Authors: Isaac Asimov
Hice el intento en
Astounding
, y la novela fue rechazada de nuevo. Alimenté la esperanza de que una editorial semiprofesional, en proceso de creación para publicar obras de ciencia ficción, quisiera quedarse con mi novela prácticamente sin pagar un centavo, pero incluso esa esperanza se desvaneció.
Era el peor fracaso literario de mi vida hasta entonces, y lo extraño es que yo no tirara a la basura el condenado manuscrito. Por fortuna, aún faltaba una década para que comprara la casa con el fogón para barbacoas en el patio, o de otro modo habría quemado la novela. Pero yo residía en un piso sin posibilidad de preparar barbacoas en el salón; de modo que metí el manuscrito en un cajón e intenté olvidar el asunto.
Sin embargo, en 1949
Doubleday
estaba planeando iniciar una colección de ciencia ficción con encuadernación de lujo, que sería la primera de una editorial no especializada. Mi amigo Frederik Pohl, también escritor de ciencia ficción, se enteró de ello, vino a verme y me sugirió que ofreciera
«Envejece conmigo»
a
Doubleday
. Puse muchísimos reparos, ya que no tenía intención alguna de sufrir nuevas humillaciones por causa del fiasco que había escrito, pero Fred fue muy persuasivo y le respondí que lo pensaría.
El 11 de marzo de 1949 decidí que sería poco profesional por mi parte determinar en nombre de un editor que una novela era inservible. En consecuencia, fui al piso de Fred Pohl. (En aquellos tiempos, yo era demasiado pobre para ir en taxi, y demasiado ingenuo para pensar en una llamada telefónica a fin de comprobar si mi amigo estaba en su casa.) Como era de esperar, Fred se había ausentado y fue su hijastra, una niña de ocho años que estaba sola en el piso, la que abrió la puerta. (En aquellos tiempos los niños de ocho años aún no estaban firmemente adoctrinados para que jamás abrieran la puerta a desconocidos).
Deben saber que, por lo general, trato mis manuscritos como si estuvieran tachonados de diamantes. Siempre que es posible los llevo personalmente a la editorial y los pongo directamente en manos responsables. Cuando la persona responsable ha salido de viaje, me veo obligado a mandar los manuscritos por correo, pero siempre telefoneo al cabo de un tiempo razonable para asegurarme de que han llegado. Aquella vez, no obstante, me importaba tan poco
«Envejece conmigo»
que di el manuscrito a la niña con aire indiferente, en la misma puerta y le ordené que se lo entregara a su padre.
Y más tarde, no sin cierto asombro por mi parte, Walter L. Bradbury, responsable editorial de
Doubleday
, dio su aprobación a la novela y me dijo que, si prolongaba el texto hasta 70.000 palabras aproximadamente, su editorial lo publicaría. Y lo que es más, me pagó 150 dólares sólo por hacer eso, prometiéndome otros 350 una vez estuviera completada la tarea. Posteriormente, como es lógico, el libro podría rendir derechos de autor. Quedé aturdido ante tanta esplendidez y la visión de un esplendor oriental en el futuro.
Tardé seis semanas y media en corregir y prolongar el texto, y terminé el 20 de mayo de 1949.
Doubleday
lo aceptó, aunque me rogó eligiera otro título Yo estaba ansioso por anular el título anterior, que sólo podía asociar con desgracia y turbación, y sugerí el de
«Un guijarro en el cielo»
.
«Un guijarro en el cielo»
fue publicado el 19 de enero de 1950. Fue el primer libro de la serie que actualmente supera los 330, de ellos más de 100 editados por
Doubleday
.
Después de todo esto conservé una copia hecha con papel carbón del
«Envejece conmigo»
original el tiempo suficiente para poder entregarla, junto con otro material, a Howard Gotlieb de la
Biblioteca de la Universidad de Boston
. Como es lógico, yo tenía un montón de manuscritos antiguos en una caja que guardaba en el desván de mi casa de Newton y no inspeccioné con detalle los papeles, por lo que no supe que aquel manuscrito concreto iba incluido en el envío hasta que Charles Waugh me comunicó que lo había visto en el sótano de la biblioteca.
Aquí está ahora la novela, exactamente como fue concebida para Startling si se exceptúa la corrección de errores y otros desatinos secundarios.
Como cualquier persona que lo haya intentado sabe, un relato puede narrarse de dos formas. Puedes empezar por el principio y avanzar hacia el final, o empezar por el final y avanzar hacia el principio. En este caso concreto, el principio es Joseph Schwartz, sastre jubilado de Chicago, Estados Unidos, Anno Domini 1947, en tanto que el final es Bel Arvardan, arqueólogo no jubilado de Baronn, sector de Sirio, año 827 de la Era Galáctica.
