Authors: Isaac Asimov
Los pensamientos de Shekt descendieron a la Tierra. ¿Y aquel hombre al que acababa de operar? Ese voluntario que se había presentado pese a la débil campaña publicitaria ideada tanto para no despertar sospechas como para disuadir a posibles voluntarios, de modo que sólo pasaran la prueba los voluntarios "de confianza" enviados por el primer ministro...
Quizá..., quizá debía informar de ello al primer ministro. Tal vez debía haberle consultado antes de actuar. Un espasmo de miedo le sobrecogió. Tenía cincuenta y ocho años. El próximo censo sería su fin, a menos que el primer ministro ordenara lo contrario..., y Shekt deseaba vivir aunque fuera en aquella miserable y ardiente bola de barro que era la Tierra.
Su mano se extendió hacia el comunicador y Shekt tecleó la combinación que le pondría en contacto directo con las habitaciones privadas del primer ministro.
El primer ministro era un hombre de lava y su secretario era un hombre de roca. Dos hombres en una cáscara, aunque las nueces estuvieran formadas de metáfora. El contraste quizá no era demasiado anormal, como se verá…
El primer ministro era el terrestre más importante de la Tierra, gobernante reconocido del planeta mediante decreto directo y definido del emperador de toda la galaxia…, lógicamente sometido a las órdenes del procurador imperial. El secretario no era nadie, en realidad, tan sólo un miembro más de la Sociedad de Antiguos, designado por el primer ministro para encargarse de ciertos detalles y, en teoría, destituible a voluntad.
El primer ministro era reconocido en la Tierra entera y considerado como el árbitro supremo en cuestiones de hábitos. Él anunciaba quién quedaba libre del Sesenta y él juzgaba a los infractores del ritual, a quienes desafiaban los programas de racionamiento y producción, a los invasores de territorios prohibidos, etcétera, etcétera. El secretario no era conocido por nadie, ni siquiera de oídas, excepto por la Sociedad de Antiguos y, naturalmente por el mismo primer ministro.
El primer ministro dominaba el lenguaje y pronunciaba discursos con frecuencia, discursos de contenido muy emotivo y con un copioso flujo de sentimientos. El secretario prefería las palabras cortas a las largas, un gruñido a una palabra y el silencio a un gruñido.
Por todo ello podría parecer raro que, en el caso del relato, es decir, cuando el doctor Shekt se enfrentó a los dos, fuera el secretario al que dirigiera su férrea mirada.
Aproximadamente había transcurrido un mes desde el experimento con el "voluntario" (en el pensamiento de Shekt el incidente era considerado así, sin excluir las comillas) y durante ese tiempo el físico había notado cómo iba aumentando la presión sobre su garganta.
Y el primer ministro estaba sentado en el rico tejido de su sillón y tocaba suavemente con su blanda mano uno de los brazos tapizados. El secretario se hallaba de pie detrás de él, con los ojos velados y totalmente inmóvil.
—Lamentamos más que nunca que ocurriera ese incidente, doctor Shekt —dijo el primer ministro.
El físico sintió que perdía la respiración. Fue incapaz de esbozar ni tan siquiera una forzada sonrisa o una mirada de inexpresiva ecuanimidad.
—¿Hay pruebas, pues, de las sospechas de vuestra sabiduría? —preguntó débilmente.
—Caramba, pruebas que consideramos lo bastante importantes como para no poder conciliar el sueño. Hemos localizado a su hombre… Reside cerca de su ciudad… Un campesino… Él… su esposa… ese familiar. Según los archivos, son tres. Un hijo muerto, tal como él mismo declaró. El tercer hombre tiene más de cincuenta años, como también declaró. —Alzó la mirada hacia el secretario—. ¿No es así?
Y el secretario bajó y subió la cabeza una sola vez.
Shekt alzó una mano antes de hablar.
—Pero en ese caso…
—Ah, sí. Pero sondee un poco más. ¿Es probable que el Imperio, en sus planes respecto a nosotros, utilice falsedades toscamente falsas? Más bien espera que esas falsedades sean lo más parecido a la verdad. Hemos investigado más atentamente los archivos…, y el campesino cuadra con la descripción y su esposa también. Pero el tercer hombre, el hombre, no. El individuo de nuestros archivos es el padre de la mujer. Es alto, moreno, no es calvo y disponemos de su fotografía tridimensional, la forma de su retina y la conformación de su sangre. El hombre de usted, como sabe, es bajito, grueso, calvo y su rostro y atributos personales no constan en nuestros archivos. —Alzó los ojos otra vez—. ¿No es así?
El secretario asintió una sola vez.
—Pero… ¿entonces quién es? —preguntó Shekt.
—También usted siente curiosidad, ¿eh? Caramba, es algo digno de despertar la curiosidad a cualquiera, ¿no? Tenga en cuenta que ese hombre no consta en ninguno de nuestros archivos sobre hombres vivos.
