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Authors: Joyce Carol Oates

Tags: #Biografía, Drama

Blonde (42 page)

BOOK: Blonde
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Entusiasmado, Otto cambió de lugar la tela, extendiéndola ahora sobre el suelo. ¡Como en una merienda campestre! Se dejó llevar por la inspiración y arrastró una escalera cubierta de telarañas que estaba en un rincón del estudio con el fin de fotografiar a Norma Jeane desde lo alto, tendida sobre el terciopelo.

—Ponte boca abajo, pequeña. Ahora de lado. Ahora
estírate
. Eres una gata grande y estilizada, ¿de acuerdo, nena? Una preciosa gata grande y estilizada. Veamos cómo ronroneas.

El efecto de las palabras de Otto fue inmediato y sorprendente. Norma Jeane obedeció sin rechistar, riendo en lo más profundo de su garganta. Era como si la hubieran hipnotizado. Como una joven recién casada, inexperta en el amor, cuyo cuerpo responde de manera instintiva y comienza a disfrutar del sexo. Desnuda sobre el terciopelo arrugado, estirando sensualmente los brazos, las piernas, la sinuosa curva de la espalda y las nalgas mientras Otto
¡clic!, ¡clic!
disparaba el obturador de la cámara mirándola a través del objetivo. Otto Öse, que se jactaba de que ninguna mujer, y mucho menos una modelo desnuda, podía sorprenderlo. Otto Öse, a quien la enfermedad había privado y al mismo tiempo curado de su masculinidad. En esta serie de tomas estaba a más de un metro por encima de su modelo, balanceándose sobre la escalera, enfocando hacia abajo para que en las fotografías la joven apareciera rodeada por el terciopelo rojo en lugar de dominando el espacio, como en la tradicional pose de pie en la que la había retratado al principio. Era una diferencia sutil, pero importante. La seductora modelo de pie, mirando con ojos soñadores al espectador, es una invitación al amor sexual en los términos del desnudo: una mujer que se ofrece sin embages al (invisible, anónimo) varón. Pero la modelo reclinada, tendida boca abajo con los brazos alargados, vista desde una distancia corta, aparece como un ser físicamente más pequeño, más vulnerable en su desnudez, y no como un igual del espectador. Debe ser dominada. Su propia belleza inspira compasión. Un animal desvalido, desamparado, totalmente sometido al ojo sagaz de la cámara. La elegante curva de los hombros, la espalda, los muslos, la voluptuosidad de las nalgas y los pechos, el misterioso anhelo animal en la cara levantada, las pálidas, indefensas plantas de los pies…

—¡Estupendo! ¡Mantén esa postura! —
¡Clic! ¡Clic!

