Desde mi cielo (23 page)

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Authors: Alice Sebold

BOOK: Desde mi cielo
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Pasó las páginas del cuaderno y miró los dibujos a tinta de vigas transversales y soportes, cabestrantes y contrafuertes, y vio medidas y notas que para ella no tenían ningún sentido. Al pasar la última página le pareció oír pasos fuera, muy cerca.

El señor Harvey hacía girar la llave en la cerradura de la puerta principal cuando ella se fijó en el boceto hecho a lápiz que tenía delante. Era un dibujo de unos tallos encima de un hoyo, un detalle de un estante visto de lado, una chimenea para expulsar el humo de un fuego, y lo que más le impactó: con una caligrafía de trazos finos e inseguros, él había escrito «Campo de trigo Stolfuz». De no haber sido por los artículos del periódico después del hallazgo de mi codo, ella no habría sabido que el campo de trigo era propiedad de un hombre llamado Stolfuz. De pronto vio lo que yo quería que comprendiera. Yo había muerto dentro de ese hoyo; había gritado y forcejeado, y había perdido.

Ella arrancó la hoja. El señor Harvey estaba en la cocina preparándose algo para comer: el embutido de paté de hígado por el que tenía predilección y un bol de uvas verdes dulces. Oyó crujir una tabla del suelo y se puso rígido. Oyó otro crujido y se irguió de golpe al comprender.

Se le cayeron al suelo las uvas, que aplastó con el pie izquierdo mientras Lindsey, en el piso de arriba, corría hacia las persianas y abría la obstinada ventana. El señor Harvey subió los escalones de dos en dos. Mi hermana rasgó la mosquitera, saltó al tejado del porche y bajó rodando por él, rompiendo el canalón al golpearlo con el cuerpo, mientras el señor Harvey se acercaba a todo correr. Llegó al dormitorio cuando ella aterrizaba entre los arbustos, las zarzamoras y el barro.

Pero no se hizo daño. Salió milagrosamente ilesa. Milagrosamente joven. Se levantó en el preciso momento en que él llegaba a la ventana y se detenía. La vio correr hacia el saúco. El número que llevaba estampado en la espalda le gritaba: «¡Cinco!, ¡cinco!, ¡cinco!».

Lindsey Salmón con su camiseta de fútbol.

Samuel estaba sentado con mis padres y la abuela Lynn cuando Lindsey regresó a casa.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó mi madre, que fue la primera en verla por las ventanitas cuadradas que había a cada lado de nuestra puerta principal.

Y antes de que mi madre la abriera, Samuel ya había corrido a colarse entre ellos. Ella entró cojeando y, sin mirar ni a mi madre ni a mi padre, fue derecha a los brazos de Samuel.

—Dios mío, Dios mío, Dios mío —dijo mi madre al ver la tierra y los rasguños.

Mi abuela se detuvo a su lado. Samuel peinó a mi hermana con la mano. —¿Dónde has estado?

Pero Lindsey se volvió hacia mi padre, a quien ahora se le veía como menguado, más menudo y más débil que esa hija furiosa. Lo llena de vida que estaba ella me consumió completamente ese día.

—¿Papá?

—Sí, cariño.

—Lo he hecho. He entrado en su casa. —Temblaba ligeramente y trataba de no llorar.

—¿Que has qué? —preguntó mi madre, negando con la cabeza.

Pero mi hermana no la miró ni una sola vez.

—Te he traído esto. Creo que puede ser importante. Tenía en la mano el dibujo arrugado. Había hecho más dolorosa la caída, pero había logrado escapar.

En ese momento acudió a la mente de mi padre una frase que había leído ese día. La pronunció en voz alta mientras miraba a Lindsey a los ojos.

—«A ninguna condición se adapta más rápidamente el hombre que al estado de guerra.»

Lindsey le dio el dibujo.

—Voy a recoger a Buckley —dijo mi madre.

—¿No vas a mirarlo siquiera, mamá?

—No sé qué decir. Está aquí tu abuela. Tengo compras que hacer, un ave que cocinar. Nadie parece darse cuenta de que tenemos una familia. Tenemos una familia, una familia y un hijo, y yo me voy.

La abuela Lynn acompañó a mi madre a la puerta trasera, pero no trató de detenerla.

En cuanto mi madre se marchó, mi hermana le cogió la mano a Samuel. Mi padre vio en la caligrafía de trazos finos e inseguros del señor Harvey lo mismo que había visto Lindsey: el posible plano de mi tumba. Levantó la mirada.

—¿Me crees ahora? —le preguntó a Lindsey.

—Sí, papá.

Mi padre, inmensamente agradecido, tenía que hacer una llamada.

—Papá —dijo ella.

—Sí.

—Creo que me ha visto.

No se me habría ocurrido una bendición mayor ese día que saber que mi hermana estaba físicamente a salvo. Al marcharme del cenador, temblé por el miedo que se había apoderado de mí, lo que habría supuesto perderla, no sólo para mi padre, mi madre, Buckley y Samuel, sino también, egoístamente, para mí.

Franny salió de la cafetería y se acercó a mí. Yo apenas levanté la cabeza.