En realidad, existe una tercera forma de contar un cuento, y consiste en empezar por ambos extremos y avanzar hacia el centro. Y puesto que, ¡oh gentil lector! (a propósito, cuando se usaba hace siglos esta frase no hacía referencia a la amabilidad del lector sino a su supuesta calidad de "gentilhombre", vale decir noble, a fin de diferenciarlo del populacho que carecía, en opinión del autor, del ingenio y el gusto selectivo necesarios para leer sus obras. . .).
Pero como íbamos diciendo...
Y puesto que, ¡oh gentil lector!, el método de los dos extremos hacia el centro parece un poco confuso, vamos a ensayarlo y a demostrar que no es tal cosa.
El único problema es que tendremos que seguir los dos extremos por separado, ya que ni nuestro nombre de pila es Gertrude ni nuestro apellido Stein. Después de lanzar la moneda, nos decidimos por Joseph Schwartz...
JOSEPH SCHWARTZ
Joseph Schwartz, sastre jubilado, etc., aunque falto de lo que los mundanos de hoy denominan "educación formal", había gastado buena parte de su naturaleza inquisitiva en leer a la ventura. Simplemente a fuerza de indiscriminada voracidad había obtenido nociones superficiales de prácticamente cualquier tema, y gracias a su mañosa memoria había logrado retenerlo todo con claridad.
Sirva esto para explicar por qué, en este día muy soleado y brillante de principios del estío de 1947, Schwartz podía pasearse por las placenteras calles de las afueras de Chicago y citar mentalmente a Browning. En concreto estaba recordando el poema «Rabí Ben Ezra», que conocía de memoria tras haberlo leído dos veces cuando era más joven y que no repetiremos por entero para no aburrir al lector. En realidad, eran los dos primeros versos los que le atraían (a él y a nosotros) y dichos versos eran éstos:
¡Envejece conmigo!
Lo mejor aún no ha venido. . .
Schwartz sentía eso intensamente. Tras las luchas de su juventud en Europa y las sostenidas como adulto en los Estados Unidos, el sosiego de una madurez próspera resultaba placentero. Con casa y dinero propios, Schwartz podía retirarse, y así lo hizo. Con una esposa que gozaba de buena salud, una hija felizmente casada, un nieto para suavizar estos últimos años, los mejores..., ¿qué cosa podía preocuparle?
Estaba la bomba atómica, desde luego, y las habladurías en cierto modo lascivas sobre la tercera guerra mundial, pero Schwartz creía en la bondad de la naturaleza humana. No opinaba que pudiera llegar otra guerra, por lo que sonrió tolerantemente a los niños que pasaban a su lado y les deseó en silencio un recorrido rápido y no demasiado difícil de la juventud hasta la paz de lo mejor que iba a venir. . .
Y en otra parte de Chicago se erigía el Instituto de Estudios Nucleares, donde los hombres no tenían teorías sobre el valor esencial de la naturaleza humana, ya que aún no se había inventado un instrumento cuantitativo para medir dicho valor. Si pensaban en ello alguna vez, era simplemente para desear que alguna maniobra celeste impidiera al maldito ingenio de la raza humana convertir todos los descubrimientos inocentes e interesantes en armas mortíferas.
Sin embargo, en caso necesario, el mismo hombre mentalmente incapaz de contener su curiosidad por estudios nucleares que algún día podrían exterminar medio mundo, ese mismo hombre arriesgada su vida para salvar la de su camarada.
Fue el fulgor azul detrás del químico el primer detalle que atrajo la atención del doctor Smith.
Lo atisbó al pasar junto a la puerta entreabierta. El químico, un animado jovenzuelo, estaba silbando mientras empalmaba dos cables. No hubo reacción durante unos instantes, y después un instinto extraño se despertó.
El doctor Smith entró rápidamente y, con frenéticos movimientos de una vara que había cogido, tiró al suelo todo lo que había en la mesa. Se produjo el mortífero silbido de metal que se funde, y el doctor Smith notó que una gota de sudor resbalaba hacia la punta de su nariz y quedaba suspendida allí.
El joven se tomó tiempo para recobrar el entendimiento, destrozado por la precipitación del otro hombre. Miró inexpresivamente el suelo de cemento, donde el metal plateado se había fundido ya dejando finas salpicaduras que todavía despedían intenso calor.
—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó casi sin aliento el doctor Smith.
—No ha pasado nada —gruñó el químico—. Era una muestra de uranio impuro. Estoy efectuando una determinación electrolítica de cobre. .. ¿Qué podía haber pasado?
—No lo sé. Había ese halo azul... ¿Uranio, dice?
—Uranio impuro, y eso no es peligroso. La pureza es uno de los requisitos más importantes de la fisión. Además, no se trata de plutonio y no estaba siendo bombardeado.
—Y —dijo pensativamente el doctor Smith —se hallaba por debajo de la masa crítica. —Contempló la reblandecida mesa, la pintura quemada y llena de burbujas de los armarios—. Pero el uranio funde a mil ochocientos grados centígrados, y este lugar debe estar saturado de toda clase de radiaciones y emanaciones dispersas. En cuanto se enfríe el metal, joven, lo mejor será arrancarlo y recogerlo, y analizarlo meticulosamente.