Otto respiraba con agitación. Su frente y sus axilas se cubrieron de un sudor que escocía como si le hubieran picado un montón de hormigas rojas. A estas alturas había olvidado el nombre de la hermosa modelo (si es que tenía nombre), habría sido incapaz de decir para quién estaba haciendo aquellas fotos fabulosas y mucho menos cuánto cobraría por ellas.
Novecientos dólares. Por venderla. ¿Por qué, si la quiero? Es una prueba de que no la quiero
. Con su viejo amigo, ex compañero de cuarto y antiguo camarada del partido Charlie Chaplin Jr., cuya «identidad filial» era sinónimo de «maldición filial», había tomado un par de copas de ron —una poderosa medicina contra la congestión nasal— en mugrientos frascos de mermelada con el fin de prepararse para la sesión. No estaba embriagado por el ron, sino por otra cosa, pero ¿qué? Las luces cegadoras, el palpitante color rojo, la carne de la joven tendida ante él, exquisita como un dulce, removiéndose y estirándose en el frenesí de una relación sexual con un amante invisible. No lo había embriagado el ron, sino la transgresión que estaba cometiendo y por la cual, en lugar de castigarlo, le pagarían con generosidad. Desde su privilegiado mirador, Otto vio pasar ante él la vida de la chica, desde sus miserables orígenes (le había confesado que era «ilegítima», como pintorescamente se describía ella, y que su padre nunca se había interesado por conocerla pese a vivir cerca de ella, en Hollywood; Otto también sabía que la madre de la chica estaba loca: sufría esquizofrenia paranoide, llevaba una década encerrada en Norwalk y en cierta ocasión había tratado de ahogar a su hija… ¿o de quemarla viva en agua hirviendo?) hasta su también miserable final (una muerte prematura causada por sobredosis de drogas, abuso del alcohol, las muñecas cortadas en la bañera, o un amante loco). La tragedia de la vida anónima de la joven traspasó el corazón de Otto, que no tenía corazón. Era una criatura sin protección de la sociedad, sin familia ni «legado». Un trozo de carne apetitosa para comercializar. Estaba en la flor de la vida, pero la flor de la vida duraría poco. Aunque a los veintitrés años aparentaba seis menos, curiosamente inmune al tiempo y a las adversidades (como los modelos proletarios de Walker Evans, el gran maestro de Otto Öse: aparceros desalojados y peones inmigrantes del sur en la década de los treinta), algún día comenzaría a envejecer de manera repentina e irreversible.

Yo no obligaba a nadie. Venían a mí por voluntad propia. Yo, Otto Öse, las ayudaba a venderse, porque sin mí habrían tenido poco valor en el mercado
.

¿Por qué, entonces, estaba explotando a Norma Jeane? Le arrojó la deshilachada cortina y dijo:

—Muy bien, pequeña. Hemos terminado. Has estado genial. Estupenda.

La joven lo miró parpadeando, aturdida, como si no lo reconociera. Igual que una puta drogada o sedada incapaz de reconocer al hombre que la había follado, ignorando incluso que la habían follado y que el acto en cuestión había durado un buen rato.

—Todo ha terminado. Ha ido muy
bien
.

Aunque no quería que la joven supiera hasta qué punto había ido bien ni que esa sesión en el estudio de Otto Öse había sido maravillosa, incluso histórica. Que esas fotos de Norma Jeane Baker, alias Marilyn Monroe, se convertirían en los desnudos de calendario más famosos, o acaso más infames, de la historia. Por ellos la modelo ganaría cincuenta dólares, mientras que otros —todos hombres— ganarían millones.
Y mostraban las plantas de mis pies
.

Detrás del raído biombo chino, Norma Jeane se vistió con rapidez. Había pasado noventa minutos en un estado de ensoñación, como si estuviera drogada. Los latidos de su cabeza se confundían con el rumor del tráfico en Hollywood Boulevard y el nauseabundo olor de los gases de los tubos de escape. Los pechos le dolían como si estuvieran llenos de leche.
Si hubiera tenido un hijo con Bucky Glazer, ahora estaría a salvo
.

Oyó a Otto hablando con alguien. Probablemente estaría telefoneando. Reía en voz baja.

Las luces ya estaban apagadas; el deshilachado terciopelo rojo, mal doblado y tirado sobre un estante; los rollos de película, listos para revelar. Lo único que quería Norma Jeane era marcharse del estudio de Otto Öse. Al despertar de su trance, bajo las deslumbrantes luces, había visto en la cadavérica cara del fotógrafo un gesto de satisfacción que no tenía nada que ver con ella. En su voz eufórica había percibido una alegría que no tenía nada que ver con ella.
Si hubiera tenido un hijo, ahora no me sentiría humillada por haberme desnudado ante un hombre que no me ama
. Debía admitir que el dinero no había sido su única motivación para desnudarse en el estudio de Otto Öse, aunque necesitaba desesperadamente dinero y esperaba visitar a Gladys el fin de semana siguiente. Se había desnudado y humillado con la esperanza de que cuando Otto la viera desnuda, cuando contemplara su hermoso cuerpo juvenil y su hermosa cara juvenil llena de deseo, dejara de resistirse a amarla como había estado resistiéndose durante tres años. Norma Jeane se preguntó si Otto sería impotente. En Hollywood había descubierto la «impotencia masculina». Sin embargo, el hecho de que fuera impotente no impediría que la quisiera. Podrían besarse, mimarse, dormir abrazados por las noches. En realidad, sería más feliz con un hombre impotente. ¡Lo sabía!