—Susie —dijo—. Tengo algo que decirte.

Me llevó a la luz de una de las anticuadas farolas y luego lejos de ella, y me dio un trozo de papel doblado en cuatro.

—Cuando te sientas más fuerte, léelo y ve allí.

Dos días después, el mapa de Franny me condujo a un campo por delante del cual había pasado a menudo, pero que, a pesar de lo bonito que era, nunca había explorado. En el dibujo se veía una línea de puntos que señalaba un sendero. Nerviosa, busqué una entrada entre las innumerables hileras de trigo. La vi más adelante, y mientras echaba a andar hacia allí, el papel se deshizo en mi mano.

Un poco más adelante, alcancé a ver un hermoso y viejo olivo.

El sol estaba alto, y delante del olivo había un claro. Esperé sólo un momento, hasta que vi cómo el trigo del otro extremo empezaba a estremecerse con la llegada de alguien que no sobresalía por encima de los tallos.

Era bajita para su edad, como lo había sido en la Tierra, y llevaba un vestido de algodón estampado y deshilachado en el dobladillo y los puños.

Se detuvo y nos miramos.

—Vengo aquí todos los días —dijo—. Me gusta oír los ruidos.

Reparé en que a nuestro alrededor los tallos del trigo susurraban al entrechocar por el viento.

—¿Conoces a Franny? —pregunté.

La niña asintió con solemnidad.

—Me dio un mapa para llegar aquí.

—Entonces debes de estar preparada —dijo ella, pero ella también estaba en su cielo, y eso hacía que diera vueltas y que se le arremolinara la falda.

Me senté en el suelo debajo del árbol y la observé.

Cuando terminó, se acercó a mí y se sentó a mi lado, sin aliento.

—Yo me llamo Flora Hernández —dijo—. ¿Y tú?

Se lo dije y me eché a llorar, reconfortada al conocer a otra niña a la que él había matado.

Y mientras Flora daba vueltas vinieron otras niñas y mujeres por el campo, de todas partes. Vaciamos las unas en las otras nuestro dolor como agua de una taza a otra, y cada vez que yo contaba mi historia, perdía una gotita de dolor. Fue ese día cuando me di cuenta de que quería contar la historia de mi familia. Porque el horror de la Tierra es real y cotidiano. Es como una flor o como el sol; no puede contenerse.

15

Al principio nadie los detenía, y era algo con lo que su madre disfrutaba tanto —el gorjeo de su risa cuando doblaban la esquina de un almacén cualquiera y ella le enseñaba todo lo que había robado— que George Harvey reía con ella y, en cuanto veía una oportunidad, la abrazaba mientras ella estaba absorta en su premio más reciente.

Era un respiro para los dos escapar de su padre por la tarde e ir en coche a la ciudad más cercana para conseguir comida y otras provisiones. Eran, en el mejor de los casos, hurgadores de escombros que hacían dinero recogiendo chatarra y botellas viejas que llevaban a la ciudad en la parte trasera de la anticuada furgoneta de Harvey padre.

La primera vez que los pillaron a su madre y a él, la mujer de la caja registradora los trató con benevolencia. «Si puede pagarlo, hágalo. Si no, déjelo en el mostrador tal como está», dijo alegremente, guiñándole un ojo a un George Harvey de ocho años. Su madre sacó de su bolsillo el pequeño frasco de aspirinas y lo dejó en el mostrador con timidez. Puso cara de hundida. «No eres mejor que el niño», le reprendía a menudo el padre de George Harvey.

La amenaza de que los pillaran se convirtió en otro de los miedos de la vida de George Harvey —esa desagradable sensación que se instalaba en la boca de su estómago, como huevos que se baten en un bol—, y por la expresión sombría y la mirada intensa sabía cuándo la persona que se acercaba a ellos por el pasillo era un dependiente del almacén que había visto robando a una mujer.

Ella entonces empezaba a pasarle las cosas que había robado para que se las escondiera por el cuerpo, y él lo hacía porque ella quería que lo hiciera. Si lograban escapar en la furgoneta, ella sonreía y golpeaba el volante con las palmas, llamándolo su pequeño cómplice, y la cabina se llenaba por un rato de su desenfrenado e impredecible amor. Y hasta que éste se atenuaba y veían a un lado de la carretera algún objeto que brillaba y del que tendrían que estudiar lo que su madre llamaba sus «posibilidades», él se sentía libre. Libre y eufórico.

Recordaba el consejo que le había dado ella la primera vez que, al recorrer un tramo de la carretera de Texas, habían visto a un lado del camino una cruz de madera blanca. Alrededor de ella había ramos de flores frescas y muertas, y su ojo de hurgador de escombros se había visto inmediatamente atraído por los colores.

—Tienes que ser capaz de mirar más allá de los muertos —dijo su madre—. A veces encuentras baratijas interesantes que llevarte.

Aun entonces, él se dio cuenta de que eso no estaba bien. Los dos bajaron de la furgoneta y se acercaron a la cruz, y los ojos de su madre cambiaron y se convirtieron en los dos puntos negros que él estaba acostumbrado a ver cuando buscaban algo. Ella encontró un colgante en forma de ojo y otro en forma de corazón, y los sostuvo en alto para que él los viera.

