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Authors: Joyce Carol Oates

Tags: #Biografía, Drama

Blonde (41 page)

BOOK: Blonde
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—¿Zapatos? ¿Llevas zapatos? Quítatelos.

—¿No pue-puedo dejármelos puestos? —tartamudeó Norma Jeane—. El suelo está muy sucio.

—No seas idiota. ¿Alguna vez has visto un desnudo con
zapatos
?

Otto soltó una risita despectiva. Norma Jeane sintió que el rubor le abrasaba la cara. Qué regordeta estaba: ¡sus pechos, de los que siempre había estado tan orgullosa, sus muslos, sus nalgas! Su tersa, pálida y ostensible desnudez era como una tercera persona en la habitación, como un molesto intruso.

—Es que… mis pi-pies… por alguna razón parecen más desnudos que… —Norma Jeane rió, pero no como le habían enseñado en La Productora, sino con su antigua vocecita chillona y asustada, como un ratón moribundo—. ¿Me prometes que… que no mostrarás las plantas de los pies? ¡Por favor, Otto!

¿Por qué de súbito ese detalle le parecía tan importante? ¿Por qué las plantas de los pies?

Indefensa, vulnerable, desvalida. No podía soportar la idea de que los hombres la mirarían con lujuria, y sus pálidos pies desnudos eran la prueba de su desamparo animal. Recordó que en su última sesión, mientras le hacía unas fotos para la revista
Sir!
, vestida con una blusa de raso roja con escote en V, pantalones cortos blancos y zapatos de tacón forrados de raso rojo, Otto le había dicho que sus muslos eran «desproporcionados» con relación a su trasero: demasiado musculosos. Tampoco le gustaban los lunares que salpicaban su espalda y sus brazos como «hormiguitas negras» y la obligaba a cubrirlos con maquillaje.

—Vamos, muñeca. Quítate
todo
.

Norma Jeane se descalzó dando un par de puntapiés al aire y dejó caer al suelo la cortina de gasa. Su cuerpo hormigueaba en presencia de aquel hombre que era a un tiempo un amigo y un completo desconocido. Ocupó su sitio en el centro del terciopelo arrugado, sentándose en el taburete de lado y con las piernas fuertemente cruzadas. Otto había dispuesto la tela de manera que el espectador no supiera con seguridad si la modelo estaba sentada o tendida. No se vería más que el campo de vibrante carmesí y el cuerpo desnudo de la modelo, como en una ilusión óptica en la que las dimensiones y la distancia se vuelven imprecisas.

—No lo ha-harás, ¿verdad? No enseñarás las plantas de mis…

—¿De qué demonios hablas? Intento concentrarme y me estás poniendo nervioso.

—Nunca había posado desnuda. Yo…

—Ésta no es una foto obscena, cariño. Es
arte
. Hay una gran diferencia.

Ofendida por el tono de Otto, Norma Jeane procuró bromear con la voz ingenua que le habían enseñado a usar en La Productora.

—Igual que entre fotógrafo y
pornógrafo
, ¿no es cierto?

Soltó una risa estridente. Otto conocía las señales de alarma.

—Relájate, Norma Jeane. Tranquilízate. Como ya te he dicho, parecerá que estás en una caja de caramelos. Separa los brazos. ¿Acaso crees que Otto Öse no ha visto nunca una teta? Las tuyas son estupendas. Y descruza las piernas. No haremos ninguna toma de frente, así que no se verá ni un pelo del pubis. Si lo hiciéramos, no podríamos enviar las fotos por correo, y eso no nos conviene, ¿de acuerdo?

Norma Jeane quería explicar una idea confusa sobre sus pies: las plantas de los pies y cómo se verían desde abajo. Pero su lengua parecía hinchada y dormida. Hablar se le antojaba tan difícil como respirar bajo el agua. Tenía la impresión de que alguien la observaba desde el fondo del estudio. También estaba la mugrienta ventana que daba a Hollywood Boulevard: alguien podría estar mirándola desde allí, espiando por encima del alféizar. Gladys no quería que miraran a Norma Jeane, pero ellos levantaban las mantas y espiaban. Era inevitable.

