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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Fantástico

Calle de Magia (2 page)

BOOK: Calle de Magia
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A su mente saltaron los versos de uno de sus propios poemas. Y de su mente pasaron a sus labios:

Sube a mi carro, susurró el dios del sol,

aquí junto a mí, Amor, cruzando el cielo.

Deja atrás el camino polvoriento que recorres:

tras estos fieros corceles ven y vuela.

No importa lo rápido que vayamos, lo lejos, lo alto,

nunca te dejaré caer.

Toda tu vida

en la tierra te has arrastrado y has subido y arañado.

Ahora, Belleza Mortal, se tú mi esposa,

y tus sueños de luz los concederé todos.

En los labios del hombre de las bolsas se dibujó una sonrisa de dientes torcidos y dio un paso al frente, acercándose al coche de Byron.

Durante un momento Byron estuvo seguro de que el hombre iba a morir atropellado. Pero no. El semáforo había cambiado y los coches se detuvieron cuando pasaba ante ellos. En sólo unos instantes, el hombre colocó la mano en la manivela de la puerta de pasajeros.

Estaba cerrada. Byron pulsó el botón para abrirla.

—Si no le importa —dijo el hombre de las bolsas—, ¿puedo poner mis bolsas en el asiento de atrás?

—Adelante —respondió Byron.

El viejo abrió la puerta trasera y colocó con cuidado sus bolsas en el suelo y el asiento trasero. Byron se preguntó qué habría en ellas. Fuera lo que fuese, no podía estar limpio, y las bolsas probablemente tenían pulgas o piojos u hormigas u otras criaturas molestas. Byron siempre mantenía el coche inmaculado: los chicos conocían las reglas y nunca se atrevían a comer nada dentro, no fuera a ser que se les cayera una migaja y su padre les echara una buena bronca. Lo sentía si eso los molestaba, pero era bueno para los niños aprender a cuidar de las cosas y tratarlas con respeto.

Y, sin embargo, aunque sabía que permitir que pusiera aquellas bolsas en el asiento trasero le obligaría a usar la aspiradora y a lavar y frotar hasta que volviera a quedar limpio, no le importó. Esas bolsas encajaban allí. Igual que el anciano encajaba en el asiento delantero, a su lado.

La moto a su izquierda aceleró una última vez y se perdió por la empinada carretera de Santa Mónica.

Tras él, los coches empezaron a tocar el claxon.

El viejo se tomó su tiempo para ocupar el asiento, y luego se quedó allí, sin cerrar la puerta. Tampoco había cerrado la puerta trasera.

No importaba. Ante el coro de cláxones y maldiciones que salían a gritos por las ventanillas abiertas de los coches, Byron bajó del Lincoln y lo rodeó. Cerró la puerta trasera, luego estiró la mano y abrochó el cinturón de seguridad del viejo antes de cerrar también la otra puerta.

—Oh, no es necesario que haga eso —murmuró el anciano mientras Byron le abrochaba el cinturón.

—La seguridad lo primero —dijo Byron—. En mi coche no se muere nadie.

—No importa lo rápido que vayamos, lo lejos, lo alto —respondió el viejo.

Byron sonrió. Le pareció magnífico que alguien conociera tan bien su poema para poder citárselo.

Para cuando volvió a su asiento, los coches tras él se internaban en el carril izquierdo para rodearlo, tocando el claxon y gritando y maldiciéndolo mientras pasaban. Pero no podían echar a perder su buen humor. Estaban celosos, eso era todo, porque el anciano había elegido viajar en
su
coche y no en el de ellos.

Byron se sentó, cerró su puerta, se abrochó el cinturón de seguridad y se dispuso a esperar al siguiente semáforo en verde.

—¿No va a arrancar? —preguntó el viejo.

Byron alzó la cabeza. Increíblemente, la flecha izquierda estaba en verde todavía.

—Espero que no le importe —dijo Byron—. Tengo que pararme a comprar la cena.

—Un hombre tiene que hacer feliz a su mujer —dijo el viejo—. No hay nada más importante en la vida. Excepto enseñar a sus chavales a estar bien con Dios.

Eso hizo que Byron sintiera un pequeño retortijón de culpa. Ni él ni Nadine eran muy religiosos. Cuando su madre los visitaba, iban todos juntos a la iglesia, y a los chicos parecía gustarles. Pero la llamaban la iglesia de la abuela, aunque ella sólo la frecuentaba cuando estaba en Los Ángeles.

Byron giró a la izquierda en Broadway y aparcó en el estacionamiento situado enfrente de I Cugini. El encargado se acercó al coche cuando Byron salió.

—Sólo vengo a recoger comida para llevar —dijo mientras le tendía al hombre un billete de cinco dólares.

—Pague después —dijo el encargado.

—No, no voy a aparcar. Sólo voy a recoger un pedido.

El hombre le miró desconcertado. Al parecer no llevaba allí el tiempo suficiente para entender al inglés que no decía exactamente lo que esperaba oír.

Así que Byron le habló en español.

—Haga el favor de no mover mi coche, ¿sí? Volveré en dos minutos.