Shekt se removió en la silla incómodamente dura reservada para las personas que tenían el honor de una audiencia y aún tenían valía suficiente para recibir cierta consideración.
—Vaya, su sabiduría, deduzco una explicación que no implica nada demasiado anormal.
—Me gustaría escucharla.
—Podría ser que el padre político de este hombre, es decir, el campesino, muriera hace poco y que su muerte no fuera dada a conocer. El otro, el que pasó el experimento, un desconocido, un pariente lejano, un amigo o lo que sea, podía verse expuesto al Sesenta. Para eludir al menos el próximo censo estará ocupando el lugar del padre político.
El redondeado semblante del primer ministro esbozó la sonrisa suave y cínica típica del hombre que estudia la virtud humana y averigua que equivale a cero.
—Así pues, el campesino y su esposa arriesgaron sus vidas al quebrantar las costumbres.
—Ahí podría entrar en juego el sinapsificador. Presentando voluntario a ese hombre, esperaban librarlo del Sesenta y asegurarse inmunidad por su delito.
El secretario abrió la boca y emitió un sonido similar al de una rana croando. El primer ministro se apresuró a volver la cabeza.
—¿Qué ocurre?
El secretario habló, con voz fría y concisa.
—Pero hemos localizado al padre político, vivo, paralítico, también intentando eludir el Sesenta.
—En ese caso debían esperar también la exención de él —replicó prestamente Shekt.
—En el mes transcurrido desde el experimento —dijo el primer ministro en tono dulce mientras se inclinaba hacia delante—, nada se ha sabido de estas personas por lo que respecta a exenciones, inmunidades o cosas parecidas.
—En ese caso, lo único que deben querer es otro trabajador en la granja, y les falta valor para formular cualquier clase de solicitud. —El doctor Shekt experimentó una repentina desesperación—. Su sabiduría, creo sinceramente que estas personas son terrestres honrados. Si intentan engañar, es por salvar la vida. Les di mi palabra de que estarían protegidos…
—La palabra de usted no me compromete a nada —espetó el primer ministro—. ¿Quién le ha concedido el derecho a ofrecer protección? ¿Está luchando por la vida de esas personas, o por la de usted?
Los ojos de Shekt descendieron involuntariamente hacia el suelo ante la mirada de ira del otro hombre.
—Sin embargo —dijo—, el experimento reforzó mis conocimientos sobre el sinapsificador, y eso debería ser útil para la Tierra entera. Es digno de recompensa.
—También es digno de recompensa por parte del Imperio. Shekt se soliviantó.
—¿Pretende decir que he tenido algún trato con el Imperio al respecto?
—Ennius fue a verle. Se trata de un hecho probado.
—Ya le hablé de eso —dijo Shekt, paciente—. El invento debía interesar al Imperio. Ennius fue bastante franco. Me preguntó sin ambages si yo estaba dispuesto a poner el instrumento a disposición del gobierno central. Ya le comuniqué su oferta, libertad para la Tierra, trasladarnos a otro planeta.
Una vez más el secretario croó, y Shekt se sobresaltó. Pensó que aquel hombre, al croar, pretendía reírse. El primer ministro frunció un labio.
—Sí, el Imperio es generoso en sus promesas pero, ¿habla de libertad concedida libremente por el amo al esclavo? ¿Está soñando? Les entregamos el sinapsificador y ellos, qué cosa tan extraña, qué cosa tan misteriosa, olvidarán una vez más que existe una Tierra. ¿Qué me dice de las promesas de alimentos durante la época de hambre que sufrimos hace cinco anos? Los embarques fueron rechazados porque no tenemos créditos imperiales, y nadie habría aceptado productos terrestres ya que están contaminados radiactivamente. ¿Y los créditos imperiales? Cien mil personas murieron de hambre.
Shekt respiraba con dificultad.
—Si nosotros no hubiéramos sido tan tercos y hubiéramos llegado a un acuerdo en la cuestión de… —dijo en tono sofocado.
El primer ministro dejó caer su puno sobre el escritorio que se interponía entre él y el físico y se levantó, reluciente con su capa roja.
—Silencio. ¿Pretende librar al Imperio Galáctico del sentimiento de culpabilidad por las vidas terrestres perdidas? Tenga cuidado, doctor Shekt. Ese sentimiento de culpabilidad tendrá pronta recompensa, y también recaerá la venganza sobre las cabezas de los terrestres renegados que…
Quizás el secretario tosió casi inaudiblemente, o tal vez dio un codazo a su superior. Fuera como fuera, se produjo una pausa y acto seguido un cambio de tono.
—Suponga —prosiguió fríamente el primer ministro— que ese Ennius va a verle y mete su nariz de patricio de los mundos exteriores en el sinapsificador. Y piense que mientras él hace tal cosa, un campesino se presenta con claras pruebas de agitación y presenta, como sujeto de una prueba, un hombre que no es de la Tierra… Sí, ¿por qué se finge boquiabierto? Un hombre que no consta en nuestros archivos no es de la Tierra. ¿No ve ninguna relación?
