Los pasos de la gente resonaron en el interior más inmenso que Meric hubiera visto o incluso soñado. Los ecos tenían ecos, y éstos otros ecos más leves. La caravana que llegaba se desparramaba sobre la gredosa piedra desnuda; unos se sentaban sobre los bolsos, otros caminaban o buscaban a sus amigos, pero no dejaban ninguna impresión en el espacio, no lo disminuían. Y sin embargo, al mismo tiempo todo el espacio estaba lleno de ruidos, gente, actividad, idas y venidas, porque en el atrio central había galerías y pasarelas, y las gentes se apretaban en las profundidades. Ahora que estaba en el interior, ya no se sentía en un acantilado junto al mar sino dentro del mar mismo, lleno de vida y movimiento y de cardúmenes ajetreados en todos los niveles.
Meric casi no se atrevía a andar. Había tantas direcciones adonde ir, todas ellas infinitas y ninguna marcada, que no parecía posible tomar una decisión. Luego apareció un foco: una niña, casi de su misma edad, vestida de azul, cuya piel morena era como la seda en las acuosas profundidades de ese mar sin Sol. Se movía entre los recién llegados como alguien perteneciente al lugar, como los que allí vivían y habían recibido a las personas tristes, cansadas y desalentadas con quienes él había viajado, que anhelaban convertirse en ellos. Y en ese momento Meric deseó todavía algo más: hubiera querido ser ella.
Nunca había dejado de quererlo del todo.
—Ven a ver —le dijo la niña, o quizás a él y también a otros que estaban cerca, adultos demasiado preocupados para escuchar lo que decía.
Y él fue con ella, directamente a través del lugar, hacia las profundidades, siguiéndola. Más allá del atrio central las paredes dividían el espacio en mitades y cuartos, una y otra vez mientras bajaban por una garganta que se estrechaba, y sin embargo las dimensiones del espacio eran siempre las mismas, pues la mayor parte de las paredes intercaladas eran transparentes, una trama abierta de tablones, pasarelas y plataformas suspendidas de cables. Metal, madera, cristal.
El lugar adonde ella lo condujo, lo sabía ahora, años más tarde, era el centro mismo de la Montaña. Allí, en una mesa, estaba la maqueta. Era menos la maqueta de un lugar que la idea misma de Lugar: un espacio infinitamente ordenado por simetrías de líneas, niveles, límites. Con gran lentitud fue creciendo en él la sensación de que esto era un modelo del lugar adonde había venido a vivir; de que esa densa acumulación de líneas muy juntas y espacios aserrados modelaban lugares suficientemente grandes, y aun inmensos, para vivir vidas. El atrio que había mirado con estupefacción, no hubiese contenido uno de sus puños en el modelo, ni él hubiera conseguido poner un dedo entre los pisos donde vivían y trabajaban multitudes. La pequeñez del atrio en el modelo era la cosa más enorme que había visto nunca. Aquí está lo grande que es, pensó. Los pisos y muros eran de materiales tan tenues que sólo agrandaban más la idea de espacio: alambres dorados, alfileres, escaleras hechas con una fina hoja de papel. Por esos escalones él había subido.
La niña indicó una fotografía colgada detrás de la maqueta. Un anciano con un sombrero muy usado y una camisa blanca arrugada con muchas lapiceras en el bolsillo, ojos más amables que los de Santa Claus y una barba, también como la de Santa Claus, que llegaba casi a la cintura.
—Él lo hizo —dijo ella, y él comprendió que se refería a la maqueta y también, en cierto modo, al lugar donde se encontraban—. Lo llamaban Isidore Candy. Yo me llamo Bree.
Mientras comían, Bree y Meric oían alrededor la interminable voz sin palabras del nivel y también, aunque demasiado baja, la de otros niveles. Los paneles de papel que era todo lo que convertía el espacio en algo propio, esos paneles, que hacían de cualquier espacio un espacio en este nivel, tenían todas las formas, extensiones y alturas, y vibraban como finos parches de tambor en respuesta a las voces, las reuniones de la gente y los ruidos de la actividad y la maquinaria, un ruido tan constante y de variaciones tan multiformes que en realidad no lo escuchaban, así como tampoco ellos eran escuchados.
—¿Cuántos son? —preguntó Bree.
—Nadie lo sabe con seguridad —comió un poco más del pan macizo que se desmigajaba fácilmente—. Tal vez unos diez.
—¿Cómo se llama? —dijo Bree—. Quiero decir, una familia de leones. ¿Usan la misma palabra?
—Pride
[1]
—dijo Meric; miró a Bree, en los ojos castaños con chispas doradas de Bree había una inquietud que él conocía bien, aunque no podía leerla ni sabía cómo disiparla, ¿era miedo?; ella había apartado los ojos—. Y ellos usan la misma palabra.
Ella se puso de pie, y él se aconsejó no seguirla con la mirada por la casa («casa», la llamaban, así como llamaban «oficinas» a los lugares de trabajo y «salones» a los espacios de reunión; sabían lo que querían decir). Algo había estado creciendo en ella durante todo el día; él podía darse cuenta por las pequeñas preguntas que le hacía continuamente, sin escuchar las respuestas de él.
