta blanca en la pared en la que nunca se había fijado.

Supo por los ruidos que oía al fondo del oscuro pasillo que Len la había llevado a las entrañas del centro comercial: el sistema de filtración de aire o la planta de bombeo de agua. No le importó. En la oscuridad se imaginó dentro de su propio corazón, y acudió simultáneamente a su mente el dibujo ampliado que había colgado en la consulta de su médico y la imagen de mi padre, con su bata de papel y sus calcetines negros, sentado en el borde de la camilla mientras el médico les explicaba los peligros de una insuficiencia cardíaca congestiva. Justo cuando estaba a punto de abandonarse a la aflicción y echarse a llorar, tropezar y caer en la confusión, llegó al final del pasillo. Éste se abría a una sala enorme de tres plantas que vibraba y zumbaba, y a lo largo de la cual había lucecitas colocadas al azar en cisternas y bombas. Se detuvo y escuchó, a la espera de oír algún ruido aparte del ensordecedor martilleo del aire al ser succionado y reacondicionado para ser expulsado de nuevo. Nada.

Vi a Len antes que mi madre. La observó un instante en la penumbra, localizando la necesidad en sus ojos. Lo sentía por mi padre, por mi familia, pero había caído en ellos. «Podría ahogarme en esos ojos, Abigail», quería decirle, pero sabía que no le estaba permitido.

Mi madre empezó a distinguir cada vez más formas en la brillante confusión de metal interconectado, y por un instante sentí que la habitación empezaba a bastarle, ese territorio desconocido bastaba para sosegarla. La sensación de que nadie podía alcanzarla.

De no haber sido porque la mano de Len le rozó los dedos, yo podría haberla retenido allí para mí. La habitación podría haber seguido siendo un breve paréntesis en su vida como señora Salmón.

Pero él la tocó y ella se volvió. Aun así, ella no lo miraba realmente. Él aceptó esa ausencia.

Yo daba vueltas mientras los observaba, y me sujeté al banco del cenador, respirando con dificultad. Ella no podía saber, pensé, que mientras asía el pelo de Len y él alcanzaba la parte inferior de su espalda, atrayéndola hacia sí, el hombre que me había asesinado acompañaba a dos agentes a la puerta de su casa.

Sentí los besos que descendían por el cuello de mi madre hasta su pecho, como las ligeras patitas de los ratones y como los pétalos de flores caídos que eran. Destructivos y maravillosos a la vez. Eran susurros que la llamaban, alejándola de mí, de mi familia y de su dolor. Ella los siguió con el cuerpo.

Mientras Len le cogía la mano y la apartaba de la pared acercándola a la maraña de tuberías cuyo ruido se sumaba al estruendo general, el señor Harvey empezó a recoger sus pertenencias; mi hermano conoció a una niña que jugaba al Hula-oop en el parque; mi hermana estaba tumbada en su cama con Samuel, los dos totalmente vestidos y nerviosos; mi abuela se bebió tres copitas en el comedor vacío; mi padre no apartaba la vista del teléfono.

Mi madre tiró con avidez del abrigo y la camisa de Len, y él la ayudó. La observó mientras se desnudaba, quitándose por la cabeza el jersey de cuello alto hasta quedarse en ropa interior y blusita de tirantes. Se quedó mirándola.

Samuel besó la nuca de mi hermana. Olía a jabón y a Bactine, y, aun así, deseó no separarse nunca de ella.

Len estaba a punto de decir algo; mi madre lo vio abrir los labios, y cerró los ojos y ordenó al mundo que callara, gritando las palabras dentro de su cabeza. Cuando volvió a abrir los ojos y lo miró, él estaba callado, con la boca cerrada. Ella se quitó por la cabeza la blusita de tirantes y luego las bragas. Tenía el cuerpo que yo nunca tendría. Pero la luna le iluminaba la piel y sus ojos eran océanos. Estaba vacía, perdida, abandonada.

El señor Harvey se marchó de su casa por última vez mientras a mi madre se le concedía su deseo más temporal. Encontrar en su arruinado corazón una puerta a un feliz adulterio.

16

Un año después de mi muerte, el doctor Singh llamó a su casa para decir que no iría a cenar. Pero Ruana hizo sus ejercicios de todos modos. Si estirada en la alfombra en el rincón más calentito de la casa en invierno no podía evitar dar vueltas y más vueltas a las ausencias de su marido, dejaba que éstas la consumieran hasta que el cuerpo le suplicaba que las soltara, se concentrara —mientras se inclinaba hacia delante con los brazos extendidos hacia los dedos de los pies— y se moviera, desconectara la mente y olvidara todo menos el ligero y agradable anhelo de los músculos al estirarse y de su propio cuerpo al doblarse.

Llegando casi al suelo, la ventana del comedor sólo estaba interrumpida por el rodapié metálico de la calefacción, que a Ruana le gustaba dejar apagada porque le molestaban los ruidos que hacía. Fuera veía el cerezo, con todas las hojas y las flores caídas. El comedero para los pájaros, vacío, se balanceaba ligeramente en su rama.

Hizo estiramientos hasta que entró en calor y se olvidó de sí misma, y la casa donde se encontraba se desvaneció. Sus años. Su hijo. Aun así, la figura de su marido se acercaba con sigilo a ella. Tenía un presentimiento. No creía que fuera una mujer o alguna estudiante que lo adorara lo que le hacía llegar cada vez más tarde a casa. Sabía qué era porque ella también lo había experimentado y se había desprendido de ello después de haber sido herida hacía mucho tiempo. Era ambición.

De pronto oyó ruidos.
Holiday
ladraba dos calles más abajo y el perro de los Gilbert le respondía, y Ray se movía por la habitación del piso de arriba. Por fortuna, al cabo de un momento Jethro Tull volvió a irrumpir, dejando fuera al resto del mundo.

Salvo un cigarrillo de vez en cuando, que fumaba tan a hurtadillas como podía para no dar mal ejemplo a Ray, Ruana se había mantenido en forma. Muchas de las mujeres del vecindario le comentaban lo bien que se conservaba y algunas hasta le habían preguntado si no le importaría contarles su secreto, aunque ella siempre había entendido esas peticiones simplemente como una forma de entablar conversación con una solitaria vecina nacida en un país extranjero. Pero mientras estaba en la postura
sukhasana
y su respiración se iba acompasando hasta volverse profunda, no fue capaz de soltarse y abandonarse del todo. La agobiante idea de qué hacer cuando Ray se hiciera mayor y su marido trabajara cada vez más horas se le metió por los pies, le subió por las pantorrillas hasta la parte posterior de las rodillas y empezó a treparle hasta el regazo.

Sonó el timbre de la puerta.

Ruana se alegró de escapar, y a pesar de que el orden era para ella una especie de meditación, se levantó de un salto, se enrolló alrededor de la cintura un chal que colgaba del respaldo de una silla y, con la música de Ray bajando a todo volumen por la escalera, fue a abrir. Sólo por un instante pensó que tal vez era un vecino. Un vecino que venía a quejarse de la música e iba a verla con leotardos rojos y chal.

En el umbral estaba Ruth con una bolsa.

—Hola —dijo Ruana—. ¿Puedo ayudarte en algo?

—He venido a ver a Ray.

—Pasa.

Todo eso tuvo que ser dicho casi a gritos a causa del estruendo que llegaba del piso de arriba. Ruth entró en el vestíbulo.

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