Authors: Isaac Asimov
—¿En qué sentido es inadecuada, Horemm?
—Me asombra que deba usted preguntarlo, programador. Su vestimenta es absolutamente lamentable.
—Oh, vamos.
—No he podido evitar el notar que lleva muy poco por encima de la cintura. —Sus manos se movieron vagamente a la altura del pecho—. Aparte de eso, la levedad de sus maneras es repugnante.
—Horemm, estoy seguro de que sus ropas y su actitud son parte de las costumbres de su tiempo. Usted, como observador, debería ser consciente de ello.
—En su propio ambiente, en su propio medio cultural, no hallaría falta alguna en su carácter. Sin embargo, aquí, en la eternidad, una persona como ella está fuera de lugar.
Finge sonrió. Efectivamente, sonrió, y si a Horemm le hubiese quedado algún músculo en el cuerpo que no estuviese tenso, lo habría tensado entonces.
—La contraté deliberadamente —dijo Finge—. Está desempeñando una función esencial. Es sólo temporal. Intente soportarla mientras tanto.
A Horemm se le endureció la mandíbula. Había protestado y su protesta había sido rechazada. No serviría de nada preguntar cuál era esa "función esencial". Un programador jamás daba explicaciones y, ciertamente, menos a un observador. No se podía molestar a la aristocracia mental que gobernaba la eternidad.
Se volvió envaradamente y caminó hacia la puerta. La voz de Finge le detuvo.
—Observador, ¿ha tenido usted alguna vez... —dijo Finge, vacilando, pareciendo querer escoger con cuidado sus palabras— ..., una amiga?
Con laboriosa e insultante precisión Horemm citó:
—Con el propósito de evitar complicaciones emocionales con el tiempo, un eterno no puede casarse. Con ese mismo propósito, con respecto a la familia, un eterno no puede tener hijos.
—No le he preguntado acerca del matrimonio o los hijos —dijo gravemente el programador.
Horemm amplió su lista.
—Pueden establecerse relaciones temporales con moradores del tiempo sólo después de haber entrado en contacto con la Oficina Cartográfica Central para un mapa espaciotemporal adecuado.
—Totalmente cierto. ¿Se ha puesto alguna vez en contacto, observador?
—No, programador.
—Bien, Horemm, quizá debería hacerlo. Le daría una perspectiva más amplia de la vida. Le interesarían menos bs detalles indumentarios de una mujer.
Horemm se fue, enmudecido por la rabia.
Después de aquello, trabajó con más ahínco que nunca, y odió aún más a la era. Ignoró la ofensiva presencia de la empleada, pero siempre era consciente de ella. De algún modo, sin preguntarlo nunca directamente, se enteró de que su nombre era Noys Lambent y que era lo bastante rica como para ser independiente, que no tenía que rendirle cuentas a nadie, que en su tiempo era una aristócrata.
Entonces, ¿por qué iba a desear trabajar en la eternidad? ¿Cómo podía desempeñar los deberes de una secretaria?
Tenía grandes sospechas sobre Finge. Finge hablaba con descaro de relaciones, llegaba incluso a recomendarlas. La eternidad siempre había sido consciente de la necesidad de llegar a compromisos con los apetitos humanos (para Horemm, la frase implicaba un estremecimiento de repulsión), pero las restricciones que conllevaba el escoger amantes hacían que el compromiso pudiese calificarse de todo excepto de generoso.
Entre los grupos inferiores de eternos había siempre rumores (medio esperanzados, medio resentidos) sobre mujeres importadas sobre una base más o menos permanente por razones obvias. El rumor señalaba siempre a los programadores como el grupo beneficiado. Ellos y sólo ellos podían decidir qué mujeres podían ser abstraídas del tiempo sin un cambio cuántico de la realidad.
Los rumores seguían siendo rumores. En ningún caso se habían comprobado ni encontrado a unos culpables determinados, y Horemm había descartado siempre esas cosas como vaporosas especulaciones de mentes ociosas.
Pero ahora sospechaba de Finge. ¿Una mujer como ésa su secretaria? Conocía otras palabras para calificarla.
Un día, se topó con la mujer en un pasillo y se echó a un lado para dejarla pasar y apartando la vista.
Pero ella se quedó inmóvil, mirándole.
—Usted es el observador Horemm ¿verdad?
Él asintió brevemente, con frialdad.
—Me han dicho que es todo un experto en nuestro tiempo.
—Por favor, ¿va a dejarme pasar o pasa usted?
No pudo evitar el mirarla y ella le sonrió moviéndose con un lento balanceo de caderas que hizo ascender su fría sangre, con un cosquilleo, hacia sus mejillas enrojecidas de furia.
Furia hacia sí mismo por ruborizarse, hacia ella por hablarle y, por encima de todo, por alguna oscura razón, hacia Finge.