Se acercó a la pared opuesta y tocó pensativamente un punto situado a la altura de su hombro.
—¿Qué es eso? —preguntó al químico—. ¿Siempre ha estado aquí?
—¿El qué, señor?
El joven se acercó nerviosamente y contempló con los ojos muy abiertos el punto indicado por el hombre de más edad. Era un agujero diminuto, como el hecho por un clavo fino arrancado de la pared después de clavado..., pero clavado en yeso y ladrillo, en todo el grosor del muro del edificio, ya que a través de él se veía la luz del sol. El químico meneó la cabeza.
—Nunca lo había visto, pero tampoco lo había buscado.
—Bien..., salgamos de aquí. Haremos venir a los de radiaciones para que inspeccionen la sala, y usted y yo pasaremos una temporada en la enfermería.
—¿Quemaduras por radiación, se refiere a eso?
El químico se puso pálido.
—Lo averiguaremos.
No hubo indicios de quemaduras por radiación. Los análisis de sangre fueron normales y el estudio de las raíces del cabello no reveló nada. Tampoco surgieron síntomas de ningún tipo. Y en todo el Instituto no se encontró a nadie, ni entonces ni en la época posterior capaz de explicar por qué un crisol de uranio impuro, muy por debajo de la masa crítica y sin estar sometido a bombardeo neutrónico directo había podido ponerse al rojo vivo y fundirse repentinamente.
La única conclusión fue que la física nuclear tenía aún grietas extrañas y peligrosas.
Ninguna relación se estableció entre todo esto y el hecho de que durante los días siguientes, hubo artículos en los periódicos que informaban de desapariciones. No estaba implicada ninguna persona importante, ninguna de relativa importancia, ninguna de interés.... para nadie excepto para nosotros.
Porque una de las desapariciones quedó registrada así:
«Joseph Schwartz. Estatura: uno sesenta y cinco. Peso: setenta y cuatro kilos. Parcialmente calvo y con canas. Desaparecido desde hace tres días. La última vez que se le vio vestía...»
No hubo más informaciones sobre el tema.
Para Joseph Schwartz el accidente ocurrió entre dos pasos consecutivos. Había levantado el pie derecho cuando sintió un mareo momentáneo, como si en la fracción de tiempo más minúscula posible un torbellino le hubiera alzado y vuelto del revés. Y cuando apoyó de nuevo el pie todo el aire salió de su cuerpo en un jadeo, y notó que se derrumbaba poco a poco y caía sobre la hierba.
Aguardó largo tiempo con los ojos cerrados... y finalmente los abrió.
¡Era cierto! Se hallaba sentado sobre hierba, cuando anteriormente había pisado cemento. ¡Las casas habían desaparecido! Las casas blancas, con sus céspedes, extendidas por los alrededores, hilera tras hilera... ¡Todas habían desaparecido!
Y él no estaba sentado en el césped de una casa, porque la hierba crecía espesa, desatendida, y había árboles alrededor, muchos árboles, y muchos más en el horizonte.
En ese momento se produjo la peor conmoción, ya que algunas de las hojas de aquellos árboles eran de color rojizo, y Schwartz notó en el hueco de su mano la reseca fragilidad de una hoja muerta. Él era un hombre de ciudad..., pero conocía el otoño cuando lo veía.
¡Otoño! Pero cuando él había levantado el pie derecho era un día de junio, con todo de un resplandeciente color verde.
Schwartz habló solo... puesto que hasta el sonido de su voz era un elemento tranquilizador en un mundo, por lo demás, totalmente extraño. Y esa voz fue baja, tensa y jadeante.
—Para empezar —dijo—, no estoy loco. Me siento como siempre me he sentido. Debe de haber otra posibilidad.
»¿Un sueño? ¿Cómo puedo saber si es o no es un sueño?
Se pellizcó y notó el dolor, pero sacudió la cabeza.
—Podría estar soñando que noto el pellizco. Eso no prueba nada.
Miró alrededor con aire confuso. ¿Podían los sueños ser tan nítidos, tan detallados, tan prolongados? En cierta ocasión había leído que casi todos los sueños duran menos de cinco segundos, que los provocan molestias insignificantes para el durmiente... y que la duración aparente de los sueños era una ilusión.
Desesperado, echó hacia arriba el puño de su camisa y miró el reloj de pulsera. La segundera giraba y giraba y giraba. Si se trataba de un sueño, los cinco segundos iban a prolongarse terriblemente. Apartó los ojos del reloj y se enjugó inútilmente la fría humedad de su frente.
—¿Y si fuera amnesia?
No se respondió, sino que poco a poco hundió la cabeza entre las manos. Si entre alzar un pie y volver a apoyarlo, la mente se desliza tres meses o un año y tres meses o diez años y tres meses.. . Si te pasa eso en junio de 1947 y acaba en septiembre u octubre de Dios sabe cuándo... ¿cómo saberlo?