—No.
—Coge mi rifle.
—Sí. Pero iré contigo.
Él la miró un instante, la miró... de un modo nuevo, por el nuevo lazo... Pero no. Ella sintió una ola glacial de algo parecido al desaliento. Él parecía igual. Nada había cambiado, no para él. Su entrega había sido para nada, para nada... Él se alejó.
—Trae los caballos, entonces. Los llevaremos hasta donde sea posible.
Quizá él no estaba hecho para andar, pero menos aún para trepar. Sólo su energía lo impulsaba hacia adelante, su energía y una tenaz resolución que ella no se atrevía a perturbar, excepto para decirle cuál era el camino más fácil. Él la seguía. En una oportunidad, ella se adelantó demasiado, lo perdió de vista y no pudo oír que se acercara. Volvió sobre sus pasos y lo encontró jadeante, descansando, con la espalda apoyada contra una roca.
—Mona —dijo—. Una verdadera mona. No tengo tu fuerza.
—Fuerza —dijo ella—. Hace dos horas mataste a un hombre, con las manos, en unos diez segundos.
—Lo vi primero. A él le hubiera llevado menos. Tenía una pistola —por primera vez desde que él había puesto en ella sus ojos amarillos, en lo de Hutt, la noche en que la habían vendido, Caddie sintió que intentaba leer en ella—. Quieren matarnos a todos, ¿sabes? Están intentándolo.
—¿Quiénes?
—El gobierno. Los hombres. Tú —los ojos del leo no dejaban de estudiarla—. No les servimos. Peor que inútiles. Intrusos. Ladrones. Polígamos. Y nos negamos a que nos esterilicen. No tenemos nada bueno. Ellos nos han creado, y quieren anularnos. Cuando nos atrapan.
—¡No es justo! —ella sintió horror, y vergüenza—. Cómo pueden... Tenéis derecho a vivir.
—No sé si tengo derecho —se puso de pie, evitando la mirada de ella.
—Pero estoy vivo. Pienso seguir así. Vamos.
El gobierno. Los hombres. Tú
. Entonces, ¿qué podía esperar de él? ¿Amor? El leo la había comprado, y los hombres cazaban a los leos. No eran de la misma especie. Ella y él nunca, nunca podrían estar realmente unidos. Él podía usarla o no, a su aire. Caddie trepaba furiosamente con lágrimas (de rabia o de piedad por ella misma o por él, no lo sabía) que se quebraban en estrellas en la mañana helada.
Encontraron el 02 cómodamente encajado entre los árboles, al final de un claro de piedras. Tenía las alas plegadas, como un ave en reposo; pero había pedazos del avión violentamente diseminados por el prado, y las alas no eran plegadizas. Painter se acercó con paso cauteloso. Las largas sombras del bosque se deslizaban por el campo, más rápidamente a medida que el Sol se hundía. Una ventana rota del avión reflejó vivamente el último Sol. La quietud era completa; el avión caído parecía incongruente allí y sin embargo adecuado, como un galeón en el fondo del mar. No había piloto, vivo o muerto: nadie. Painter permaneció inmóvil un tiempo junto al aparato, moviendo lentamente la cabeza, absolutamente atento; luego, como si hubiera visto un camino, se lanzó hacia el bosque. Ella lo siguió.
No fue directamente al árbol; era como si supiese que tenía que estar allí, pero no exactamente dónde. Se detenía con frecuencia, se volvía, y giraba de nuevo. El largo ocaso azul apenas entraba en el bosque, y tenían que avanzar despacio entre la maleza. Pero ahí estaba: un viejo monarca destronado mucho antes, hueco y sin copa, entre los pinos enhiestos. Los insectos y los animales habían depositado las entrañas polvorientas del árbol delante de la abertura.
—Buenas tardes, consejero —dijo el leo suavemente.
—Si se acerca, disparo —dijo una voz delicada en el interior del tronco—. Tengo un arma. No lo intente...
—Cuidado, consejero.