Ya estaba completamente vestida. Con sus zapatos de tacón mediano.

Se miró en el espejo de la polvera, sucio de polvos, y sus ojos azules emergieron en él como peces diminutos.

—Sigo aquí.

Rió con su nueva risa ronca. Era cincuenta dólares más rica. Quizá su suerte, pésima durante los últimos meses, empezara a mejorar a partir de ahora. Tal vez aquello fuera una señal. Quién sabe…, el «arte» de los calendarios era anónimo. El señor Shinn se proponía conseguirle una audición con la Metro-Goldwyn-Mayer.
Él
no la había dado por perdida.

Sonrió en el pequeño espejo circular que sostenía en la palma de la mano.

—Muñeca, has estado estupenda. Fantástica.

Cerró la polvera y la guardó en el bolso.

Ensayó la manera de salir del estudio de Otto Öse con dignidad: Otto estaría ordenando, o habría servido un vaso de ron, o dos vasos de ron en los mugrientos frascos de mermelada, para celebrar la sesión; era uno de sus ritos, aunque sabía que Norma Jeane no bebía y mucho menos a esas horas. De modo que apuraría también el segundo vaso haciendo un guiño. Ella le sonreiría y agitaría la mano —«Gracias, Otto. Tengo que marcharme corriendo»— y saldría del estudio sin darle tiempo para protestar. Porque ya le había entregado los cincuenta dólares, que estaban a buen recaudo en su bolso. Y ya había firmado el contrato.

Pero Otto la llamó con su característica voz cansina:

—Eh, Norma Jeane, cariño. Quiero presentarte a un amigo. Un antiguo compañero de trincheras. Cass.

Norma Jeane salió de detrás del biombo chino, extrañada de ver a un desconocido detrás de Otto Öse. Un joven con una espesa melena negra y ojos de azabache. Era bastante más bajo que Otto y de constitución fuerte, delgado pero musculoso, como si fuera bailarín o gimnasta. Sonrió con timidez a Norma Jeane. ¡Se notaba que ella le atraía! Era el muchacho más apuesto que Norma Jeane hubiera visto fuera de una película.

Y aquellos ojos
.

El amante

Porque ya nos conocíamos.

Porque me había visto, con esos ojos tiernos, conmovedores, desde una pared del antiguo apartamento de Gladys.

Porque al verme dijo:
Yo también te conocía. Sin padre, como yo. Y tu madre te abandonó y corrompió, igual que a mí la mía
.

Porque era un niño en lugar de un hombre, aunque tenía la misma edad que yo.

Porque no veía en mí a la vagabunda, la puta, la ridícula Marilyn Monroe, sino a la joven esperanzada que era Norma Jeane.

Porque él también estaba condenado.

¡Porque en su condena había tanta poesía!

Porque me amaría como Otto Öse no quería o no podía amarme.

Porque me amaría como otros hombres no querrían o no podrían amarme.

Porque me querría como un hermano. Como un gemelo.

Con el alma.

La audición

Toda interpretación es una defensa ante la amenaza del aniquilamiento.

El manual del actor y la vida del actor

¿Cómo sucedió por fin? Sucedió así.