El hombre sonrió y se sentó en el asiento del conductor.

—¡No, no mueva el auto, por favor! —dijo Byron.

El anciano se asomó.

—No se preocupe, hijo. No quiere mover el coche. Sólo quiere hablar conmigo.

Naturalmente, pensó Byron. Este anciano debe ser conocido de todos los encargados. Cuando te pasas horas al día en la acera de Santa Mónica, tienes que conocer a toda la gente sin hogar.

Sólo cuando estaba esperando en el mostrador a que la chica pasara su tarjeta de crédito se le ocurrió a Byron que hablaba italiano, francés y sabía leer en griego, pero que no había hablado ni estudiado español en su vida.

Bueno, aprendes un par de lenguas romances, y al parecer las conoces ya todas.

La comida estaba lista y la tarjeta pasó al primer intento. Ni siquiera le pidieron un carné de identidad.

Y cuando volvió al exterior, allí estaba su coche en la acera, con el encargado dentro besando las manos del anciano. Para cuando Byron llegó al lado del conductor y abrió la puerta trasera, ya había salido del coche. Byron puso las bolsas de comida en el suelo, salió, y cerró la puerta. El encargado ya se marchaba.

—¡Espere un momento! —llamó Byron—. ¡Su propina!

El encargado se volvió y agitó la mano.

—¡No hay problema! —respondió con su inglés cargado de acento—. ¡Muchas gracias, señor!

Byron subió al coche.

—Nunca había visto a ningún encargado rechazar una propina —dijo.

—Sólo quería hablar conmigo —dijo el viejo—. Está preocupado por la familia que dejó en México. Su hijo pequeño ha estado enfermo. Pero le he dicho que el niño está bien, y ahora es feliz.

Byron también se sentía feliz.

—Bueno, amigo, ¿adonde puedo llevarle?

—Vaya directo a casa. No quiero que esa cena se enfríe.

—Oh, se enfriará de todas formas —dijo Byron—. A las seis de la tarde, no importa si tiro por Olympic o por la Diez, el tráfico nos retrasará.

—Tire por la Diez —respondió el viejo—. Tengo la sensación de que no habrá ningún contratiempo.

El viejo tenía razón. Incluso en el cruce con la Cuatrocientos Cinco, en los carriles de la izquierda el tráfico se movía por encima del límite de velocidad y no tuvieron contratiempos.

Byron pensó en montones de cosas que quería decirle al hombre. Tenía montones de preguntas que hacerle. ¿Cómo sabía que el hijo del encargado del aparcamiento iba a curarse? ¿Por qué escogió mi coche? ¿Adonde irá después de Baldwin Hills, y por qué no quiere que lo lleve allí? ¿Fue cosa suya que yo pudiera hablar en español? ¿Habló usted en español con el encargado?

Pero cada vez que se disponía a hablar, sentía una sensación de paz y felicidad tan grande que no podía romper el estado de ánimo con el sonido entrecortado del habla.

Así que fue el anciano quien habló.

—Puede llamarme Hombre de las Bolsas —dijo—. Es un buen nombre, y es verdad. Conviene decir la verdad de vez en cuando, ¿no le parece?

Byron sonrió y asintió.

—Conviene decir la verdad
siempre.

—Oh, no —dijo el Hombre de las Bolsas—. Con eso sólo se hieren los sentimientos de la gente. Mentir es más apropiado, la mayoría de las veces. Es más amable. ¿Y con qué frecuencia importa realmente la verdad? ¿Una vez al mes? ¿Una vez al año?

Byron se rió, entusiasmado.

—Nunca me lo había planteado de esa forma.

El Hombre de las Bolsas sonrió.

—No me importa si lo quiere utilizar en un poema, adelante.

—Oh, no soy poeta —dijo Byron.

—Ahí lo tiene —dijo el viejo—. Mintiendo. Nunca muestra esos poemas, nunca admite que existen siquiera. Así nadie podrá decir: esto es demasiado anticuado, no eres un poeta de verdad.

Byron sintió la sangre caliente en el rostro.

—Yo fui el primero en decirlo.

El Hombre de las Bolsas se echó a reír.

—¡Lo que yo decía! —Entonces se puso serio—. ¿Quiere saber lo bueno que es?

Byron negó con la
cabeza.

—Tan bueno como espera —dijo el Hombre de las Bolsas.

El alivio se apoderó de Byron y sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Pero usted no ha leído nunca nada mío.

—¿Cómo podría hacerlo? No sé leer.

—Está bromeando.

—Puedo mentir, pero nunca bromeo.

—¿Estaba mintiendo ahora mismo? ¿En lo que ha dicho de mis poemas?

—No, señor.

—¿Y justo después, cuando ha dicho que no estaba mintiendo?

—Eso era mentira, por supuesto —dijo el Hombre de las Bolsas—. Pero no deje que eso se lo estropee.

Byron fue consciente de una extraña sensación en el estómago. Náusea. No, en realidad no. Oh, sí. Era furia. Una especie de furia distante, remota. Pero no se le ocurría por qué podía estar furioso. Todo era maravilloso. Era un día magnífico. El tráfico fluido. Ni un semáforo en rojo.