—¿Eres tú? ¿Painter? Por Dios...
Caddie se había acercado, detrás de él, y miraba hacia el hueco. En la estrecha cavidad había un hombrecillo. Las gafas, con una lente rota, le brillaron un instante; también la pequeña pistola que tenía en las manos.
—Sal de ahí —dijo Painter.
—No puedo. Tengo algo roto. El pie, en alguna parte —la voz del hombre era débil y áspera, como papel de lija de grano fino, por el miedo, el frío u otra razón.
—Estoy helado.
—No podemos encender un fuego.
—Hay un calentador de pilas en el avión. Tal vez funcione —dijo el hombre, y ella advirtió en la voz de él que estaba temblando.
Painter se alejó hacia la penumbra azul, dejándola sola junto al árbol. Se quedó allí, en cuclillas, alerta, un poco asustada; quienquiera que estuviese buscando a este consejero, pronto vendría y lo encontraría.
—No tienes un cigarrillo —dijo el árbol.
Era sólo una observación, sin esperanza, y ella casi rió, porque tenía: era el paquete que había traído en el bolsillo de la camisa para Painter, una vida antes... Se lo dio, con una caja de cerillas. Él gimió aliviado. A la breve y temblorosa luz de la cerilla, Caddie alcanzó a ver una cara pequeña y alargada, el pelo rojo, corto y grueso, una breve barba roja. Las gafas brillaron y desaparecieron.
—Y tú, ¿quién eres?
—Soy de él. Sí, de él. Contratada, desde ahora hasta...
—De ninguna manera.
—¿Cómo?
—En contra de la ley. Ningún leo puede emplear a un ser humano. Nadie te obliga. «
Ningún ser humano podrá pertenecer o estar subordinado u obligado a un miembro de otra especie
». —una risa como un pequeño ladrido, y el hombre retornó a su agotado silencio.
Painter regresó con el calentador, ya encendido, que brillaba sombríamente. Lo puso ante la abertura del árbol y se sentó; se había despojado de la tensión, como de una prenda de ropa, y se movió con una gracia pesada para acomodarse en el suelo.
—Caliéntate —dijo suavemente—. Te llevaremos abajo. Al pie de la montaña. Entonces hablaremos —cerró los ojos, parecidos a joyas a la luz del calentador, y luego los abrió lentamente.
—Dice que no puedo pertenecerte —dijo Caddie—. Según la ley.
En ese momento Painter podía estar expresando desdén, celos, indiferencia: ella no podía saberlo. La mirada del leo era tan vasta como inexpresiva.
—Esto calienta —dijo Painter; se rascó, cuidadosamente, y se durmió.
—Por supuesto —dijo la pequeña voz burlona dentro del árbol—, es el Rey de los Animales. O un pretendiente. Pero eso nunca interesó a los hombres, ¿verdad? El hombre es el Rey de la Creación.
Painter era ahora un bulto completamente inmóvil. La ley. ¿Qué podía importar? El lazo que los unía, y que Caddie había creado entregándose por completo, pues no disponía de ninguna otra herramienta, no se podía deshacer; ni siquiera él podía, pensó ella, orgullosamente.
—Supongo —dijo el hombre— que una persona podría dejar de ser el Rey de la Creación. Renunciar. Y ser una bestia —un martillo minúsculo golpeaba dentro del muslo de Caddie, allí donde Painter se había apoyado.
—Sólo una de sus bestias. No sé —se movía dentro del árbol, tratando de liberarse.
—Por supuesto, él siempre ha sido mi rey. A pesar de la frecuencia con que le he fallado —un leve grito de dolor.
—O lo he engañado. Ayúdame.
Ella se acercó al árbol y él le tendió una mano increíblemente pequeña, de palma obscura, con una muñeca larga y fina como un manojo de ramitas. Si él no la hubiese aferrado con fuerza, como un niño, ella habría dejado caer la mano, asustada. Él se movió hacia la abertura, y ella pudo ver cómo el hombre se esforzaba y sonreía torciendo la boca, de brillantes dientes amarillos.