—Has posado para mí un montón de veces en este estudio —dijo Otto con paciencia—. Y también en la playa. ¿Qué diferencia había cuando llevabas una camiseta del tamaño de un pañuelo o un traje de baño? Enseñas el culo de una forma más provocativa cuando usas pantalones cortos o tejanos que cuando lo llevas al aire, y tú lo sabes. No finjas ser más tonta de lo que eres.

Norma Jeane consiguió hablar:

—No me pongas en ridículo, Otto. Te lo ruego.

—Ya eres ridícula. El cuerpo femenino es ridículo. Tanta cháchara sobre la
fecundidad
, la
belleza
. El único propósito de todo eso es que los hombres se vuelvan locos de ganas de copular y reproduzcan la especie, igual que la mantis religiosa, que muere cuando la hembra con la que se ha apareado le arranca la cabeza. Pero ¿qué es la especie? Después de los nazis y de la colaboración de los estadounidenses en el exterminio de los judíos, el noventa y nueve por ciento de los seres humanos no merece vivir.

Norma Jeane se estremeció ante el ataque de Otto. En el pasado, él había hecho comentarios en parte serios y en parte humorísticos sobre la falta de nobleza de la humanidad, pero ésta era la primera vez que hacía alusión a los nazis y sus víctimas.

—¿La colaboración de los e-estadounidenses? —protestó Norma Jeane—. ¿Qué quieres decir, Otto? Creí que habíamos sa-salvado…

—«Salvamos» a los sobrevivientes de los campos de concentración porque era una buena propaganda, pero no evitamos que murieran seis millones de personas. La política de Estados Unidos, o la de Franklin Delano Roosevelt, fue rechazar a los refugiados judíos y enviarlos de vuelta a las cámaras de gas. No me mires así, que no estamos en una de tus estúpidas películas. Estados Unidos es un Estado fascista que ha medrado gracias a la guerra (ahora que los que se autodenominaban fascistas están vencidos), el Comité de Actividades Antiamericanas es su Gestapo y las chicas como tú, apetitosas golosinas a disposición de cualquiera que tenga la pasta necesaria para comprarlas. Así que cierra el pico y no hables de lo que no entiendes.

Otto esbozó una de sus grandes y mortíferas sonrisas. Norma Jeane respondió con una risita ansiosa, tratando de aplacarlo. En varias ocasiones él le había pasado el
Daily Worker
y panfletos burdamente impresos publicados por el Partido Progresista, el Comité para la Protección de los Nacidos en el Extranjero y otras organizaciones por el estilo. Ella los había leído, o había intentado leerlos. Cuánto ansiaba
saber
. Sin embargo, cuando interrogaba a Otto sobre marxismo, socialismo, comunismo, «materialismo dialéctico» o la «decadencia del Estado», él la interrumpía y se encogía de hombros con actitud desdeñosa. Porque resulta (quizá) que Otto tampoco creía en la «ingenua religiosidad» del marxismo. El comunismo era una «interpretación equivocada y trágica» del alma humana. O quizá una interpretación equivocada de la trágica alma humana.

—Nena, por favor, limítate a estar atractiva. Ése es tu gran talento y sabe Dios que escasea. Te mereces hasta el último céntimo de los cincuenta dólares de tu paga.

Norma Jeane rió. Quizá ella no fuera más que una golosina.
Un culo bonito
, como había oído comentar a alguien (¿George Raft?).

