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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Fantástico

Calle de Magia (6 page)

BOOK: Calle de Magia
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—Parece que estás intentando comerte la hierba, bobo —dijo Raymo.

—¿Dónde estás? —preguntó Ceese.

—Tumbado detrás de la colina. Me has pasado por encima.

—Como el globo de Goodyear —dijo Ceese.

Raymo soltó una carcajada.

—Eres la monda. Completamente idiota, no sabes patinar, ni siquiera sabes caer bien, has estado a punto de romperte el cuello, pero sigues haciendo chistes. Por eso salgo contigo.

—Sí, pero ¿por qué salgo yo contigo?

—Porque soy tan guai como te gustaría ser.

—Será eso.

—¿No habrás perdido la hierba? —preguntó Raymo.Naturalmente, no estaba en el bolsillo. Ceese se puso en pie de un salto, descubrió lo magullados que tenía los codos y las rodillas... además de manchados de hierba. Ya había vuelto a subir la cuesta para ver si la bolsa se le había caído del bolsillo cuando la tabla se había trabado en la grava, cuando se dio cuenta de que Raymo se estaba riendo. Se dio media vuelta, y allí estaba Raymo, con la bolsa en la mano.

Avergonzado, tanto de su pánico como de haber perdido la bolsa
,
para empezar, Ceese regresó junto al otro chico.

—¿Quién necesita hierba cuando puedo colocarme con la inercia ?

Raymo ladeó la cabeza y puso los ojos como platos.

—¿Inerqué? ¡I-ner-cia! ¿Ya has ido a la universidad o algo? —Estabas en clase —dijo Ceese—. El día que explicaron lo de la inercia.

—Lo aprendí en parvulitos, pero no lo incluyo en mi conversación para no alardear de lo listo que soy.

—A veces me canso de que me llames tonto.

—No te he llamado tonto —dijo Raymo.

—Siempre me llamas tonto.

—Te llamo
tontolaba.
Pero no tonto sin más.

Ceese estaba furioso y avergonzado y le dolía todo, y en casa le iban a echar una buena bronca por todas aquellas manchas de hierba. Pero no podía permitirse contestar como quería, porque Raymo le daría una paliza mortal, y peor aún, dejaría de ser su amigo.

Así que se quedó allí de pie mirando lo único que sobresalía de la hierba que no era Raymo: la tubería de desagüe oxidada. Había algo moviéndose en la base de la tubería. Su primer pensamiento fue que se trataba de algún animal. Había ardillas por todas partes, pero aquello parecía más alto y era de otro color. Y más brillante. ¿Qué clase de animal era brillante? ¿Un armadillo? ¿Un sapo verdaderamente enorme?

Ceese bajó corriendo la cuesta, dejando atrás a Raymo.

—¿Adonde vas?

Ceese lo ignoró. ¿Qué clase de gilipollas no veía que corría hacia la tubería?

Sin embargo, cuando se acercaba vio que aquello que había entrevisto desde la cima de la cuesta no era más que un puñado de bolsas de plástico de la compra.

Entonces se movieron y, como no había viento y la hierba estaba quieta, eso significaba que debía haber algún animal dentro. Tal vez un ratón o algo por el estilo. Atrapado dentro de la bolsa.

Bueno, si así era lo liberaría antes de que Raymo se diera cuenta. Porque Raymo era malo con los animales.

No se trataba de un ratón. Era un bebé. El bebé más pequeño que Ceese hubiese visto en su vida. Estaba desnudo y tenía el nudo del cordón umbilical atado todavía. No lloraba, pero tampoco parecía feliz. Con los ojos cerrados, sólo movía un poco los brazos y las piernas.

—¿Qué hay ahí? —preguntó Raymo.

—Parece un bebé —contestó Ceese—. Pero es demasiado pequeño para ser de verdad.

—Ni siquiera es humano —dijo Raymo, observándolo—. ¿Vas a fumar o no ?

—Hay que hacer algo con este bebé.

—Primero fumemos.