Shekt no contestó.
—Usted publicará un artículo —dijo el primer ministro con firme autoridad—. Hasta cierto punto, el sinapsificador constituye un éxito. Ha logrado resultados débilmente positivos con un solo hombre, resultados no decisivos con otros, ha causado la muerte a unos cuantos. Proporcione detalles poco importantes, tantos como quiera mientras transmitan convicción sin información. Recuerde, no hay que suscitar excesivo interés… Y si Ennius o cualquier habitante de la galaxia vuelve a visitarle…, no se vaya de la lengua. Recuerde que el Sesenta le afectará dentro de poco, y que no estamos satisfechos con usted.
Shekt, pálido y encogido, bajó la cabeza y no contestó. Era el final de la entrevista.
Y el primer ministro y el secretario quedaron a solas, y el segundo tomó asiento descuidadamente en la silla ocupada hasta entonces por el doctor Shekt. El brillo y el fuego se habían apagado de momento en el semblante del primer ministro. Su aspecto era simplemente el de una persona preocupada.
—¿Crees que ese hombre es de confianza, hermano? ¿Eh?
El secretario se alzó de hombros y gruñó sin el respeto y la admiración que por fuerza merecía un primer ministro. Ese tratamiento, "hermano", era prueba suficiente de pertenencia a la poderosa Sociedad de los Antiguos.
—Una palabra a Ennius, hermano, y podrían aniquilarnos —continuó el primer ministro—. Este Shekt es un integracionista. Ya has oído sus observaciones sobre el hambre. Los cobardes que creen en la conciliación son peligrosos.
La fría impasibilidad del semblante del secretario impidió la expresión de más dudas.
—Shekt no sabe nada de nuestros planes —dijo—. Shekt es, como tú dices, un cobarde y en consecuencia puede arder por dentro, pero guardará silencio..., y todavía nos hace falta. —El secretario prosiguió en tono decidido—: Además, no constituye ni la mitad de peligro que esos necios de los altos cargos, los que vierten torrentes de palabrería que no contienen más que gotitas de sentido común.
Los pómulos del primer ministro se encendieron.
—¿A qué te refieres?
—Me refiero a tu discurso sobre sentimientos de culpabilidad y venganza. Nuestra arma principal es que nadie podría concebir una victoria de la Tierra sobre la galaxia. Nuestra debilidad, clara e inmensa, es nuestra fuerza, porque ellos no nos vigilan. Dejémoslo así, su supuesta sabiduría. No amenaces. Y no te preocupes por el sinapsificador. Incluso ese tema es secundario.
El primer ministro tragó saliva, y el brillo de odio de sus ojos, si se hubiera transformado en actos, habría sido la ruina para el secretario. Pero eso era imposible y todas las personas implicadas lo sabían.
—Bien, ¿y ese espía? —preguntó el primer ministro—. Ese agente T, como tú lo denominas.
—Nada. Vigilaremos y aguardaremos. Fue demasiado fácil localizarlo. No hace esfuerzo alguno para ocultarse ni para ponerse en contacto con Ennius.
El primer ministro meditó unos instantes. Sus dedos, largos y muy cuidados, se alzaron hacia el labio inferior y lo pellizcaron.
—Pretendes decir que esperan que atrapemos al espía.
—¡Ah! —Y el secretario croó secamente—. Estás absorbiendo sabiduría. No hay duda. Y por tanto, no haremos eso. Vigilaremos… y aguardaremos.
—¿Cuánto tiempo?
—Hasta que Ennius haga la siguiente jugada…, o hasta que estemos preparados, en cuyo caso nuestra jugada será la última.
Y esbozó una extraordinaria sonrisa, ya que tenía tanto humor como dulzura tiene un limón.
Y el secretario quedó a solas. Se dejó caer perezosamente en el sillón blando y magnífico ocupado anteriormente por el primer ministro. Su mirada distante se centró en el techo, sus manos quedaron cruzadas suavemente en su regazo y sus pensamientos erraron con suma agudeza.
La naturaleza exacta de esos pensamientos no sería precisamente correcta en la narración ordenada de la historia, pero dichos pensamientos guardaban escasa relación con el doctor Shekt, el primer ministro e incluso Ennius.
En lugar de esos personajes, apareció la imagen de un planeta, Trantor, desde cuya metrópoli inmensa, tan grande como un planeta, se gobernaba la galaxia entera. Y también la imagen de un palacio cuyos chapiteles y extensos arcos el secretario jamás había visto, que ningún otro terrestre había visto. El secretario pensó en las líneas invisibles de poder y gloria que iban de sol en sol formando cordeles, cuerdas y cables hasta llegar al palacio central y aquella abstracción, el emperador, que al fin y al cabo era simplemente un hombre.
Su mente se concentró en esa idea, la idea de un poder que tan sólo podía conferir una divinidad en el transcurso de la vida, se concentró en un personaje que era simplemente humano.