En cierto modo, el desprecio del fotógrafo era reconfortante. Sugería que había principios más elevados que los de ella. Mucho más elevados incluso que los de Bucky Glazer y los del señor Haring. Empezó a soñar con los ojos abiertos, pensando en esos hombres y en Warren Pirig, que no le hablaba más que con los ojos, y en Widdoes, que había golpeado con la pistola a un muchacho con ese aire de «arreglar las cosas» que era una prerrogativa masculina tan inevitable como las mareas. En sueños, a veces Norma Jeane recordaba que Widdoes le había pegado a
ella
.

Pero su padre había sido siempre tan afectuoso. Nunca la reñía. Nunca le había hecho daño. Abrazaba y besaba a su niña mientras madre los miraba con una sonrisa en los labios.

Algún día regresaré a Los Ángeles para buscarte
.

Otto Öse recordaría esta sesión de fotos durante el resto de su vida. Esta sesión de fotos le concedería un lugar en la historia.

Claro que en su momento no lo sabía. Sólo sabía que estaba disfrutando y que eso no era habitual. En general, odiaba a sus modelos. Detestaba sus desnudos cuerpos de pez, sus ansiosos y esperanzados ojos. Si hubiera podido cubrirles los ojos con celo. Cubrirles la boca con celo aislante de modo que se viera pero ellas no pudieran hablar. Sin embargo, Norma Jeane parecía entrar en trance y no hablaba. Apenas si necesitaba tocarla, y sólo con la punta de los dedos, para ponerla en la postura adecuada.

La Monroe tenía un talento natural, incluso cuando era una cría. Tenía cerebro, pero se guiaba por la intuición. Creo que era capaz de verse a sí misma a través del objetivo de la cámara. Para ella, posar era una experiencia más intensa, más sexual, que cualquier contacto humano
.

Ayudó a su modelo a posar como la sirena de proa de un barco imaginario. Los pechos desnudos, los pezones grandes como ojos. Norma Jeane no parecía consciente de las contorsiones que él la obligaba a hacer. Siempre que él murmurara: «Bien. Estupendo. Sí, así. Buena chica». Las palabras que uno murmura en momentos como ése. Se aproximaba, acechando a su presa, pero la presa no demostraba alarma. La presa estaba completamente
entregada
. Un hecho curioso, ya que Norma Jeane era sin discusión alguna la más inteligente de sus modelos. Astuta incluso, con esa astucia que uno considera patrimonio exclusivo de los hombres, de un jugador dispuesto a arriesgar X con la esperanza de ganar Y, aunque haya pocas probabilidades reales de ganar Y y muchas de perder X.
Su problema no residía en que fuera una rubia tonta, sino en que no era ni rubia ni tonta
.

Isaac Shinn le había dicho a Otto que había sufrido una gran impresión al ver a Norma Jeane después de que La Productora la despidiera, y que temía que se hiciera daño a sí misma. Otto había reído, incrédulo.

—¿Ella? Es la mismísima fuerza vital. Es Miss Vigor en persona.

—Ésa es la clase de suicida más peligrosa —repuso Shinn—; la pobrecilla no sabe dónde se ha metido.
Yo
sí.

Otto lo escuchó. Sabía que Isaac Shinn, a pesar de todas sus gilipolleces, sólo hablaba con seriedad cuando decía la verdad. Otto respondió que quizá fuera una suerte que La Productora hubiera despedido a Marilyn Monroe (un nombre ridículo que nadie se tomaría nunca en serio); ahora la chica podría volver a hacer una vida normal. Completar su educación, encontrar un empleo estable, casarse de nuevo y formar una familia. Un final feliz.

—¡Por el amor de Dios, no se te ocurra decirle eso! —replicó Shinn, horrorizado—. Todavía no debe renunciar a su carrera artística. Tiene un gran talento, es preciosa y todavía joven. Yo tengo fe en ella, aunque el cabrón de Z no la tenga.

—Pero por su bien debería apartarse de esta mierda —dijo Otto con insólita gravedad—. El problema no son únicamente los estudios, sino también las personas que no hacen más que denunciarse unas a otras. Es un hervidero de «subversivos» y espías policiales. ¿Cómo es que ella no se da cuenta?