Un director de cine debía un favor a I. E. Shinn. Éste le había pasado una fija sobre una potra purasangre, llamada Footloose, que participaría en las carreras de Casa Grande, el director había apostado por la potra (11 a 1) con dinero prestado en secreto por la mujer de un rico productor y se había hecho con dieciséis mil quinientos dólares que lo ayudarían a saldar parte de sus deudas, aunque no todas, desde luego, porque el individuo en cuestión era un jugador empedernido y un imprudente; un genio en su trabajo, según algunos, un hijo de puta irresponsable, según otros, pero en cualquier caso un hombre imposible de definir de acuerdo con los criterios corrientes sobre conducta, corrección, cortesía profesional, decencia o incluso sentido común: un «pionero de Hollywood» que detestaba Hollywood pero lo necesitaba para el respaldo económico que hacía posible sus originales y costosas películas.

Y el protagonista de la siguiente película del director debía a I. E. Shinn un favor aún más grande. En 1947, poco después de que el presidente Harry Truman firmara el histórico Decreto 9835 que exigía juramentos de lealtad y programas de seguridad para todos los empleados públicos, y cuando incluso las empresas privadas empezaron a pedir «juramentos de lealtad», este actor había estado entre las numerosas figuras de Hollywood que se habían manifestado en contra de la orden, firmando peticiones y consiguiendo que lo ficharan como defensor de derechos constitucionales como la libertad de expresión y de reunión. Un año después se convirtió en uno de los sospechosos de subversión investigados por el temido Comité de Actividades Antiamericanas, que denunciaba a los comunistas y a los «simpatizantes de los comunistas» de la industria cinematográfica de Hollywood. Se descubrió que en 1945 el actor había actuado como representante sindical en las negociaciones entre el izquierdista Sindicato de Actores de Cine y los estudios más importantes, exigiendo un seguro de salud, mejores condiciones de trabajo, un sueldo mínimo más alto y el pago de derechos por la reposición de películas; al Sindicato de Actores se lo acusaba de estar lleno de comunistas infiltrados, simpatizantes de la izquierda o simples incautos. Para colmo, ciertos informantes anticomunistas voluntarios habían denunciado en secreto al actor ante el comité por su larga amistad con reconocidos miembros del Partido Comunista Americano, como los guionistas Dalton Trumbo y Ring Lardner Jr., que ocupaban un lugar destacado en la lista negra.

En consecuencia, para que se librara de la orden de comparecencia del comité y de un interrogatorio hostil en Washington D. C., que habría acarreado una nefasta publicidad para el actor a nivel nacional y el boicot de sus películas por parte de la Legión Americana, la Legión Católica de la Decencia y otras organizaciones patrióticas (no había más que ver la suerte que había corrido el otrora venerado Charlie Chaplin, ahora denunciado por «rojo» y «traidor») y una entrada inevitable en la lista negra (por mucho que en público los estudios negasen la propia existencia de esa lista), el actor fue invitado a una reunión privada con varios importantes congresistas republicanos de California en la mansión de Bel Air de un abogado del mundo del espectáculo a quien había conocido por mediación de I. E. Shinn, el astuto y canijo agente. En esa reunión privada (de hecho, una espléndida cena rociada con caros vinos franceses), los congresistas interrogaron informalmente al actor y éste los impresionó con su serena sinceridad masculina y su ardor patriótico, pues al fin y al cabo era un veterano de la Segunda Guerra Mundial, un soldado que había combatido en Alemania en los últimos y penosos meses de la contienda, y si se había sentido atraído por el comunismo ruso, el socialismo o lo que fuera, debían recordar, por favor, que Stalin, ahora convertido en monstruo, era a la sazón nuestro aliado; Rusia y Estados Unidos no eran aún enemigos ideológicos: el uno, un Estado ateo militante empeñado en dominar el mundo, si no en destruirlo; y el otro, la única esperanza del cristianismo y la democracia en un mundo de atribuladas naciones. Debían recordar, por favor, que hacía apenas unos años era comprensible que un joven apasionado como el actor suscribiera las políticas radicales para enfrentarse al fascismo. Los periódicos y las revistas familiares como
Life
alentaban la simpatía hacia Rusia.

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