—¿Quién eres? —dijo Caddie.
Él dejó de moverse, pero no la soltó. Sus ojos, castaños y tiernos detrás de las gafas, la estudiaron un rato.
—Es difícil decirlo con exactitud.
¿Sonreía? Ahora ella estaba cerca de él, y alcanzó a distinguir un olor que antes sólo había sido parte del olor del bosque. Distinto y familiar.
—Es difícil decirlo. Pero puedes llamarme Reynard.
La tarea más dura, aprendió Sten, era llevar el ave. Loren sabía que era duro para un muchacho de catorce años llevar incluso un halcón joven durante tantas horas, y él también tenía un guante, pero Sten odiaba ceder el halcón; él era el halconero, era su halcón y sólo él debía llevarlo. Si cabalgaba lentamente era más fácil, pero aun a caballo, Sten deseaba desesperadamente bajar el brazo. Loren no tenía que saberlo, y tampoco el halcón. Mientras avanzaba, hablaba serena y confidencialmente con Halcón; nunca le dio otro nombre, aunque Mika había pensado en varios nombres fieros y majestuosos. De alguna manera, le parecía a Sten, cualquier otro nombre sería una excrecencia, una reivindicación de poder y autoridad que un hombre podía necesitar, pero no su halcón.
Esa mañana había caído la primera escarcha, aún visible en las hojas y la hierba parda que pisaban; aunque pronto el Sol estaría alto y la borraría (y en ese preciso instante la escarcha brillaría envuelta en infinitesimales luces de colores). Chet y Martha, los pointers, respiraban grandes nubes de vapor helado mientras examinaban la mañana y trotaban decididos, aunque sin prisa, hacia los campos abiertos de más allá de la vieja casona.
La granja consistía en caballerizas, establos, perreras y las habitaciones privadas de Sten y Mika. Sólo Loren, el tutor, podía entrar allí, pero ningún otro. Cuando el padre de los niños había comprado la larga mansión color castaño, cuyos techos asomaban todavía sobre la colina, había querido derribarla y rellenar la laguna, sucia y repleta de plantas acuáticas. Sten había pedido una entrevista y había expuesto a su padre las razones por las que convenía conservarlas: el estudio de la Naturaleza, disponer de un lugar del que los hermanos serían responsables, y de un sitio para los animales que vivían fuera de la casa. Lo hizo de manera tan razonable y cuidadosa que su padre se había reído y había aceptado.
Lo que temía su padre, por supuesto, era que la construcción pudiera favorecer un ataque. Los sensores instalados en el suelo nada podían ver a través de los muros. Pero pronto olvidó estos temores.
—¡No, Mika! —silbó Sten, pero Mika ya había espoleado el pony alazán para llevarlo al galope adecuado.
Saltó la baja pared de piedra con gran facilidad, suave, casi en secreto, y detuvo el animal rápidamente del otro lado.
—Maldita seas —dijo Sten.
El otro caballo, al ver a su congénere, quiso seguirlo, y Sten sólo tenía una mano para calmarlo. Halcón, posado en la muñeca de Sten, sacudía las borlas de la caperuza y abría el pico. Movía las patas hundiendo profundamente las garras en el guante; las campanillas repicaban. Furioso, pero con gran cuidado, Sten eligió el camino y pasó por un hueco en el muro. Mika lo esperaba; los ojos castaños le chispeaban, divertidos, pero trataba de no reírse.
—¿Por qué has hecho eso? No comprendes que...
—Porque quise —dijo ella, bruscamente a la defensiva, ya que él no iba a ser amable.
Volvió su caballo y siguió a Loren y a los perros, que marchaban más rápido.
Es por Halcón, pensó Sten. Está celosa, eso es todo. Como Halcón es mío, tiene que montar una escena. Pues bien, es mío.