Shinn, que sudaba con facilidad, tiraba del cuello de su camisa de seda hecha a medida. Era un enano jorobado, con una cabeza enorme y una personalidad que podía definirse como fosforescente, pues brillaba en la oscuridad. A sus cuarenta y cinco años, I. E. Shinn era una polémica pero mayormente respetada figura de Hollywood de quien se decía que había hecho más dinero apostando a los caballos que en su actividad como agente; había sido uno de los primeros miembros del progresista Comité para la Libertad Individual, fundado en 1940 como medida de resistencia ante la política derechista del Comité de Actividades Antiamericanas. En consecuencia era un hombre valiente y obcecado y Otto Öse, que había pasado brevemente por el Partido Comunista hasta que se había desilusionado, lo admiraba por ello. Los ojos de Shinn, con sus pobladas pestañas y su expresión vehemente, reflejaban un sufrimiento interior que no acababa de casar con los cómicos tics de su cara. Era excepcionalmente feo y Otto Öse también se vanagloriaba de su excepcional fealdad.
Formábamos una pareja. Hermanos mellizos. Pigmaliones gemelos. Y Norma Jeane era nuestra creación
. A Otto le habría gustado fotografiar a Shinn en un dramático claroscuro,
Cabeza de un judío de Hollywood
, como un retrato de Rembrandt. Pero él se ganaba la vida haciendo fotos a chicas. Shinn se encogió de hombros y dijo:

—Se considera tonta. Como tartamudea, cree que es prácticamente retrasada. Créeme, Otto, es una chica afortunada. Y hará carrera en el cine. Te lo garantizo.

Otto acercó el trípode. Norma Jeane alzó la vista y sonrió con gesto pensativo, como sonreiría una mujer a un hombre que se acerca para hacerle el amor.

—¡Estupendo, nena! Ahora deja que asome la punta de la lengua. Quédate así.

Ella obedeció. Estaba dormida con los ojos abiertos.
¡Clic!
Otto también había entrado en trance. Había fotografiado a muchas mujeres desnudas, pero nunca se había sentido como se sentía ante Norma Jeane. Era como si en el acto de mirarla, la consumiera y al mismo tiempo ella lo consumiera a él.
Vivo en tus sueños. Ven; vive en los míos
. Posando contra el fondo de terciopelo rojo, era una exquisita golosina que cualquiera habría querido chupar y chupar. Por simple capricho, él le había dado un manual italiano de anatomía del siglo
XVI
junto con el misterioso consejo de que lo memorizara. ¡Era tan ansiosa! Quería…, bueno, tantas cosas.
Ámame. ¿Me amarás? Y sálvame
. Era difícil imaginar que esa joven en la flor de la salud y la belleza fuera a envejecer algún día, como Otto sabía que estaba envejeciendo él. A pesar de su extrema delgadez, Otto tenía la impresión de que las carnes que ocultaba bajo prendas holgadas estaban flácidas. Su cabeza era una calavera recubierta de piel. Sus nervios eran tensos alambres. Sonrió al ver que Norma Jeane flexionaba los dedos de los pies en un infantil gesto de pudor. ¿Por qué esa manía de que no le fotografiara la planta de los pies? No tenía ni idea.

—Voy a probar otra pose, muñeca. Baja de ahí.

Norma Jeane obedeció sin vacilar. Si hubiera querido, habría podido fotografiarla de frente, el pequeño vientre redondeado con su tenue brillo pálido, el triángulo de vello rubio oscuro que por lo visto ella (con timidez y picardía) había recortado: se había vuelto tan desvergonzada como una niña pequeña, o una niña ciega. Como uno de esos críos inmigrantes mexicanos que orinaban en la cuneta sin molestarse siquiera en ponerse en cuclillas, con la naturalidad de un perro.

BOOK: Blonde
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