Ceese supo que aquello estaba mal.

—Mi hermano me dijo que la hierba hace que se te olviden las cosas y no te importen. Tenemos que hacer algo con este bebé mientras todavía recordemos que está aquí.

Raymo se metió la bolsita de plástico con la hierba en el bolsillo.

—Si quieres llevarlo a alguna parte, hazlo sin el viejo Raymo. No quiero que el bebé piense que soy el padre.

Ceese quiso decir: la única manera en que tú podrías ser el padre es si la madre fuera un calcetín viejo de los que guardas bajo la cama. Pero no lo dijo; a Raymo no le gustaba que se burlaran de él. Sabía darlas, pero no tomarlas.

—No quiero que nadie me haga preguntas si tengo una bolsa de hierba encima —dijo Raymo.

—De todas formas, probablemente no es más que perejil o algo por el estilo —dijo Ceese—. Nadie da gratis hierba de la buena.

Ceese se agachó y tomó la bolsa de la compra por las asas.

—¿ Qué vas a hacer con eso ?

—Llevárselo a mi madre. Ella entiende de bebés.

—No mucho —dijo Raymo—. Te hizo
a ti,
¿no?

El bebé era más liviano de lo que Ceese esperaba. Pero no le pareció bien llevar la bolsa por las asas. ¿Qué iba a hacer, caminar con el niño colgando como si fuera una ardilla muerta?

Lo alzó más, lo acunó en sus brazos. Fue entonces cuando vio que el bebé estaba cubierto de hormigas por dentro y por fuera de la bolsa. Un montón le corrían ya por el brazo.

Ceese soltó la bolsa y empezó a sacudirse las hormigas.

—¿Qué estás haciendo, capullo? —dijo Raymo—. ¿Eso es una especie de baile de majaras para celebrar que tienes un bebé? ¿O te estás meando?

—El bebé está todo lleno de hormigas.

—He oído decir que los bebés a veces comen hormigas porque lo necesitan en su dieta.

—¿Eso fue en Discovery Channel o en Animal Planet? —preguntó Ceese. Se libró de las últimas hormigas. Abrió la bolsa y cogió al bebé en brazos, manteniéndolo apartado del cuerpo—. Ven aquí y sacude las hormigas del bebé.

—No me digas lo que tengo que hacer —le advirtió Raymo—. No me digas lo que tengo que hacer.

—Tenemos que quitarle las hormigas. Si quieres sujetarlo tú mientras yo se las sacudo, por mí de acuerdo.

—Yo no voy a sujetar a ningún bebé. ¿Y dejarle mis huellas? Ni hablar.

—Pues sacúdele las hormigas. —Y entonces, en deferencia a la superioridad de Raymo, Ceese pasó de la exigencia a la súplica—: Por favoooooor.

—Bueno, ya que lo pides de manera tan gilipóllicamente amable...

Raymo sacudió las hormigas de los miembros y el torso desnudo del bebé.

—Cuidado con la cabeza, los bebés la tienen blanda.

—Eso ya lo sé,
Cecil
—dijo Raymo. Entonces de repente retrocedió, como asustado.

—¡Qué! —exclamó Ceese.

—¡Le ha salido una hormiga de la
nariz!

—¡Quítasela! No te morderá.

Raymo hizo acopio de valor un instante, luego se acercó y sacudió la hormiga de la mejilla del bebé.

—Me ha asustado, eso es todo.

—Las hormigas probablemente se han estado comiendo el cerebro del bebé —explicó Ceese—. Probablemente ahora será retrasado de lo mucho que han comido.

—Cierra la boca —dijo Raymo—. Me vas a hacer vomitar.

El bebé se agitó y soltó un gritito, como un maullido.

Pensar que era un gatito impulsó a Ceese a apartar al bebé de los brazos de Raymo, por aquella vez que Raymo se había encontrado un gatito y le había pisado la cabeza sólo para ver cómo salpicaba. Raymo lo había llamado un «experimento de biología». Cuando Ceese le preguntó qué había aprendido con él, Raymo dijo:

—Los cerebros son más blandos que el hígado, y más húmedos, y salpican.