Los siguió con prudencia, tratando de que nada de esto perturbara a Halcón, que era sensible a cualquier emoción de Sten. Halcón era niego, es decir, que nunca había mudado en libertad; era un ave de hombres, criada por hombres, alimentada por hombres. Los niegos son mucho más sensibles a los estados de ánimo del hombre que los halcones apresados en la edad adulta. Sten había hecho todo lo posible para mantenerlo salvaje; había llegado incluso a dejarlo en libertad después de la primera muda, aunque había sido terrible verlo partir, sabiendo que podía no regresar a alimentarse. Intentaba tratarlo siempre con esa generosa y fría autoridad que su padre empleaba con los edecanes y funcionarios. Pero Halcón era suyo, y Sten sabía que Halcón lo amaba con un pequeño y frío reflejo de la pasión que Sten sentía por él.
Loren lo llamó. Chet y Martha se habían detenido en el campo, donde el terreno descendía hacia las marismas, delante de una pared de arbustos y vides.
Sten desmontó, lo que llevó cierto tiempo a causa de Halcón; Mika acortó las riendas. Sten cruzó el campo hacia el lugar que indicaban los perros, con emoción creciente. Cuando Loren alzó la mano, Sten se detuvo y quitó la caperuza a Halcón.
Halcón parpadeó, con los grandes ojos dulces perdidos por un instante. Los perros esperaban inmóviles. Loren lo miró y miró a los perros. Éste era el momento crucial. Un error de los perros, un mal movimiento de Sten, y Halcón perdería la presa; si fallaba, se posaría malhumorado en el suelo, o revolotearía ociosamente entre las hierbas, sin buscar nada, o se quedaría en un árbol, mirándolos a todos, furioso y díscolo, o simplemente alzaría el vuelo y desaparecería, quizá para siempre.
Halcón cambió de posición en la muñeca de Sten; las campanillas repicaron, y Sten pensó: lo sabe, está preparado.
—¡Ya! —gritó, y Loren urgió a los perros.
Halcón se erizó y Sten, con toda la cuidadosa y rápida energía que pudo impartir a su fatigado brazo, soltó el ave. Halcón se elevó, ascendiendo por una escalera en el aire, hasta parecer tan pequeño como una golondrina. No huyó ni se posó en un árbol; era una mañana demasiado hermosa para eso; suspendido en el aire, miraba hacia abajo, esperando ver algo que pudiera matar.
—Está al acecho —dijo Mika, casi murmurando; sSe cubrió los ojos, tratando de ver la nítida forma negra contra el duro cielo azul—. Está al acecho, mira, mira...
—¿Por qué no levantan la caza? —dijo Sten.
La espera era una tortura. ¿No se había apresurado demasiado? ¿Habría algo en el matorral? Tendrían que haber traído una presa viva en un saco. ¿Y si era un ave demasiado grande, como una garza? Echó a andar a pasos largos y medidos, para que Halcón pudiera verlo. Tenía el señuelo en el bolsillo, y Halcón tendría que regresar (si se dignaba), en caso de que...
Dos perdices salieron ruidosamente del matorral. Sten se detuvo. Miró hacia arriba. Halcón las había visto. Sten sabía que ya había elegido una: la forma recortada cambió; empezó a caer. Sten no respiraba. De pronto, el Mundo se había ordenado delante de él: todo tenía sentido, cada criatura tenía un fin —perros, aves, caballos, hombres— y la maravillosa y violenta energía necesaria para conseguirlo; durante ese instante, el Mundo tenía un plan.
Las dos perdices volaban muy bajo, buscando una nueva cobertura. Sten podía oír el desesperado aleteo. Halcón se dejaba caer silenciosamente, modificando el ángulo de caída al tiempo que la perdiz cambiaba de rumbo. La otra vio un posible refugio y se zambulló en un zarzal; la elegida por Halcón erró el zarzal y revoloteó como trastabillando en el aire, pero eso también le sirvió: Halcón calculó mal y dio en un punto situado debajo de la perdiz, como una flecha mal apuntada.