Al llegar a La Ciénega vio See's Candies. Seguía abierto. Pero no podía parar. La cena caliente en el asiento trasero.

Salió del coche, entró en la pastelería y compró una bandeja de esos disquitos de caramelo cubiertos de chocolate con leche. La mujer tardó una eternidad en llenar la bandeja. Y, cuando regresó al coche, le encantó ver lo mucho que se entusiasmaba el Hombre de las Bolsas al recibirla.

—¿Para mí? —dijo—. Oh, es usted demasiado amable, amigo mío.

El Hombre de las Bolsas rasgó el papel y se metió dos bombones en la boca a la vez.

—Nunca los encuentro en Santa Mónica.

—Tiene un Godiva's en el centro comercial que está al final del paseo —dijo Byron.

—¿Un Godiva's? Son demasiado caros para mi bolsillo.

Había algo raro en la lógica de todo aquello, pero Byron no sabía determinar qué. Condujo a través de la zona llana de Baldwin Hills. Hogares modestos, algunos de ellos un poco cutres, otros muy bien conservados... Un barrio corriente. Pero cuando empezaron a subir por Cloverdale, el valle del Trébol, el dinero empezó a notarse. Byron no era rico y tampoco lo era Nadine. Pero juntos ganaban lo suficiente para permitirse vivir en aquel barrio. Podrían haberse permitido Hancock Park, pero mudarse a un barrio blanco habría sido rendirse. Para un negro de Los Ángeles, Baldwin Hills significaba que lo habías conseguido sin venderte.

Au-tén-ti-co.

—Ésta es una calle de
magia
—dijo el viejo.

—¿Qué?

—Digo que ésta es una calle de magia —repitió—. ¿No lo siente? Como una catarata, muy densa.

—Supongo que es uno de los sentidos que no me tocaron en suerte cuando Dios los repartió —dijo Byron.

—Aparque aquí mismo —le indicó el Hombre de las Bolsas.

Estaban ante el número 3.968, una casa blanca y elegante con tejado de losas y garaje triple. Era la última casa antes de la curva donde ya no se
alzaba,
ninguna vivienda sino que un valle verde se extendía unos cien metros antes de perderse en los bosques situados en la base de la Zona de Recreo de Kenneth Hahn. No es que nadie se recreara allí. La mantenían despejada porque cuando llovía torrencialmente todas las aguas del parque se canalizaban por una sola tubería de desagüe y se acumulaban en aquel valle, formando un lago. Y allí, en la zona más profunda, una tubería oxidada sobresalía del suelo. Debía de tener medio metro de diámetro, o eso le pareció a Byron, y dos metros y medio de altura. Estaba perforada a la altura del hombro, así que el agua podía colarse dentro cuando el lago era lo bastante profundo.

Y para eso era. Pero lo que parecía era una chimenea que surgiera directamente del infierno. Eso había dicho Nadine la primera vez que la había visto:

—Quién lo iba a decir, ahí arriba el parque es precioso, pero aquí abajo está el ano del sistema de alcantarillado, ¿y dónde lo ponen? Justo en la parte más bonita del barrio negro más bonito de la ciudad. Por si se nos olvida cuál es nuestro sitio, supongo.

—Es mejor que dejar que el agua llegue a la calle y se lo lleve todo por delante —le dijo Byron.

Eso le valió una mirada de reproche.

—No estaba defendiendo el
establishment,
sólo decía que no todo es racismo. La ciudad también tiene cosas feas en los barrios blancos.

—Si esto fuera un barrio blanco habrían puesto un parque y la tubería de desagüe estaría pintada con colores vivos.

—Si esto fuera un parque, cada vez que lloviera los niños se ahogarían. Tiene esa valla porque no es seguro.

—Tienes razón, claro —repuso Nadine. Y eso significaba que la discusión había terminado, y que Byron había perdido.

Pero él tenía razón. La tubería era fea, pero el prado a su alrededor precioso y la maleza que había más allá lo más cercano a la naturaleza que podías encontrar en los jardines atendidos por los mexicanos de la ciudad de Los Ángeles.

El Hombre de las Bolsas esperaba pacientemente. Al fin, a Byron se le ocurrió qué era lo que esperaba.

Byron salió del coche y le abrió la puerta.

—Vaya, gracias, hijo —dijo el Hombre de las Bolsas—. No es corriente encontrarse con un hombre con verdaderos modales hoy en día. Vaya, apuesto a que todavía llamas a tu madre «señora», ¿verdad?

—Sí, señor.

El anciano se apoyó en él mientras salía.

—Dejo contigo mi bendición, hijo —dijo—. Te bendigo en el bendito nombre de Jesús. Te bendigo por el sagrado amor de la madre de tu madre, que nunca llegó a ver tu cara, pero que te ama igualmente en el cielo, hijo. Espero que lo sepas. Ella está ahí arriba dándole la lata a Dios para que te cuide. ¿Cómo crees que sacaste la plaza tan pronto?

BOOK: Calle de Magia
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