Finge le llamó dos semanas después. Sobre su escritorio estaban las familiares películas perforadas que el Gran Consejo Pantemporal enviaba periódicamente. Bajo la adecuada observación por el instrumento de Horemm, se convertirían en el mapa espaciotemporal que le enviaría al tiempo y a otra misión.
—¿Quiere sentarse, Horemm? —dijo Finge—. Mírelas ahora mismo.
Horemm hizo lo que se le decía, se detuvo a la mitad y sacó bruscamente las películas de su observador como si estuviesen a punto de explotar. Las sostuvo entre los dedos índice y pulgar.
—Programador Finge, ¿hay algún error?
—Creo que no —dijo Finge—. ¿Por qué lo dice?
—Con seguridad, no se espera de mí que utilice el hogar de esa mujer, Lambent, como base.
El programador frunció los labios.
—Eso es lo que tengo entendido. Normalmente, observador, esperaría de usted que llevase a cabo su misión sin hacer preguntas. En este caso, dado que ha llegado hasta el extremo de expresar oficialmente su desagrado hacia la señorita Lambent, creí mejor explicarle algunos de los aspectos del actual problema.
Finge hablaba cuidadosamente, con cierta rigidez, y Horemm permaneció sentado e inmóvil, sin mirar a su superior. «No se lo pongas fácil», pensó.
Normalmente, el orgullo profesional habría obligado a Horemm a rechazar tal aclaración. No era cosa suya el replicar, el argumentar y todo lo demás. Pero en este asunto sentía un cierto afán de venganza que le sugería que una cierta desviación de la honra profesional podría hallarse en todo ese asunto.
Horemm se había quejado, eso era lo que había hecho. Finge temía que la queja pudiese ir más lejos, que el Gran Consejo Pantemporal pudiese investigar la función exacta de la aparatosa secretaria de Finge. Finge estaba obligado a darle a Horemm esta nueva misión, ya que Horemm era su mejor hombre. Pero si Horemm permanecía demasiado cerca de la muchacha, quizá descubriese demasiadas cosas.
Finge temía eso, así que intentaría explicarlo todo de antemano. Horemm, sintiendo una austera diversión ante esa perspectiva, estaba dispuesto a escuchar pero no a creer.
—Por supuesto, los siglos son conscientes de la existencia de la eternidad —dijo Finge—. Saben que supervisamos el comercio intertemporal y consideran que esa es nuestra función principal, lo cual es bueno. Tienen un leve conocimiento de que también estamos aquí para evitar que le ocurran catástrofes a la humanidad, lo cual es más o menos correcto. Le proporcionamos a las generaciones una imagen paterna de masas y un cierto sentimiento de seguridad, así que en ningún caso deseamos ocultarnos de ellos.
»Con todo, hay ciertas cosas que no deben saber. La principal es nuestra función de alterar la realidad mediante cambios cuánticos. Se estableció hace mucho tiempo que la inseguridad que surgiría de cualquier tipo de conocimiento de que la realidad puede ser alterada a voluntad nos produciría grandes desventajas. Así pues, siempre hemos eliminado todo conocimiento posible de ese tipo de la realidad y nunca hemos tenido problemas con él.
»Sin embargo, hay otras creencias indeseables acerca de la eternidad que brotan de vez en cuando en un siglo u otro. Normalmente, las creencias peligrosas son las que se concentran particularmente en las clases gobernantes de una era, las clases que tienen un contacto mayor con nosotros y que vehiculan el importante peso de lo que se llama opinión pública. Eso es siempre inquietante, pues al eliminar esas creencias religiosas debemos inducir cambios en la realidad que a menudo niegan avances duramente ganados en otros campos, los cuales deben entonces ser reconquistados por medios a veces complicados.
Finge hizo una pausa como si esperase que Horemm hiciese algún comentario o formulase alguna pregunta. Horemm no hizo ni lo uno ni lo otro.
Finge prosiguió.
—Desde el último cambio cuántico que afectó seriamente al 482, el Gran Consejo Pantemporal ha sido consciente de ciertos aspectos indeseables de la nueva realidad aquí presente. No era nada de una naturaleza lo suficientemente grande como para hacerse aparente incluso en extrapolaciones del quinto orden, que es todo lo lejos que podemos ir en este caso sin incrementar el error de probabilidad hasta un grado prohibitivo. Por esa razón, nos hemos estado concentrando aquí en nuevas observaciones y por eso ha estado usted tan ocupado, Horemm.
»Puedo decirle que las nuevas computaciones muestran que el foco de la perturbación reside en una actitud bastante carente de precedentes de la gente del tiempo hacia la eternidad. La he mantenido bajo estrecha observación para ver si era adecuada a nuestro propósito. . .
¡Concluyente observación! ¡Sí!, pensó Horemm.
De nuevo su ira se centró más sobre Finge que sobre la mujer.
Finge seguía hablando.