Ceese no quería que Raymo empezara a pensar científicamente en el bebé.

—Déjalo —dijo Raymo—. La chica que lo dejó ahí estará muerta.

—¿Cómo sabes que era una chica?

—Los tíos no tienen bebés —dijo Raymo—. Me sorprende que no lo sepas.

—Tal vez esperaba que alguien lo encontrara.

—Si quieres que alguien lo encuentre, lo dejas en un portal, carajote.

—¿Carajote?

—Peor que gilipollas —aclaró Raymo.

—Nosotros lo hemos encontrado, y no voy a dejar que se muera.

—No —dijo Raymo—. Lo que tú digas.

Eso fue todo. Ceese agarró al bebé como si fuera un balón de fútbol y se dirigió al camino. Raymo se rió de él, pero Ceese ya estaba acostumbrado.

—¡Eh, carajote! —llamó Raymo—. ¿Sabes de quién es este monopatín?

Ceese se volvió a mirar. Raymo estaba en el borde de la carretera, justo en el principio de la curva cerrada donde se había caído del monopatín. Ceese ya se encontraba junto a la casita blanca, al fondo del pequeño valle.

—¡Sabes que es mío!

—¡No veo que lleve escrito el nombre de nadie!

Ceese no sabía con seguridad qué pretendía Raymo, pero o bien intentaba provocarlo para que subiera hasta la parte más empinada de la carretera para recuperar su monopatín y luego probablemente burlarse de él para que fuera montando a casa con el bebé sujeto... o planeaba robar la tabla y burlarse de Ceese al hacerlo para que se sintiera indefenso y pequeño.

Pero allí de pie con el bebé en brazos, Ceese quiso con todo su corazón librarse de Raymo y de todos los que eran como él, de todos los matones que seguían buscando cosas desagradables que hacer y siempre tenían que tener público para sus diabluras y no les importaba mucho la distinción entre público y víctima.

Así que Ceese se dio media vuelta y siguió caminando hacia Cloverdale. Era un trayecto empinado y caminó con mucho cuidado para no sacudir demasiado al bebé. Al cabo de poco tiempo oyó el ruido de un monopatín detrás. Conociendo a Raymo, era posible que chocara deliberadamente contra él para hacerle soltar al bebé. Así que Ceese corrió al patio delantero de una de las casas y se colocó detrás de un seto.

En efecto, Raymo iba directo hacia él. Pero no iba a chocar contra un seto por gastar una broma tonta.

De modo que le gritó a Ceese y volvió a la carretera.

—¡Mamá Ceese tiene un bebé de soltera! —Llevaba en la mano su propio monopatín y montaba en el de Ceese. Naturalmente.

Ceese no dijo nada. Sólo lo vio marcharse.

¿Por qué he estado saliendo con ese cacho de carne? No tiene sentido. Lo cierto es que no tengo ningún deseo de volver a verlo jamás. ¿Por qué he soportado tanto tiempo sus chorradas?

Justo hasta el momento en que encontré a este bebé, y ni un minuto más.

El rostro de Ceese ardía de... ¿de qué, de vergüenza? ¿O era el rubor que le causaba haberse dado cuenta de repente?

Tal vez había pasado todo ese tiempo con Raymo, haciendo que su madre se preocupara, y había estado a punto de meterse en líos una docena de veces para estar precisamente aquel día en la tubería y encontrar a ese bebé.

Eso era una locura. ¿Quién podía orquestar una cosa así sino Dios?

Y Dios desde luego no iba a usar a un gusano como Raymo como instrumento de su voluntad divina. Eso sería como si el diablo enviara a Gabriel a recoger su ropa de la lavandería, sólo que al revés.

Cuando Ceese llegó a Du Ray, Raymo no estaba por ninguna parte. Vaya sorpresa. Ceese siguió a la izquierda por Du Ray y luego otra vez a la izquierda por Sánchez. No estaba lejos. Y cuando llegó a la puerta principal, mamá estaba detrás de la rejilla.