—No sé qué haría tu padre con ellos, pero vamos a quedárnoslos tú y yo. —Tenía un alijo secreto de objetos que nunca había enseñado a su padre—. ¿Quieres el ojo o el corazón?

—El corazón —respondió él.

—Creo que estas rosas están lo bastante frescas para rescatarlas, quedarán bonitas en la furgoneta.

Esa noche durmieron en la furgoneta porque su madre no se vio capaz de conducir de vuelta a donde su padre estaba empleado temporalmente, partiendo y rajando tablones a fuerza de brazos.

Durmieron los dos acurrucados como hacían con cierta frecuencia, convirtiendo el interior de la cabina en un incómodo nido. Su madre, como un perro que juguetea con una manta, daba vueltas y se movía inquieta en su asiento. George Harvey había aprendido de anteriores forcejeos que lo mejor era relajarse y dejar que ella lo moviera a su antojo. Hasta que su madre estaba cómoda, él no pegaba ojo.

En medio de la noche, cuando él soñaba con los lujosos interiores de los palacios que había visto en los libros ilustrados de las bibliotecas públicas, alguien golpeó el techo, y su madre y él se irguieron de golpe. Eran tres hombres que miraban por las ventanas de un modo que George Harvey reconoció. Era la misma mirada que veía en su propio padre cuando se emborrachaba. Tenía un efecto doble: la mirada se centraba totalmente en su madre al tiempo que dejaba de lado a su hijo.

Él sabía que no debía gritar.

—Estáte quieto. No han venido por ti —le susurró su madre.

Él empezó a temblar debajo de las viejas mantas del ejército que lo tapaban. Uno de los hombres se había plantado delante de la furgoneta, y los otros dos, a los lados, golpeaban el techo, riendo y sacando la lengua.

Su madre sacudió la cabeza con vehemencia, pero sólo logró ponerlos furiosos. El hombre que bloqueaba la furgoneta empezó a balancear las caderas hacia delante y hacia atrás contra el capó, lo que hizo reír más fuerte a los otros dos.

—Voy a moverme despacio —susurró su madre— fingiendo que voy a bajar de la furgoneta. Quiero que te inclines hacia delante y, cuando te lo diga, arranques.

Sabía que ella le estaba diciendo algo muy importante. Que lo necesitaba. A pesar de la ensayada calma de su madre, él notó entereza en su voz, y cómo su fortaleza se disolvía en el miedo.

Ella sonrió a los hombres, y cuando ellos gritaron hurras y se relajaron, ella utilizó el codo para mover la palanca de cambios.

—Ya —dijo con voz monótona, y George Harvey se inclinó hacia delante e hizo girar la llave de contacto, y la furgoneta cobró vida con el estruendo de su viejo motor.

La expresión de los hombres cambió, y de un ansioso regocijo pasó a la indecisión mientras se quedaban mirando cómo ella daba marcha atrás un buen trecho y gritaba a su hijo:

—¡Al suelo!

Él sintió la sacudida del cuerpo del hombre al estrellarse contra la furgoneta a pocos centímetros de donde él estaba acurrucado dentro. Luego el cuerpo cayó bruscamente sobre el techo y se quedó un segundo allí, hasta que su madre volvió a dar marcha atrás. En ese momento, él tuvo un momento de clarividencia sobre cómo debía vivirse la vida: nunca como un niño o como una mujer. Eso era lo peor que se podía ser.

El corazón le había palpitado con fuerza al ver a Lindsey correr hasta el seto de saúco, pero se calmó inmediatamente. Era una habilidad que le había enseñado su madre, y no su padre: actuar sólo después de haber considerado las peores consecuencias posibles de cada opción. Vio el bloc de notas cambiado de sitio y la hoja que faltaba de su cuaderno de bocetos. Comprobó la bolsa donde guardaba su cuchillo y se la llevó al sótano, donde la dejó caer en el orificio cuadrado cavado en los cimientos. Cogió de los estantes metálicos la colección de colgantes que guardaba de las mujeres, arrancó la piedra de Pensilvania de mi pulsera y la sostuvo en la mano. Le traería buena suerte. Envolvió los demás objetos en su pañuelo blanco y ató los cuatro extremos para formar un pequeño hatillo. Se tumbó boca abajo en el suelo y metió el brazo hasta el hombro. Buscó a tientas, palpando con los dedos libres hasta dar con el oxidado saliente de un soporte metálico por encima del cual los albañiles habían derramado el cemento. Colgó de él su bolsa de trofeos y, sacando el brazo, se levantó. El libro de sonetos lo había enterrado poco antes, ese verano, en el bosque de Valley Forge Park despojándose poco a poco de las pruebas, como siempre hacía; ahora sólo tenía que esperar, sin dormirse en los laureles.

Habían pasado como mucho cinco minutos. Podían justificarse con su shock y su indignación. Y comprobando lo que para los demás era valioso: gemelos, dinero en metálico, herramientas. Pero sabía que no podía dejar pasar más tiempo. Tenía que llamar a la policía.

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