—Desde todos los puntos de vista, resulta muy adecuada. Ahora la devolveremos a su tiempo. Usando su residencia como base, usted podrá estudiar la vida social de su círculo, prestando la debida atención a las precauciones señaladas en el mapa. No puedo sino recalcarle que está usted observando al medio cultural de un círculo pequeño y específico y que la señorita Lambent resulta un instrumento ideal para ese propósito. ¿Entiende ahora su función aquí?
Horemm tenía una respuesta para una pregunta tan directa.
—La entiendo, programador.
—¿Está dispuesto a aceptar la misión?
Horemm no pudo resistir la tentación de lanzarle un último aguijonazo.
—Soy un observador y tengo un deber. Mi modo de llevarlo a cabo es independiente de las explicaciones.
Horemm se fue con el pensamiento consolador de que, en tanto que se había expresado con el elevado idealismo que se esperaba de un eterno, con todo, había logrado dejar bien claro que la complicada explicación de Finge (¿cuánto tiempo le había llevado el desarrollarla por completo?) no le había conmovido en lo más mínimo.
Casi enterrado por ese pensamiento había otro: que quizá se estuviese aproximando un nuevo cambio cuántico para el 482, uno que quizá barriese toda la inmoralidad de esos tiempos e instalase la decencia en su lugar.
La casa de Noys Lambent estaba bastante aislada pero su acceso, desde una de las mayores ciudades del siglo, era sencillo. Horemm había memorizado el mapa de la ciudad, al igual que había memorizado otros. Conocía sus avenidas y edificios; sus líneas de transporte; los hábitos de su vida. Sabía qué partes exactas debía observar en cada uno de los días de su misión, cuándo podía realizar cada viaje, cuándo debía permanecer en la base.
Su primera conversación con Noys Lambent en su propio tiempo se produjo como resultado del nerviosismo que ella sintió al descubrir su ligero desplazamiento temporal.
Se le acercó casi sin aliento.
—Estamos en junio, observador Horemm.
—No use mi título aquí —dijo secamente él—. Y si es así, ¿qué?
—Pero cuando ocupé mi puesto era febrero... —Hizo una larga pausa—. Mi puesto en ese lugar, y hace sólo un mes de ello.
Horemm frunció el ceño.
—¿En qué año estamos ahora?
—Oh, el año es el mismo.
—¿Está segura?
—Absolutamente.
Noys tenía la mala costumbre de permanecer muy cerca de él cuando hablaban, y su ligero ceceo (un rasgo del siglo antes que de su propia personalidad), hacia que pareciese una niña pequeña y más bien indefensa. Horemm no dejó que eso le engañase. Se apartó un poco.
—¿Suele permanecer en esta casa durante la primavera?
—No. Tengo una residencia en el Mar Medio.
(Horemm conocía la región bajo su nombre antiguo de Mediterráneo.)
—Entonces, sus amigos esperarían que estuviese ausente durante ese tiempo, ¿no? —dijo él.
—Ya veo —respondió ella, pensativa—, quiere decir que parecería raro que volviese en abril.
—Exactamente. En la eternidad cuidamos mucho de esas cosas.
Lo dijo con orgullo, como si él mismo fuese un jefe programador.
—Pero, entonces —dijo ella—, ¿he perdido tres meses de mi vida?
—Sus movimientos a través del tiempo nada tienen que ver con su edad fisiológica.
—¿Significa eso que los he perdido o que no?
–No los ha perdido.
—¿Por qué está siempre tan enfadado conmigo? —le preguntó Noys Lambent la segunda tarde.
Llevaba los brazos y los hombros al descubierto y sus largas piernas parecían brillar envueltas en la débil luminiscencia del foamite.
El mapa espaciotemporal confinaba a Horemm en la casa durante las últimas horas del día, y era allí donde había comido, picoteando sin gran interés los platos que habían figurado en anteriores informes suyos sobre la dieta de la época pero que hasta ahora se había abstenido de comer en persona. En contra de su voluntad, le gustaban. Y, también en contra de su voluntad, estaba disfrutando de la bebida espumosa, ligeramente verde y con sabor a menta que acompañaba los alimentos.
—No estoy enfadado —dijo—. No siento nada hacia usted.
En ese momento, le parecía que esa frase era totalmente cierta.
Estaban solos en la casa. En esa era, con la hembra de la especie económicamente independiente y capaz de lograr la maternidad, si lo deseaba, sin necesidad de acoger físicamente al niño en su seno, las relaciones entre los sexos no llevaban implícitas "reglas" dignas de tal nombre. No había nada de notable en que una mujer joven albergase huéspedes varones; si no lo hacía, era más bien digna de compasión.
Horemm sabía todo eso perfectamente pero, con todo, se sentía comprometido.
La comida había terminado; ella le sirvió nuevamente uno de los vasos alargados que contenía la bebida ligeramente espumosa. Tenía un poco de calor y le faltaba levemente el aliento, y se removió en su blando asiento intentando hallar una postura más cómoda.