En alguna parte sonaron campanas de cerámica, llamando a la reunión o a la plegaria.
—¿Hay reunión esta noche? —preguntó Meric; ¿por qué la ternura no tenía más poder sobre los estados melancólicos de Bree?
—No.
—¿Vendrás a ver el show?
—Supongo.
No era capaz de no mirarla, de modo que lo intentó de una manera que no pareciera suplicante, aunque suplicar era lo que él deseaba. ¿Suplicar qué, suplicar cómo? Ella se le acercó como si él hubiera hablado, y le acarició la mejilla con el dorso de la mano.
Meric era tan rubio, tenía el pelo de un oro tan claro, que en la cara de huesos afilados jamás le había crecido la barba; los cabellos se le abrían como el de una mujer alrededor de las orejas, y si no se afeitaba, un ligero bozo le crecía sobre el labio, pero eso era todo. Esto le gustaba a Bree: parecía tan limpio... Ella amaba las cosas que consideraba limpias, aunque no hubiera podido decir qué significaba «limpio» para ella. Tenía un rostro limpio. Se depilaba porque así se sentía más limpia. El sentimiento más suave y limpio que ella conocía era que él, levemente, con una exclamación como de gratitud o alivio, le pusiera allí la suave mejilla.
Pero no quería eso ahora. Lo había tocado porque él parecía necesitarlo. Bree no se sentía completamente limpia, lo que era parecido —aunque diferente— a la aprensión.
Volvió a sus escrituras, aunque no para leerlas, sino como si deseara interrogarlas ociosamente. Él se preguntó si Bree escuchaba las respuestas de Jesús con más atención que las suyas.
—¿Por qué quieres saber acerca de ellos? —preguntó—. ¿Qué te hacen sentir? Quiero decir, cuando piensas en ellos.
—No pensaba en ellos.
Tal vez era así. Tal vez no quería decir nada con sus preguntas. A veces hacía preguntas sin finalidad acerca de sus shows, o de las cosas técnicas con que él trabajaba, las cámaras, los videotapes. O sobre el tiempo. Tal vez era él quien pensaba en ellos constantemente, sin poder apartar la idea. Tal vez ella sólo reflejaba la inquietud que él sentía.
—«
Cuidado, y mira bien
—leyó Bree—,
porque tu enemigo merodea como león que ruge, buscando a quién devorar
.»
El
Show del Aniversario
comenzaba así:
El rostro amable, o más bien los ojos, de Isidore Candy, enormemente aumentados, llenaban las pantallas. El rostro se apartaba, de modo que el sombrero y la gran barba aparecían a la vista. Había una nota musical ascendente, una sola, que parecía salir de la escena mientras el rostro de Isidore comenzaba a retirarse con lentitud, hasta que era completamente visible. Por algún arte, la imagen parecía cargada de expectativa. Entonces, una voz de mujer, grave, casi solemne, recitaba sin prisa:
«Decía un viejo barbudo:
“Es como yo sospechaba:
dos búhos y una perdiz
un gorrión y tres gallinas
han anidado en mi barba”.»
En ese momento, la nota musical se desplegaba como un abanico en una armonía que cortaba el aliento, y la imagen cambiaba: unas águilas que anidaban en los acantilados, y las inconclusas cumbres de la Montaña abrían sus alas majestuosas a la madrugada y ascendían; una de ellas lanzaba una áspera nota, mientras las patas emplumadas y las grandes garras parecían aferrar el aire.
Era un momento que Meric amaba, no sólo porque estaba seguro de su efecto, de cómo prepararía al público, al comienzo del show, en el filo del ingenio, la sorpresa, el temor, la gloria, la calidez, sino también porque recordaba la fría madrugada en que había estado suspendido, mareado, en la media luz, entre las vigas, sosteniendo la cámara con dedos entumecidos, aguardando a que esas grandes naves vivientes de dentro del nido manchado de blanco, despertaran y se alzaran; y también la alegría con que se le elevaba el corazón junto a ellas cuando estaban volando a plena luz. No estaba tan orgulloso de cualquier otra imagen que hubiese concebido alguna vez.
El
Show del Aniversario
era todo obra de Meric. En cierto sentido, no tenía otro trabajo; se exhibía todos los años, el día del aniversario de Candy, y se cambiaba todos los años, a veces sutilmente, a veces en aspectos principales, para reforzar el efecto que Meric veía —o más precisamente, sentía— mientras iba y venía en el público multitudinario que lo con templaba cada año. Tenía muchas oportunidades para verificar esa reacción: incluso en el enorme anfiteatro con múltiples pantallas era necesario un mes de exhibiciones para que pudieran verlo todos los residentes de la Montaña, y casi todos ellos querían verlo.