—Dime que no es tuyo —dijo fríamente.

—No sé de quién es.

—¿Quieres decir que no sabes si eres el padre? —Había amenaza en su voz.

—Quiero decir que me lo he encontrado. No sé quién es la madre.

Y estoy seguro de que sé que no soy el padre. A menos que esas cosas pasen mirando fotos.

La madre se quedó boquiabierta. Ceese también. Nunca le había hablado así a su madre. Lo cual, estaba seguro, era el único motivo por el que seguía vivo. Y por la cara de su madre eso era algo que estaba a punto de acabarse rápidamente.

En ese momento, el bebé empezó a llorar. Lo cual fue lo único que podría haber cambiado las consecuencias de cómo había dicho Ceese sus últimas palabras.

—¿De verdad lo has encontrado? —La puerta de rejilla se abrió de par en par.

—Dentro de una bolsa de la compra y cubierto de hormigas —dijo Ceese—. Es un niño. Está vivo.

—Puesto que no soy ciega ni estúpida, eso ya lo sabía.

—Lo siento, mamá. —Lo dijo con toda el alma, por si podía compensar lo que había dicho con anterioridad.

—Antes de que lo preguntes, no, no puedes quedártelo.

—Es muy pequeñito, mamá.

—Luego crecen.

—No quiero quedármelo, mamá. Sólo quiero que no se muera.

—Lo sé —dijo la madre—. Estoy pensando. Muy bien, ya lo tengo. Llévaselo a Miz Smitcher. Es enfermera.

—¿No lo quieres tú?

—No, no lo quiero. Ese bebé fue concebido en pecado y lo dejaron para que muriera en vergüenza. No quiero ni pecado ni vergüenza en mi casa.

Ceese quiso gritarle que el bebé no había cometido ningún pecado y que no era algo de lo que avergonzarse, ¿y qué se había hecho de aquello de que «lo que hagáis a estos pequeños me lo hacéis a mí» y «dejad que los niños se acerquen a mí»? Pero no era estúpido como para gritarle versículos de la Biblia a la cara a su madre. Ella tendría diez más con los que responderle, y se quedaría sin cena como castigo por la blasfemia o por cualquier otro delito religioso del que ella lo acusara. El más corriente era no honrar a su padre y a su madre, aunque era el chico más educado que conocía. O tal vez el más sumiso.

Como no deseaba seguir discutiendo con su madre, Ceese se acercó a la abertura de la valla que siempre usaban para pasar de su casa a la de Miz Smitcher. No era una puerta: era sólo una abertura entre dos vallas. Y entonces advirtió que teniendo un bebé en brazos era mucho más difícil colarse por allí. Acabó sosteniendo al bebé por delante con una mano y estuvo a punto de que se le cayera.

Atravesó la valla justo a tiempo. Miz Smitcher trabajaba en el turno de noche y salía por la puerta principal hacia su coche cuando Ceese empezó a aporrear la trasera.

—¿Qué pasa? —dijo—. Ahora no tengo tiempo para...

Ver al bebé la hizo cambiar de actitud.

—Por Dios, dime que no es tuyo.

—Lo he encontrado —dijo Ceese—. Cubierto de hormigas en ese pequeño valle de Cloverdale. Mi madre me ha dicho que te lo trajera.

—¿Por qué? ¿Piensa que es mío?

—No, señora.

Miz Smitcher suspiró.

—Vamos a llevarlo al hospital.

Ceese hizo el amago de entregarle el bebé.

Ella retrocedió.

—¡Tengo que conducir, chaval! ¿Tienes una sillita para bebé en el bolsillo? ¿No? Pues entonces eres tú quien tiene que sujetar a ese niño.

Ceese no discutió. Parecía que desde que había recogido al bebé no podía conseguir que nadie lo sostuviera no importaba lo que dijese o hiciera.

BOOK: Calle de Magia
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