Bree pensaba que era su único trabajo, aunque sabía de sobra que Meric pasaba la mayor parte del año ocupado con los videotapes educativos, una reseña regular de informaciones y la propaganda para el exterior. Pero éste era «su show». Él le preguntaba todos los años si el nuevo era mejor, y reía, encantado, cuando ella respondía que era maravilloso, pero que no había observado ninguna diferencia. Bree era su público perfecto.
Meric había adquirido, o quizás tenía instintivamente, un cierto poder sobre la progresión de imágenes que mostraba al público, sobre el ritmo de percepción del público, sobre el refuerzo —música, voz, distorsión óptica— que combinaría en la mente del público una serie de imágenes azarosas produciendo metáforas complejas o asombrosamente simples. Y lograba esto con los materiales más comunes; aunque todo era su obra, en otro sentido sólo una pequeñísima parte lo era, porque el show estaba compuesto de desechos de videotape o de viejas películas, antiguos documentales, fotos, objetos; un vocabulario que había reunido lenta y pacientemente con la misma ingeniosidad de ardilla con que se había construido la Montaña de Candy, agrupando y remendando a lo largo de los años. La voz que se dirigía al público, no como si hablara desde algún pilar invisible, sino como un brusco y poderoso movimiento de la mente del espectador, era la de Emma Roth, con quien Meric había trabajado en el departamento Génesis; una voz que había oído leyendo estadísticas administrativas ante un magnetófono, una voz que hacía convincentes los números. Una voz de bruja. Y ella no tenía la menor conciencia.
—Úsala —decía la voz de Emma a cada oído, mientras la gente miraba viejas imágenes de la construcción de la Montaña con los materiales más heterogéneos—; úsala, gástala, haz que sirva, hazlo sin ella —decía, como había dicho un día cuando Meric le pidió cinta óptica nueva; sin embargo, lo había dicho como si fuera una norma de vida, una fe con la que vivían.
Bree se entregaba a ese mosaico de palabras e imágenes como podía entregarse, a veces, a la plegaria; en realidad, el
Show del Aniversario
era esencialmente como una plegaria. En parte la asustaba, como cuando un maná negro parecía caer incesantemente sobre degradados e incendiados paisajes industriales, y los perros y los niños pálidos intentaban encontrar, entre las calles ennegrecidas, salidas que no existían, y el cielo mismo parecía pétreo y manchado, eternamente sucio, y Emma decía con un tono de voz sin reproche ni esperanza:
—Las calles de Edom se convertirán en pez, y el suelo en azufre; las tierras serán como pez ardiente. No se apagarán de día ni de noche, el humo ascenderá y ascenderá. De generación en generación permanecerán baldías; nadie pasará por ellas durante eternidades y eternidades. Serán llamadas el Reino de Nadie, y allí no habrá príncipes.
¡Eternidades y eternidades! No, era intolerable; Bree se cubrió la boca con las manos, esas manos listas para cubrirse los ojos si no podía tolerar las escenas de guerra: caras ennegrecidas, desesperadas, refugiados, centros de detención, el círculo desalentador de la desesperación por eternidades y eternidades... Sólo poco a poco se redimía: junquillos en flor, un capullo que se abría, las alas inquietas de una mariposa. La Reserva Génesis: dos mil quinientos kilómetros cuadrados sustraídos a Edom. El día nacía sobre ella, y sobre ella moría. La segura Reserva Transportada. Bree dejaba que las manos le volvieran lentamente al regazo. Emma leía las palabras de un antiguo tratado entre el gobierno federal y los indios, cediendo a éstos y a perpetuidad bosques, ríos y llanuras; hermosas promesas pasajeras. Los gobiernos habían hecho las mismas promesas a la gente de la Montaña de Candy, de modo que en las palabras de Emma había seguridad, y también advertencia. Luego, desde muy lejos, desde la deshabitada seguridad de la Reserva, se veía el hogar, azul y sombreado como una montaña, remoto, como si lo contemplaran los ciervos y los zorros. Emma repetía:
—Nadie pasará por ellas durante eternidades y eternidades. Serán llamadas el Reino de Nadie, y allí no habrá príncipes —y Bree no sabía si el nuevo sentido, que comprendía de un modo expresable, le daba ganas de reír o de llorar.
Retiro: eso había predicado Candy (sólo que era incapaz de predicar, aunque se hacía comprender, como el show de Meric):
Habéis hecho bastante daño a la Tierra y a vosotros mismos. Ese inmenso genio para la lucha: volvedlo a vuestro interior, y apartaos. Podéis hacerlo. Dejad la Tierra en paz: todos sus milagros ocurren cuando no estáis mirando. Construid una montaña y todos podréis ser reyes de los trolls. La Tierra, agradecida, florecerá.
Había pasado medio siglo y más desde la muerte de Candy, pero sólo había una entre mil montañas, o establecimientos, o arrecifes de coral, adonde Candy había imaginado que los hombres se retirarían, por el bien de la Tierra y su propia salvación. La construcción de esa Montaña había sido el esfuerzo mayor desde las catedrales; era una catedral; era su propio dios, aunque cada año Jesús era allí más fuerte.